• Guy P.C. Thomson
  • 06 Diciembre 2013
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Por: Guy P.C. Thomson

(Texto tomado del libro la Sierra de Puebla en la política mexicana del siglo IX, ediciones de Educación y Cultura Mexico, 2010)

Enhiesto como un picacho agreste de la tierra donde nació, este anciano indomable ha sido durante cuarenta años la cima donde se elaboraba el rayo en el seno de nubes de insurrección: es que la libertad se abriga como los nidos de las águilas, en la montaña, y de aquellas excelsas cumbres, cuando la reacción y la infidencia destrozaban con sus garras á la Patria vencida, baja el jefe serrano con sus huestes de indios como un torrente sobre la llanura, para combatir en las filas republicanas. Allá, en las rocas de la Sierra oriental era el apóstol de la democracia que propagaba entre los de su inculta raza los principios que aprendió en las aulas de Puebla; acá, en los altos llanos, cuando a su voz se levantaban en pie de guerra sus indios, era el refuerzo, la reserva del ejército liberal que venía á decidir el éxito. Su nombre era una esperanza para la República en las horas del conflicto y desaliento y causaba calofrío de terror en los enemigos de la libertad, embriagados en su orgía de sangre. [1] (Texto tomado del libro la Sierra de Puebla en la politica mexicana del siglo IX, ediciones de Educación y Cultura Mexico, 2010)

 

En la actualidad concebimos la Sierra Norte de Puebla como una región pintoresca y de diversidad étnica protegida del avance de la urbanización y modernización que determina las vidas de la mayoría de los habitantes de las altas mesetas del México central por las montañas. Aparentemente enclaustrada en la preconquista o, con mucho, la época colonial, las tribulaciones de la República parecen siquiera haber rosado esta región. Solamente el desfile anual de los zacapoaxtlas, acorazados de algodón y blandiendo machetes, durante la celebración del aniversario de la victoria mexicana contra los franceses el 5 de mayo de 1862, surge una historia no tan diferente al resto del México moderno. Se preguntarán los espectadores, empero, cómo tales temibles guerreros fueron reclutados de poblaciones cuyos habitantes suelen ocuparse por lo general de variopintos festivales católicos o los vertiginosos y maravillosos rituales precolombinos como la “danza de la los voladores”. Esas imágenes, a menudo asociadas a inaccesibles regiones montañosas de pueblos donde dominan las costumbres y tradiciones, satisfacen nuestra búsqueda de los orígenes, o, en el caso de la Sierra de Puebla, nuestra identificación con interés por los orígenes del sustrato indígena de la sociedad mexicana. De hecho, los zacapoaxtlas parecen indicar un vestigio rampante del México de la preconquista.

            Si estás imágenes externas de la Sierra se centran en los orígenes, autenticidad étnica y tradición, la autoimagen de los serranos es mucho más moderna y contemporánea. En marzo de 2010 archiveros, historiadores locales, funcionarios municipales, profesores y alumnos de muchos de los pueblos de la zona meridional de la Sierra se reunieron en el maravilloso y enorme ayuntamiento decimonónico de Tetela de Ocampo para deliberar acerca del significado de las venideras celebraciones del 5 de mayo. Tema sobresaliente del debate fue cómo Tetela podría recuperar los laureles patrióticos del distrito de la vecina Zacapoaxtla. Los laureles de la victoria mexicana contra los franceses en Puebla el 5 de mayo de 1862, como todo tetelense sabe, pertenecen al Sexto Batallón de la guardia nacional, a las órdenes de oficiales de Tetela, Zacatlán y Huauchinango, no a la traicionera ciudad de Zacapoaxtla cuyas familias influyentes respaldaron la reacción conservadora contra la reforma liberal y acogieron la intervención francesa. Aún así, fue Zacapoaxtla la recompensada con el título de “Villa Heroica”, título que muchos en Tetela desean que se le retire o, como mínimo, que se comparta. Tal fervor patriótico vinculado a remotos acontecimientos históricos sorprenden a los visitantes extranjeros (yo incluido) y pueden también sorprender a muchos mexicanos, especialmente ahora que la herencia del patriotismo liberal de mitad del siglo XIX ha perdido en el exclusivo dominio que ejercita sobre el Estado.

            Dejando de lado esas competitivas reivindicaciones patrióticas (las cuales este libro no pretende resolver), es sin embrago hecho afianzado en la historiografía liberal de México que la Sierra de Puebla contribuyó de forma significativa a la defensa de la República ante el peligro y a la construcción de un moderno Estado-nación liberal. ¿Cómo es posible que una tipografía tan recóndita y laberíntica –las colonas de Ixtacamaxtitlán inspiraron a Cortés para comparar a México con un pañuelo arrugado– haya contribuido tan considerablemente a la evolución política de México durante el tumultuoso siglo XIX? Durante el transcurso de este libro surgirán dos explicaciones. La primera es la ubicación estratégica de la Sierra de Puebla, que preside la ruta entre la capital y Veracruz. Todos los interesados, extranjeros y nacionales, buscaron aliados en la Sierra Norte con el objetivo de controlar dicha ruta. El segundo factor fue la compleja étnica de la Sierra y el legado de autonomía comunitaria y seguridad en sí mismos. Los forasteros que buscaban aliarse con los pueblos de la Sierra descubrieron que los serranos eran buenos negociadores y velaban por sus intereses.

            En 1519 Cortés tuvo que dominar la geografía política de la región antes de poder derrotar a Tenochtitlán. De hecho, las primeras alianzas hispano-indígenas se formalizaron con los señoríos poblanos. Durante las guerras de la Independencia, el control de Zacapoaxtla fue crucial a la hora de permitir al gobierno monárquico oponerse a la insurgencia que envolvía gran parte de la provincia y de defender la segunda ciudad de la Nueva España. En 1862 los franceses se vieron engañados en principio por la facilidad con la cual los americanos quince años antes habían ocupado la capital del estado y la meseta central. Pero pronto descubrieron, al igual que los conquistadores, que tanto en la Sierra como en la meseta tenían que procurarse amigos y alianzas y que, solamente entonces, la fuerza expedicionaria europea podría desplazarse para tomar la capital. Durante los primeros tres cuartos del siglo XIX, el estado de Puebla se encontró completamente en primera línea de combate de las principales luchas internas y externas de México. Sin embargo, hasta la revolución de Ayutla en 1854, los enfrentamientos se centraron principalmente en la meseta central. Puebla de los Ángeles sufrió diez asedios entre febrero de 1821 y octubre de 1856, el más largo durante el verano de 1834 que duró sesenta y dos días. Desde el inicio de la insurgencia en 1810 hasta la guerra contra Estados Unidos, la Sierra gozó de una relativa paz y prosperidad. Con la formación de la guardia nacional en 1847 la Sierra creció hasta asumir una mayor importancia política y militar.

            Cuando la revolución de Ayutla se enfrentaba a su mayor oposición entre octubre de 1855 y octubre de 1856, Juan Álvarez envió a sus mejores generales a la Sierra para prevenir una insurrección respaldada por la Iglesia. Cuando la reacción de los conservadores a la Reforma adquiría fuerza en enero de 1858, Benito Juárez siguió guarneciendo la guardia nacional de la Sierra a fin de proteger el territorio del corredor estratégico México-Veracruz continuó hasta la derrota del Segundo Imperio en julio de 1867. Con la restauración de la República, la rectitud de Juárez hacia el liberalismo marcial y patriótico de la Sierra cambió. Entre 1867 y 1876 la Sierra Norte de Puebla resultó ser uno de los mayores obstáculos regionales para los esfuerzos de Juárez y su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, de blindar el poder federal. De igual modo, Porfirio Díaz encontró a sus aliados más fuertes y leales en la Sierra de Puebla, a quienes recompensó tras la victoria en la hacienda de Tecoac en altiplano de Huamantla en noviembre de 1876 (Tecoac fue también el sitio de la primera importante victoria militar de Cortés en el altiplano en 1519).

            Así pues, existe una larga tradición de la Sierra de Puebla como reserva estratégica de los conflictos mexicanos nacionales e internacionales de gran alcance. Venustiano Carranza, como Cortés y Juárez, intentó forjar alianzas en la Sierra Norte en primera instancia, antes de desplazarse de Veracruz a la capital en 1914. En 1921, confiado en la protección de Gabriel Barrios (el sucesor de Lucas), el Primer Jefe escogió la misma ruta como salida segura del país, con consecuencias nefastas.

            Si la Sierra ofrecía a todos los interesados una posible reserva estratégica, fue un solo distrito el que contribuyó desproporcionadamente al éxito de la revolución liberal durante el siglo XIX. Apartada e inaccesible, Tetela de Ocampo fue el hogar del presidente interino de la República Juan Nepomuceno Méndez en 1876, de dos gobernadores de estado (Méndez entre abril y septiembre de 1867 y 1880-84, Juan Crisóstomo Bonilla, 1876-1880) y del cacique nahua, Juan Francisco Lucas, cuya influencia en la Sierra Madre Oriental, que se extiende de la Sierra de Pahuatlán en el estado de Hidalgo a la Sierra de Zongolica en Veracruz, abarcó el periodo entre la revolución de Ayutla en 1854 y su muerte en febrero 1917. Ningún otro líder indígena desempeñó un papel tan notable en la formación del Estado mexicano a lo largo del siglo XIX.

            Este libro indaga en los orígenes del patriotismo liberal de la Sierra e intenta explicar por qué la Sierra y los serranos desempeñaron un papel tan importante en la historia política del sureste de México durante el siglo XIX e inicios del XX, periodo abarcado por tres grandes revoluciones mexicanas: La Independencia, la Reforma y la Revolución.

(Por la transcripción: Marissa Flores/Taller de Periodismo Narrativo)



[1] De Hilario Frías, “Oración” Corona Fúnebre dedicada al señor Gen. De División Juan N. Méndez por algunos ciudadanos de Tetela de Ocampo, amigos y admiradores del Ilustre Soldado del Progreso y la Democracia México. Imprenta de Daniel Cabrera, 1895.

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