• Sergio Mastretta
  • 11 Diciembre 2014
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El puente George Washington: catorce líneas de automóviles en dos niveles, más de mil metros de longitud, una tensión frenética de cables y vigas de acero erguidas para sostener el paso de cien millones de autos al año que entran y salen del puerto de Nueva York. “It is the only seat of grace in the disordered city”, escribe el arquitecto Le Corbusier en 1947, una bendición del orden estructural frente a la plenitud del caos que se le viene encima cuando lo cruza desde New Jersey. Porque por ese puente entra uno al encierro de la vivienda neoyorquina, con sus edificios grises de diez, quince plantas de promiscuidad metropolitana que encierran desde el norte a la urbe metálica.

Por esa estructura pura y resoluta en arco del acero entra la antorcha al paraíso guadalupano del trabajo.

12 de diciembre. Figuritas blancas antes del puente, estampitas blancas después del puente. Sólo una, bigotona y greñuda, custodiada por la chamarra deportiva amarilla del policía en bicicleta, ha recorrido sin freno el George Washington Bridge. Media mañana, el resplandor del agua sacude los barrotes de las rejas que protegen el puente, la vista se entretiene, los autos dejan atrás al hombrecito con el antiguo símbolo del fuego. Cruzar el puente. Cuántos puentes se cruzan en la vida. Cuántos para llegar al norte. Cuántos para cumplir una meta. Cuántos para convertir  en rutina una odisea. Y el puente termina en un complejo trébol en el que no hay lugar para los peatones: las rampas de concreto se sobreponen en anillos enloquecidos que se desvanecen hacia las calles en el extremo norte de Harlem, como pétalos abatidos sobre los monótonos bloques de las viviendas neoyorquinas.

“Con su vida me responde por ella”, dice el muchacho que ha cruzado el río Hudson a la portadora que le recibe la antorcha para el primer recorrido en Manhattan. Es una mujer, igualmente menuda, el pelo negro ceñido por un gorro tejido para escurrir el frío. Sonríe ella sin tiempo de pensar en la vida que se compromete, yo sin tiempo de preguntar su nombre, pues la mujer corre de inmediato a donde la lanzan los corredores al grito de viva México. Le piden que grite y grita, viva la virgen de Guadalupe; y así las consignas que acompañan la intención primera de la carrera: viva Lupita, vivan los mexicanos, vivan los emigrantes, viva san Juan Diego. ¿Habrá intención profunda? Pero no se escucha la demanda política, no grita qué queremos, justicia, no se oye, más fuerte, qué queremos, amnistía, no se oye, amnistía, muchas veces, no se oye, no, sólo viva la virgen de Guadalupe. Que vivan, sí, los mexicanos.

De mano en mano entonces, por calles terceras que apuntan a Central Park desde el norte, en un cerco de edificios que poco a poco ajustarán los cuerpos a los rascacielos que nos oprimirán después. Por dónde vamos, por Broadway, por Saint Nicholas, o por el corazón de Harlem, por la avenida Malcom X… A quién le importa la ruta, esa la traza la autoridad, que ha desplegado una cuadrilla de policías en motos y patrullas para encarrilar un grupo que poco a poco, calle a calle, se convierte en una línea de sudaderas blancas arreada por su enjundia hacia el parque al que no tan fácilmente acudirán un domingo cualquiera. Busco los rostros de los portadores, tan parecidos a los de quienes hemos encontrado a lo largo de la carrera, desde los territorios del sur, desde los pueblos tlapanecas y  mixtecos, nahuas y popolocas; los rostros que hemos encontrado estas semanas en los estacionamientos del 7 Eleven o las cocinas de los restaurantes italianos, o en los andamios sobre la 5ta Avenida o en los techos del Barrio Chino o en las salas de máquinas de los apartamentos de Greenwich Village. Vienen de todos los barrios de la metrópoli, por las líneas del Metro que llegan a Manhattan desde Queens o Brooklyn, desde el Bronx o Union City. Ellos corren y no se detienen y no hay mirada que los abarque, no hay razón que los contenga esta mañana. Tal vez haya imágenes.

En Central Park, la caravana corre por East Drive, bordea el lago mayor hasta que la motoneta policiaca que guía a la columna ordena terminar con el paso veloz. Es domingo, no hay que perturbar, así que se camina por un sendero encementado que curvea entre lagos, arboledas y prados. Vemos la espalda del Metropolitan Art. Aparecen los estandartes y muchos más corredores. Han armado un desfile. De la nada, se diría, se materializan las imágenes de Guadalupe y Juan Diego. Muy orondo, el recién estrenado santo no se intimida por el paredón de cristales y hierro que guarda al corazón de la mentada Gran Manzana. Yo sí estoy helado: Nueva York visto desde abajo envuelve el corazón en un alfiletero. Por un instante imagino a todos los que gritan viva México como puntitos de bronce colgados en las cristaleras y ocultos en los sótanos, lo que los tiene aquí, lo que no encuentran en su tierra, el mundo inhóspito y sombrío del trabajo.

