• Gabriel Wolfson
  • 18 Julio 2013
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Por: Gabriel Wolfson

 

Como muchos miles de jóvenes poblanos Mario Ramírez tomó el rumbo del norte en los años noventa. Esta es su historia de sobrevivencia en Nueva York escrita de manera impecable por el novelista Gabriel Wolfson, quien aquí da cuenta de la enorme ventaja que lleva un escritor cuando se decide a incursionar por el periodismo desde el género de la historia de vida. Es un relato entrañable que envolverá al lector de inmediato, y que al final le revelará la profunda transformación que vive la sociedad mexicana provocada por el éxodo de sus hombres y mujeres jóvenes.

Como Mario, el cocinero de Coney Island.


1.

Soy de aquí de Cholula, de San Francisco Acatepec. Trabajaba en una empresa de muebles. Servía como chofer, ayudante o para depositar cheques. Era el mozo, hacía de todo. Tenía veintisiete años.

            Desgraciadamente, o no sé, a veces el no planificar la familia hace que ya no pueda uno. Las deudas van subiendo de nivel. Llega un tiempo en que, por la ansiedad, uno le dice a su pareja: “¿sabes qué? Aquí ya no está bueno para nomás sobrevivir”.

            Por los hijos, más que nada. Porque yo… mi papá me dio un lugarcito para estar ahí con él. Pero cayendo cuatro de familia, en un solo cuarto, pues no redituaba. La mayor tenía siete años. Y de ahí en adelante cinco, tres y uno.

            Había venido un familiar de Estados Unidos, un primo. Me vio y me invitó a pasar una temporada allá. “Cuando quieras”, dijo, “aquí está mi teléfono, mis datos. En tanto tú quieras salir, me dices y yo te echo la mano, para eso estamos”. Él ya llevaba mucho allá, se fue desde el 82. Iba y venía, aunque no tuviera documentos. Ya conocía el modo.

            Aquí con los cuatro hijos, pensé, no vamos a tener para sobrevivir. Y las deudas seguían creciendo. Era el año 97. El trabajo variaba. Unas veces me iba bien. Pero en semanas había descuentos. Y no había Seguro Social para los muchachos. Un día, en la desesperación, llegué a la casa con toda la frustración. Le dije a mi esposa: “¿sabes qué? La opción será esta que me están dando. Me voy a Estados Unidos”. “Estás loco”, me dijo.

            Nunca lo había considerado antes, nunca. Pero además recordaba las fotos que le mandaba mi primo a mi tía. Todo era distinto, él era otro, el paisaje era otro. No es la realidad: a veces se va uno con la ficticia. Todo en charola de plata en esas fotos.

            Sólo pago mi deuda y me regreso. Ésa era mi mentalidad, irme a lo más seis meses. “¿Cómo crees?”, me dijo mi esposa, “aquí me vas a dejar con los muchachos”.

            Eso fue en la noche. Al día siguiente fui a hablar con mis padres. “Me vas a dejar aquí con todo el paquete”, me dijo mi papá, “imagínate los cuatro chicos, el pequeñito te va a buscar mucho. Los otros no tanto, ya te conocen”. Pensó que ya no regresaría.

            Soy el mayor de seis hermanos, yo llevaba la batuta de los demás. Eran solteros, todavía no se juntaban bien. A mi mamá le causó tristeza lo que les dije. Nunca nos habíamos ausentado demasiado tiempo, somos de familia unida. Mi papá no entendía. “No, papá, ya tomé la decisión.” Mi mamá me preguntó cuánto necesitaba de pasaje. “No sé”, le dije, “tengo estos seiscientos pesos”. Mi mamá me apoyó con otros quinientos. