• Verónica Mastretta
  • 03 Abril 2014
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Muchas veces me he preguntado cual es la motivación y el límite de una persona en su afán de acumular dinero. Entiendo perfectamente que el dinero y el poder van de la mano, pero vuelvo a mi pregunta: ¿hasta adonde puede llegar un ser humano en su búsqueda de poder y riqueza y que es lo que pasa por sus cabezas en medio de esa búsqueda frenética? ¿Se detendrán alguna vez a pensar que nada los protegerá de la muerte? Los niños y los adolescentes tienen poco sentido de la mortandad, lo ven como algo que les sucederá a otros. Los seres sedientos de poder y dinero seguramente tienen rasgos de infantilismo en sus personalidades. Puestos a pensar en la muerte, pensaran, que la inmortalidad de su memoria puede ser comprada con dinero. Hay dos anécdotas de la vida de Alejandro Magno que me gusta recordar, porque me parecen representativas de dos momentos en la vida de un hombre que busco compulsivamente la riqueza, el poder y, además, la gloria, sea lo que sea que eso sea. No escatimó sangre ni crueldad en esa búsqueda.  Educado por Aristóteles, fue un hombre inteligentísimo, culto y refinado, en el que sin embargo peso más el pésimo ejemplo de ambición y prepotencia que observo en su padre durante sus primeros años. Infancia es destino, dicen los que saben.  Su espíritu estuvo siempre dividido: anhelaba ser un espíritu superior, pero lo dominaba un apego excesivo a los bienes materiales, quizás asociados al poder que estos dan a su poseedor. Vivió como huyendo de sí mismo, buscando quizás el absoluto por medio de todos los placeres y adicciones imaginables. El espíritu superior luchando constantemente con el ego y los apegos que este suele demandar. Cuando a los veinte años hubo dominado todo el territorio conocido alrededor del Mediterráneo, sintiéndose dueño de un poder absoluto, decidió partir a conquistar a los enigmáticos persas. En su camino hacia allá, paso por un pueblo en el que vivía el gran filósofo y asceta llamado Diógenes, quien vivía a la orilla del mar, desnudo, y cuya única posesión era una lámpara con la que buscaba incansablemente un hombre justo. Avisado Alejandro de que el famoso filósofo estaba cerca, desvió su comitiva y se presentó ante él. Diógenes, tendido en la playa, no se movió para recibir al poderoso, temido e invencible rey. Este, intrigado, le dijo: "¿No sabes quién soy? ¿No sabes que soy el hombre más poderoso de Macedonia y que puedo concederte lo que quieras?". -"Nada de lo que tú puedas darme me interesa"- contesto Diógenes. Picado en su orgullo y confrontado con una visión del mundo opuesta a la suya, en la que el poder y la riqueza no tenían el valor que él les concedía,  Alejandro insistió:"¿No entiendes quién soy, que puedo darte lo que pidas  porque todo lo puedo?" - El filósofo se quedo pensativo y finalmente dijo: "si, si hay algo que puedes hacer por mi"- Alejandro sonrió orgulloso ante su séquito, al que creía demostrar que todos tienen un precio, así que pregunto a Diogenes: "¿Pues bien, que es lo que puedo hacer por ti?"- Diógenes le dijo: "quiero que te quites porque me estas tapando el sol". Como era inteligente, Alejandro se supo vencido y se retiró silenciosamente, pero en el fondo de su mente guardo  la lección.  Años después, tras  un vida de excesos, sangre, abuso de poder, de traiciones y horrores entre su primer círculo, a los 33 años, ya agotado en todos sentidos, en su lecho de muerte Alejandro les comunico a sus generales sus tres últimos deseos: que su ataúd fuera llevado en hombros por los mejores médicos de la época; que los tesoros que había acumulado salvajemente, los más preciados, oro, joyas, piedras y metales preciosos, fueran esparcidos por el camino hacia su tumba, y por último, que sus manos quedaran balanceándose al aire, fuera del ataúd y a la vista de todos. Uno de sus generales, asombrado por sus insólitos deseos, le pregunto sus razones. Alejandro explico: "quiero que los médicos carguen mi ataúd para recordarle al mundo que ellos no tienen, ante la hora de nuestra  muerte, el poder de curar. Quiero que el suelo se cubra con mis tesoros para que vean que los bienes materiales conquistados en la tierra, aquí permanecen y quiero que mis manos se balanceen al viento para que nadie olvide, como lo olvide yo, que con las manos vacías partimos cuando se nos termina el más valioso tesoro que tenemos, que es el tiempo que se nos concedió vivir."

El recuerdo de Diógenes y la lección no aprendida que le regalara cuando era solo un muchacho que se sentía inmortal e invencible, regresaron a él. Poder, riqueza, orgullo, vanidad, avaricia, insensatez, nepotismo, prepotencia como compañeros de vida. Los hombres del poder y el dinero suelen sufrir el síndrome que  Alejandro Magno padeció a lo largo de su vida. Olvidan contumazmente que de aquí nos vamos con las manos vacías.  Olvidan, como dijo el poeta, que lo esencial es invisible para los ojos.

El pintor francés Nicolas-André Monsiau (1754-1837) dibujó así la escena entre Diógenes y Alejandro Magno.



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