La salida del parque es por la Grand Army Plaza. El Estado mexicano quiere aparecer en la figura del cónsul y un discurso que no atiende nadie. Por el Estado gringo se apunta una nueva carga de policías motorizados que abren un corredor hacia la Avenida 58, de ahí hasta Madison, para mirar la mole enorme del edificio de Met Life al fondo, con la bandera mexicana alzada en primer plano: un cuadro que veremos en la película. Lo que sigue es un estruendo de voces que se asume único y profundo, alzado desde cada barrio y cada motivo del exilio, la voz rotunda del éxodo que se sabe nacional y antiguo. Un hombre con vozarrón de estadio grita las consignas: “¡Vivan todos los mexicanos!”, “¡Viva la villita!”, “¡Somos cien por ciento qué…!”, “¡Mexicanos!”, “¡Se ve, se siente, Lupita está presente!”.

De nuevo, no hay demanda política.

 

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En todos los minutos que siguen la vista no se mantiene al ras de los ojos de los marchistas. Será el encierro que producen los edificios en torno a San Patricio: el Swiss Bank Tower, el Rockefeller Center International, el Olympic Tower, de más de 50 pisos. Un poco más allá los imponentes 70 pisos del General Electric. Observo esas masas que aprietan nuestros gritos y divago alrededor de las miles y miles de horas de trabajo y capitalismo concentradas en esta utilería de acero, piedras y cristales. El Centro Rockefeller es uno de los 19 que formaron el enorme proyecto de afincamiento de la prototípica firma desde los años treinta del siglo pasado. La catedral se llevó veinte años de construcción entreveradas con la guerra civil norteamericana, y dio buenas entradas a las canteras de mármol en Massachusetts y Nueva York. Ahora mismo, gran parte del trabajo mexicano en esta ciudad se sostiene en el mantenimiento de estas moles. Los muñequitos de bronce colgados de los andamios para sacar lustre a los espejos del delirante imperio.

 

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Es una pelotera la que aguarda frente al portón principal de San Patricio. Ya es mediodía y la ciudad se ha nublado en serio. En un momento todo es entusiasmo: porras a la virgen, la consigna de sí se pudo, sí se pudo de los corredores. Jorge Vergara, dueño de las Chivas y patrón de Omnilife, y Alex Lora, el viejo roquero del Tri, son los invitados principales, le dan lustre al evento. Alex carga la imagen de la virgen y ondea una banderita de Tepeyac; en un ratito, dentro del templo, cantará su rola a la Guadalupe. El aire cálido de llegar a la meta. Así que no es inmediato el disgusto. Las imágenes y los estandartes destacan sobre cabezas apretujadas en un murmullo que poco a poco se alza. Pero los portones están cerrados. Y como el cordón policiaco ha dejado libre la circulación en la 5ta Avenida, quienes esperaban la llegada de la Antorcha y la avanzada de los corredores no encuentran otro lugar que el que deja la banqueta y la escalinata de la catedral. Un apretujadero digno del atrio de la villita un 12 de diciembre, como hoy. ¿Pero por qué están cerradas las puertas? La pregunta es elemental. Y nadie explica nada. Joel Magallán, el director de Tepeyac, alega con los portadores y se escuchan voces que piden echarse para atrás. De algún modo, alguien considera la opción de las puertas laterales, las que dan a la Calle 51. Y ahí vienen de regreso la antorcha, los estandartes y las imágenes. Es tiempo del anticlímax.

--No van a abrir –dice una voz femenina.

--No, no van a abrir --responde una mujer con la seguridad de quien lleva ahí toda la mañana--. Ya está llenecita la Iglesia, no dejaron entrar a nadie.

Hacia un costado va la romería, guiada por el humo negro que deja escapar la antorcha. Una puerta lateral se abre y permite el paso a los portadores. Los demás se quedan fuera.

 

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“Open the door, open de door, open the door”.

