• Ramón Meza Rosales
  • 11 Julio 2013
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Por: Ramón Meza Rosales

Poco importa si esta historia ocurrió en realidad tal como se cuenta. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es la realidad?, ¿ese nudo de hechos que se ata y se desata a cada instante, al cual tratamos de dar un significado? Acaso existen algunas personas, la intención de que perviva un modo de vida, cierta comunidad rural de San Andrés Cholula, la amorosa custodia de los guías y el cuidado de los comuneros del parque Izta-Popo. Algunos eventos son reales; otros han sido perfeccionados por la ficción.

 

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            Los niños suben a las camionetas. Finalmente se sienten preparados para la experiencia de pasarla “sembrados” solos y ayunando, en medio del bosque. La Búsqueda de la visión es un ritual revivido, conservado, desde mucho antes que vinieran los hombres barbados y acorazados a someter estas tierras; es anterior a la peregrinación desde Aztlán. Con diversas modalidades la practicaron —y todavía la practican— los diferentes pueblos amerindios desde la Península del Labrador hasta la Patagonia.

            Son unos veinte jovencitos y muchachas, algunos alcanzando la mayoría de edad, y otros inmersos todavía en la niñez, entre el trabajo campesino, los juegos y las rutinas de la escuela primaria. Unos cuantos se ven nerviosos; la mayoría sonríen y parlotean emocionados.

            Los guías en esta ocasión serán Atanasio y Lupita. Lo que comenzaron hace unos años como un colectivo preocupado por evitar la violencia intrafamiliar, el desarraigo y la pérdida de valores, se fue enraizando en la cultura de la Cholula campesina, esa que conserva el náhuatl en su memoria. En este pequeño pueblo de San Andrés, amenazado por la expansión urbana de Puebla, la agrupación trabaja en rescatar la identidad como proyecto vivificante para niños y jóvenes, y también para sus familias.



El contraste entre los hermanos: Lupita amorosa, sonríe; Atanasio, enérgico, los apura para que terminen de despedirse. La mañana estuvo dedicada al Temazcal, pero no ése que han trivializado en los “spa”. Fueron dos “puertas”: sendas veces las piedras ardientes se colocaron en el centro del círculo y sisearon por el agua con que fueron rociadas. Apretujados, los niños y algunos adultos —los guías y sus padres y madres— escucharon los cantos, recitaron la palabra y oyeron las reflexiones sobre la niñez y la juventud; soportar el calor y la sed es un sacrificio que debe ofrecerse con agrado. Sudando en la oscuridad, encogidos y abrazados a sus rodillas, están esperando para nacer simbólicamente. Cuando lo hacen, están listos para el viaje. Cantan a Ometéotl, el señor de la dualidad, y a Tonantzin, Nuestra Madrecita la Tierra, que nos dio el ser y habrá de cobijarnos en su seno cuando nos sepulten; aunque afuera se persignen en la iglesia y recen el Avemaría en español.

 

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Se puede pensar como absurdo y rebasado todo el ceremonial prehispánico —cosa de indios ignorantes y atrasados que se resisten a modernizarse—. Pero si nos olvidamos por un momento de las danzas y las plumas, las frases en lengua y los caracoles, y nos concentramos en lo básico: la restauración del equilibrio cósmico, encontraremos ese hondo significado que subyace a todos esos gestos, músicas y colores. Los dioses —o la naturaleza, si no queremos pasar por herejes— necesitan del hombre para que la creación continúe siendo: ese es su papel sobre la tierra.

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            Las camionetas comienzan a subir por las laderas volcánicas. Por fin dejan atrás el último pueblo, Santa María Xalitzintla, entre nubes de tierra arenosa. Se enfilan hacia el bosque, hollado una y cien veces por exploradores, peregrinos, bandoleros. Allá arriba se detienen en un pequeño claro; tras un breve almuerzo, el grupo se adentra en el monte. Los guías colocan a los niños en sus lugares, los “siembran” apartados, cada uno en un pequeño claro, donde los dejarán solos hasta que anochezca. Si fueran mayorcitos y tuvieran más experiencia, tendrían que velar por su cuenta, sin moverse, durante esos tres días que dura la búsqueda. Se agruparán a la noche para tomar un poco de alimento y hacerse compañía; mañana será la jornada más larga: desde el alba hasta la puesta de sol.

