• Verónica Mastretta/Vida y milagros
  • 06 Abril 2015
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El viernes 20 de marzo el tráfico era atroz. El sol del medio día nos castigaba  cayendo en las nucas como un soplete. El cielo protector de la música había dejado  de ser una buena alternativa y pensé "que ganas de venir con alguien echándonos una buena conversación".

No se antoja oír radio en estos días llenos de  horrorosa y tonta propaganda electoral. De todos modos prendí el botón. Se dejó oír una guitarra bien rasgada tocando un corrido dedicado a  Pancho Villa. Reconocí a la guitarra del maestro Roberto Rojas. Luego entró la voz de López Dóriga, y con un respeto que no concede a cualquiera, le dijo a quien iba entrevistar "platíquenos usted, maestro."

Y resulta que el maestro era Ignacio López Tarso quien, con una voz clara y pausada, nos deleitó más de media hora con sus recuerdos y memorias. López Dóriga tuvo el tino, el tacto y la decencia de dejar correr la conversación sin las pausas y martirios provocados por anuncios políticos. De memoria escribo  retazos de recuerdos de esa maravillosa vida de quien este año, el 15 de enero , cumplió 90 años, los cuales celebra trabajando, como siempre, en el teatro y en la televisión.

"A los 19 años se me antojaron los zapatos y las chamarras de mis vecinos, que iban y venían de los Estados Unidos a la cosecha de las uvas y la naranja. Me animaron a irme y yo me fui pal norte, a California. Entonces podía uno ir y venir sin más problemas que el del propio recorrido, protegidos por un convenio que había entre México y Estados Unidos para que pudiéramos ir de braceros. Ahí, al poco tiempo, me caí de un naranjo y me partí la columna. Los gringos me enyesaron, me dieron veinte dólares y me pusieron en un tren de regreso. Entonces  vivíamos en la ciudad de México, por la Villa. Mi papá tenía un empleo modesto en la oficina de correos. Un doctor famoso que trabajaba para el gobierno se ofreció a operarme, quitándome hueso de la pantorrilla al tobillo para hacerme un injerto. El único problema, me advirtió el doctor, es que si quería quedar bien me tenía que quedar acostado e inmóvil en una tabla durante un año. Pues así fue. Ahí me dio por empezar a leer mucho, pa no aburrirme. Descubrí la poesía de Javier Villaurrutia, me enamoré de su manera de escribir y me propuse que me dedicara uno de sus libros. Cuando por fin pude caminar lo fui a buscar a Bellas Artes, ahí daba clases en la escuela Nacional de Teatro. Llegue con mi libro y el maestro me dijo ‘tu siéntate ahí y espérame,  y mientras ves lo que estamos haciendo.’ Ahí estuve viendo un rato largo cómo daba su clase. Cuando terminó, me dijo ‘¿Te gustó?, pues vente los lunes, miércoles y viernes para que aprendas a actuar.’

“Y así fue que me metí en esto. Entonces ya tenía yo 24 años. Villaurrutia me dejó una huella imborrable. Siempre me gustó el teatro, desde chico en que mis papás me llevaron a una función de carpa a los ochos años quedé encandilado por el misterio, las luces y la magia del teatro;  pero el empujón me lo dio él.  Un tiempo después de estar en su clase, me dijo que me tenía que poner un nombre artístico. ‘¿Cuál es tu nombre completo?’  Ignacio López López, le dije. ‘No, pues así no te puedes poner, ¡López López, no!, escoge otro nombre.’ Entonces se me ocurrió el Tarso, porque fíjesense ustedes, cuando yo era chamaco mi familia vivía entonces en Valle de Bravo, quedaba lejísimos y llegar ahí te tomaba siete u ocho horas de pura brecha. En ese entonces ya no tuvo mi papá oportunidad de seguirme apoyando con los estudios. Tenía yo 14 años.  Entonces el señor cura de ahí me dijo ‘métete al seminario para que sigas estudiando.’ ‘Pero no tengo vocación’, le digo. ‘No le hace, tú estudia, luego ya ves que haces y si no te da vocación, te sales.’ Y así entré al seminario de Temascalcingo, y ahí aprendí bien la historia de San Pablo de Tarso, y fue de ahí que tomé el nombre y que se me ocurrió ponerme Ignacio López Tarso. Sonaba bonito. También el seminario me ayudó mucho para mi carrera de actor, aprendí a leer muy bien, de pie, con atril.

“Todo me sirvió, también el año que estuve en el ejército, haciendo el servicio militar en Querétaro. Entonces te echabas el año completo en el cuartel, México estaba en guerra, era el año 44-45. Me divertí mucho en el cuartel. Pero el escaso año que conocí a Villaurrutia fue invaluable. El murió poco después, pero ya me había enseñado a plantarme en el escenario y a adquirir autoridad frente al público, a no temerle. Al poco tiempo debuté con una obra de Shakespeare. Le entré a todo, no sólo al teatro, también al cine. Quién me iba a decir que iba yo a tener a María Félix  en mis brazos, a María cuando era "la María", la que te dejaba con la boca abierta de lo bonita que era. Decían que era chocante, pero no, era buena compañera y muy simpática, muy divertida. ¡Qué nervios y goce fue tener a María en los  brazos! Y trabajar con ese fotógrafo espléndido que fue Gabriel Figueroa o con el Indio Fernández; con tantos grandes autores, actores y escritores de cine, de teatro, de televisión.

“De todo he hecho. Trabajé con Pedro Armendáriz, con Leñero, Carballido, Miller, con Buñuel. Viajé por todo el país y visité muchas ciudades de Estados Unidos y casi toda América Latina. En Estados Unidos daba emoción ver cómo los compatriotas recuerdan a México. En Chicago, donde la comunidad de mexicanos es tan grande,  se te acercan personas que ya no pudieron regresar a México porque no tienen papeles, y les miras en los ojos el ansia de escuchar su idioma en un teatro, de oir hablar de su país estando tan lejos.  Todo en mi vida ha ido sumando pa ser quien soy. Todo, lo bueno y lo malo, han sido positivos. Macario es mi personaje favorito. Pero qué decir de "El gallo de Oro", esa historia tan bonita en que le regalan a Mauricio Pinzón un gallo moribundo al que cura, y lo lleva a ganar ferias por todos lados, hasta la última, en que se le muere su gallo. ¿Y la historia de Macario, el personaje que no sabía, no entendía lo que eran diez mil pesos? Tanto personaje entrañable, que se vuelve parte de uno. Mi fuerte sí era recitar corridos acompañado por la guitarra extraordinaria de Roberto Rojas. Todo México y muchos otros países nos recorrimos juntos. Y fíjate, varias de las películas que filmé fueron prohibidas, "enlatadas, como se decía entonces. "La sombra del Caudillo", una novela de asesinato del General Serrano ordenado por Obregón, el Santón del partido oficial. Esa película  se estrenó muchísimos años después de terminada. Lo paradójico es que mi nieta es nieta del general Serrano. Pues no se estrenó.  Eso era censura, no jaladas.  "La Rosa Blanca", basada en la obra de B. Traven, prohibida también, porque hablaba de la expropiación petrolera. Entonces la censura era en serio.  Estuvo prohibida por tres presidentes disque para no molestar a los Estados Unidos. ¿Quién lo iba a pensar hoy? Y fíjate, hablando de cine,  "Los hijos de Sánchez" fue un fracaso porque el director se enamoró de una actriz y aventó la película con todo y Anthony Quinn…”

Entonces, López Tarso se ríe en la radio con ganas, como se ríe quien cuenta una travesura sin consecuencias. Yo no me despego de su historia:

 “Por Macario me dieron el premio al mejor actor y con lo que me dejó me compré mi primer cochecito.”

Oigan eso, actorcitos de quinta que a la primera aparición en un comercial ya se sienten dioses.

De  todo  se ríe López Tarso, de  todo  hace un verso y, como los albañiles de Leñero, nos enseña como construyó una vida  sólida como una casa, a punta de lomo, a punta de disciplina, bondad y sencillez, pero sobre todo a punta  de un trabajo incansable. Más de cien obras de teatro aprendidas de memoria, obras difíciles, de Moliere, de Shakespeare, de Calderón de la Barca. También obras de escritores modernos mexicanos. Su vida de actor errante, tocada también por Salvador Novo, Gorostiza, Luis Spota,  y tantos que nombra y que no alcanza a prender con alfileres mi ingrata memoria.

“¡Qué bien la pasaba! --dice él-- ¡Y qué bien la sigo pasando!”

Qué salud, pienso yo, qué mente tan abierta y tan lúcida, tan joven a pesar de los años y tan sabia gracias a ellos. Qué envidia de la mera, mera buena siento al escucharlo.

“He sido feliz --sigue--, aún lo soy...”

Se acaba la entrevista, el tráfico ha fluído y casi he llegado a donde iba , volando en sus palabras, oyendo platicar a este querido señor que no imaginé escuchar en medio del tráfico infernal de una tarde de viernes que su voz y recuerdos bien contados han vuelto  afortunada.

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