• Mundo Nuestro
  • 26 Septiembre 2013
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Por: Mundo Nuestro

Amanecer.

 

Sonidos en la tierra amuzga. Ahora mismo despunta el día en la plaza insípida de laureles y adoquines. Los trinos de las golondrinas volátiles, pardos chispazos que anuncian al sol y recortan la palidez de un cielo apenas emborregado al oriente. Y de rato en rato, y desde las cinco de la mañana, los altavoces criminales, orientados a todos los frentes del pueblo, destazan los sueños del vecindario con el cuchillo del matancero y el anuncio repetido decenas de veces con las matanzas del día: rasgos chinos, guturales, en las voces amuzgas, apenas filtrados los apellidos españoles Navarrete y Coronado en el infame megáfono; va y viene el comercial carnicero como fanfarria global de los medios que en el mundo destrozan almas y durmientes.

Los sonidos, sin duda la manera más llana de sufrir el arrebato de un pueblo nuevo para mí: las campanas que anuncian la misa de las seis y las sombras que las siguen; la voz del cura en otro magnavoz que las duerme; el carillón del reloj traído desde la sierra de Puebla que llama a las siete; los mortales anuncios de los matanceros como cuchillos que no cesan; los chirridos disciplinados de zanates y golondrinas; los gallos rompientes en la madrugada, a saltos entre sinfonías enamoradas de naguales, de repente lúgubres, igual festivas, siempre feroces, de las jaurías que corretean fantasmas en los solares. Noche cruda en el pueblo amuzgo, ensoñación última del ruido.

Los olores, también en la madrugada, ultrajan el viento frío que baja de la montaña: es el arrullo de los mangos, los almendros y los ciruelos roto por el picor agudo de la mierda y la carroña. Niños y viejos, hombres y mujeres, por turnos sombríos, cortan la oscuridad de los traspatios, buscan rincones que atajan el río, y se revuelven en la mudanza antigua del fecalismo.

Y ahora, de nuevo en el amanecer, callados por un instante los altavoces religiosos y matanceros, el alumbramiento de los pájaros naturales y danzarines: negros graznidos de urracas y zanatillos alertados por la luz, vertiginosas picadas de golondrinas, rumor infantil de los gorriones. Alumbramiento del día, canto pecho amarillo contra la nube. ¿Qué nombres juguetones tendrán en amuzgo?



Chilena

 

Temprano en el zócalo de Tlacoachistlahuaca. Las imágenes revolotean entre los pájaros. Aprender a mirar a un pueblo. Una mujer joven recorre la plaza cubeta en mano. Menudita, el huipil blanco la cubre entera, así que sobresale su cabello negro recogido. Va o viene del molino. Cómo conocer sus rumbos. En los solares otras muchachas están ya prendidas al telar de cintura, como Maricela, vigilada por su madre desde otro telar. Qué pensarán una y otra. ¿La chica lo hará en amuzgo? Dos mundos, madre-hija. Dos mundos, español-amuzgo. Sus sueños entretejen mariposas y servilletas, jilgueros y huipiles. Las dos inspiran al cantor encendida la guitarra por las manos de las tejedoras: cañadas, arroyos, jaguares en las marañas, añoranza del mar, calor y sensualidad de las hembras. Es temprano. Sueño y realidad: ya no hay jaguares en las marañas; las servilletas las pagan a cinco pesos, ¿podrá pagarse con eso la secundaria? Alguien ha cortado unos maravillosos almendros que daban sombra antigua a la plaza. Ir y venir al molino. Ir y venir del tiempo. Realidad y sueño.



El Limón

 