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Desde los sacrificios humanos del pasado hasta las peticiones a la milpa tierna y la ofrenda de flores, los ritos de los pueblos indígenas buscan reestablecer el equilibrio, que en estas épocas pareciera a punto de quebrarse, como un jarrito que cayera para estrellarse contra el piso.

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            El enorme bosque no está callado. De vez en cuando grita un pájaro. Pequeños animales se deslizan entre la maleza y el viento juega, a veces impetuoso, con la cabellera verde de los pinos y con el vuelo de las águilas. Son horas de callar: ni música, ni plática, ni compañía. Allá lejos, brama despacio la boca del volcán, que enrojece la noche.

            La lucha no se entabla contra las fieras o contra el clima, sino contra uno mismo.

            Arrancados de sus lugares habituales y plantados en soledad, las jovencitas y los jóvenes van confrontando sus temores. A los más chiquillos la tristeza los invade: les pesa la ausencia de papá y mamá, de la casa confortable, y lloran; no saben qué hacer. Otros esperan atentos… ¿a qué? Tampoco lo saben. Simplemente esperan. Uno que otro confronta a su hambre: su imaginación les fabrica pasteles magníficos, piernas de pollo, vasos de naranjada. Algunos son derrotados por el cansancio y el tedio: duermen. ¿Por dónde estarán caminando en sus sueños?



¿Y si lo que llamamos realidad fuera nada más que ilusión? Los antiguos hablaban de un sueño de los dioses: soñando nos habían engendrado, junto con todo lo que existe. “Sólo vinimos a soñar, no es cierto que estemos de verdad sobre la tierra”, declara un poeta prehispánico.

Tuvimos que esperar varios siglos para que los sabios nos explicaran que materia y energía son una misma cosa: que somos una configuración de esa energía, somos la imaginación  —el sueño— de la energía plasmada en huesos, carne, sangre, cerebro, corazón…

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            En la tarde del segundo día, los guías, atentos vigilantes, buscan a cada uno de los chicos. Se agrupan en el campamento para la colación y para contarse lo que vieron y sintieron.

            Citlali contempló sobre su cabeza revolotear a un colibrí; Tlanezi sintió pasar muy cerca a una serpiente de cascabel, que siguió tranquila su camino; Yolotzin, entre las lágrimas de su aflicción alcanzó a ver un magnífico venado. Lupita y Atanasio sonríen.

            Esa noche nadie duerme. El pájaro que cuida los bosques emite un chirrido áspero cada pocos minutos; no le gustan los extraños. Por fin alguien lo espanta, pero continúa más allá con su queja: “pizpirrín, pizpirrín”, alterado y furioso.

            La mañana llega radiante. Los niños llegan a la comunidad y bajan con sus mochilas y sus bolsas de dormir de los vehículos. Vienen sucios, oliendo a humo de leña, a tres días sin bañarse; alegres; algunos serios.

            Todo termina donde empezó: La hoguera para el temazcal, que ha sido consagrado ante el Abuelito Fuego y ante las cuatro esquinas del universo, lame tierna las rocas de tezontle.

            Las piñas traídas del bosque se queman con un chasquido. Todos van entrando a gatas en el amplio recinto de adobe; se reanudan los cantos al son del tambor y en estas dos “puertas” los corazones van sanando de sus aflicciones. La madurez y la vejez son recordadas. El vapor purifica el cuerpo y aquieta el espíritu.

            La búsqueda termina con un merecido banquete: padres y madres, abuelas y tíos se han cooperado y han traído frutas, queso, tortillas, agua de limón. Una enorme olla de caldo con verduras humea en una esquina. Los asistentes, y en especial los más chicos, la reciben como si fuera manjar de fiesta. Los adultos felicitan: estos niños, hijos e hijas de la comunidad, desafiaron al hambre, la sed, el sueño y el miedo. Se integraron en el bosque y aprendieron de él. Tal vez el bosque habló con ellos, a través de sus criaturas, del viento. Tal vez en sueños. Es un mensaje callado e íntimo, sincero y emotivo: nada más para ellos, para cada uno.

            Lo que aprendieron se lo llevan guardado en su corazón; ahora nadie podrá quitárselos.



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