La nueva consigna ha suplido al sí se pudo. La repite con un énfasis mínimo y por sólo unos momentos una masa formada por la mayoría de los corredores que hicieron el recorrido desde el puente Washington. Adentro ha dado inicio a la misa. Ha sido un final tan inesperado y rápido que muchos de los corredores no ha advertido el suceso, así que no atinan a comprender el propósito de Joel Magallán de explicarles lo acontecido. ¿Cuándo se ha visto que se cierren los accesos de un templo en México, y justo en medio del festejo? Vista de lejos, era previsible el comportamiento de los funcionarios del templo: cuándo hemos visto una iglesia en una película gringa, la que sea –evangelistas o luteranos, blancos de Virginia o negros de Tennesse--, que no estén ocupados los asientos hasta el último, pero solo los asientos, nunca los pasillos.  Así que San Patricio sigue la regla, sólo entrarán los feligreses en número justo para llenar las bancas. Y nadie más.

El religioso jesuita arma un pequeño mitin en el pasillo lateral de la catedral, ahí sobre la 51, con un grupo distinguido por las sudaderas blancas de los corredores. Todos esperaban que el amontonadero continuara, pero dentro de la iglesia.

Joel: En esta catedral hay racismo, ¿por qué?, porque no dejaron entrar a la virgen y a San Juan Diego y a la antorcha por la puerta del centro, eso significa que a nosotros nos ven solo como sus sirvientes, tenemos que entrar por la puerta de atrás, somos sus trabajadores, no somos importantes por eso no podemos entrar por la puerta del centro, ni si quiera la virgen... lo que le han hecho es algo muy malo a la virgen... nosotros tenemos que protestar porque le han hecho eso... hay asientos para todos reservados adentro, hay todavía como trescientos asientos en la iglesia y ahí están vacíos porque no nos han dejado entrar... entonces nosotros necesitamos estar alrededor de la catedral y si la prensa, los periódicos nos preguntan: “¿Qué están haciendo?”, tienen que decir: “esta es una protesta en silencio porque hay racismo en esta catedral”, ¿ok?

Voces: Ok... ¿ya la empezamos?... ¡vamos!

Joel: ¡En silencio, tomados de las manos alrededor! ¡Son racistas! ¿Entiende lo que es el racismo? Quiero explicarles por favor qué está pasando...

Voz: Ok, un minuto, un minuto...

Joel: ¡Quiero explicarles que...! ¡Por favor quiero explicarles lo que está pasando, vengan por favor!, ¿sí?, vengan por favor. Quiero explicarles lo que está pasando. En esta catedral hay racismo, en todas las catedrales, en todas las iglesias la antorcha ha entrado hasta adentro, desde el año pasado no la dejaron entrar, tuvimos que subir a prender el cirio, está bien, pero esta vez lo que hicieron fue que no dejaron entrar a la virgen de Guadalupe por el centro, porque la gente importante entra por el centro y nosotros, la virgen nos representa a nosotros, quiere decir tenemos que entrar por la puerta de atrás como los sirvientes, somos sus sirvientes nada más, si entramos por la puerta de enfrente es que ya estamos igual que ellos y no nos han dejado entrar porque no somos importantes, por eso no entramos por la puerta del centro. Estaban reservados los asientos para ustedes, están vacíos esos asientos porque no quieren que la iglesia se vea llena de mexicanos, tenemos que protestar porque a nuestra reina, nuestra madre no la dejaron entrar por el centro. Vamos a hacer una protesta humana, quiere decir no violenta, no vamos a gritar, simplemente haremos una cadena alrededor de toda la catedral; si los periodistas nos preguntan: “¿qué están haciendo?”, decir: “esta es una protesta porque  en la catedral hay racismo, no dejaron entrar a la virgen por el centro, por la puerta del centro”, ¿Se entiende eso?

Voces: ¡Sí... sí... sí!

Joel: Entonces, los que piensen que no pueden hacerlo, pues se pueden ir, pero los que quieran protestar por la virgen...

Voces: ¡Aquí nos quedamos!... ¡todos!... ¡nos quedamos!... ¡racistas!

Joel: ¡Y no vamos a gritar por favor!

Voces: ¡No griten!... ¡Sin gritar, sin gritar!

 

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Rosa se ha quedado fuera también. Ahora observa como la fila blanca de los corredores da la vuelta a toda la manzana de la catedral. Ella no usa la sudadera de Tepeyac. Ha venido al cierre de la carrera con una chamarra negra que deja libre un cuello blanco que contrasta con su cabellera negra. Está llorando.

“Es injusto –dice--, las imágenes están adentro, pero a todos los que les hacíamos el honor de traerles las imágenes nos dejaron fuera. Es injusto, estamos aportando, estamos trabajando, venimos a dejar nuestra limosna, y nos hacen esto.”

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