A tres horas y media de Tlacoachistlahuaca, la cabecera municipal, El Limón es una ranchería mixteca de la que se acuerdan familias enteras que la habitan y que ahora mismo inician una jornada más en el corte del tomate sinaloense. Nadie cuenta el número de jornaleros que año con año emigran hacia esos campos norteños, pero el hecho brota en la primera conversación. José ha venido a Tlacoachis a cumplir con un trámite del programa Oportunidades en las oficinas del ayuntamiento. Salió de casa a la 1 de la mañana y caminó por la cuesta del cerro del Campanario hasta Rancho Viejo durante una hora, justo para escuchar el primer claxonazo de la camioneta que despierta a los viajeros a las 2 de la mañana, con un chofer decidido a no olvidar a ninguno de sus pasajeros, por lo que el claxon no parará ni cuando ya ha dejado atrás el caserío del poblado. A las ocho de la mañana, José espera en una de las jardineras del zocalito la llegada de los  funcionarios municipales. Y como yo, se entretiene con el canto y el revuelo de los pájaros. ¿Es una urraca simple la que parlotea sobre el trino de las golondrinas? No, dice, ese es el chicolú, tan negro como el zanate, pero más grande, y con un canto polifónico que pareciera participar de una banda comandada por los clarinetes. ¿Y el zanatillo? A ese hay que irlo a esperar muy de mañana, para espantarlo, so pena de que te acabe la milpa. Sí, da mucha guerra. Y a mi pedido, José enfila la nutrida galería de pájaros de su terruño: el güicho, con el pecho amarillo; el pecho colorado, que su nombre lo dice;  el gavilán, que es grande, como el halcón, y el gavilucho, más pequeño; y claro, por ai, los zopilotes, que cómo abundan por los basurales y el ganado muerto en las cañadas; y las garzas, y el zacuaro, que es un ave grande como una garza, morada, cafecita; y la chachalaca, que si se descuida, te la comes; y las águilas, de las reales, y los pericos, las guacamayas y las cotorras. Claro, de nuevo, el chicolú, que no deja de cantar y entretener ahí trepado sobre el tejado de la principal tienda del pueblo.

Canto florido de los pájaros. José, con su voz tranquila, en algún momento me cuenta que sus parientes ganan sesenta pesos al día en los campos norteños, y que ni modo pues, eso es lo que pagan para terminar el día dormido en una barraca. Potestad del mundo absurdo e injusto. Por un rato, los dos escuchamos a las aves a su albedrío.



Mirar un río

 

 Mirar un río: si se le topa al norte, baja intrépido y cristalino, con serenas pozas en los recodos, para figurar peces, ajolotes, insectos patinadores y libélulas; si se le busca en el sur, corre turbio y pestilente, aderezado por un caserío que ha rascado y escondido drenajes en las calles cercanas a la plaza.  Como Tlacoachis está encerrado entre dos arroyos serios en caudal y cauce, cuando se cruzan a la entrada del pueblo ya las aguas llevan el aliento podrido de México.

 

La justicia

 

Alba Ávila de los Santos, juez de Paz en el municipio de Tlacoachistlahuaca, también estudió leyes en la Universidad Autónoma de Guerrero, y no tiene empacho en sostener su desencanto con el Estado, por la corrupción y el fracaso del sistema educativo. Lleva trece años como funcionaria del poder judicial, a la espera algún día de ser nombrada secretaria de acuerdos en alguna ciudad importante, que ojalá pudiera ser Acapulco. Y tiene todo su ánimo de servidora pública empeñado en el sueño liberal de transformar a los indios... para que dejen de serlo.

“La falta de comunicación verbal con esta gente –dice--, hace que los asuntos no se resuelvan como debe de ser. Se tiene que nombrar un intérprete, y él se expresa en la forma que él quiere... Sería perfecto que el funcionario que actúa directamente con la gente amuzga hablara su dialecto, sería fabuloso, pero imagínese, si el funcionario lo que quiere es ascender, no quedar de juez de paz en el municipio, lo que trata es ser secretario de acuerdos en la cabecera distrital... Queremos hablar inglés, queremos incorporarnos a la civilización, compañero. Yo no estoy de acuerdo con aquellas personas que dicen vamos a respetarles su entorno, su forma de vida, su dialecto, no, ¡cómo vamos a dejarlos ahí toda la vida!, al contrario, tenemos que sacarlos de ahí, porque es muy cómodo decir no, ellos viven a gusto así, ellos entienden así, a ellos les gusta vivir en esa forma de vida. Es que ellos no saben, no coordinan, porque no son personas instruídas, con conocimiento, no han visto otro rumbo, por eso tienen que estar relegadas, y nosotros no podemos ser cómplices de esa actitud, yo soy enemiga número uno de eso. No señor, tenemos que meterles el español, tenemos que quitarles esa forma de vestir que es tan incómoda, andan las mujeres en esas túnicas con el calorón que hace, y que estén toda la vida en esa mediocridad. Por eso, los compañeros que se van al otro lado de migrantes ya no quieren venir porque tienen otra clase de vida superior, vienen, se están quince días y se regresan porque tienen todas la comodidades a su alcance y sus hijos se están preparando mejor y van a ser grandes hombres.”

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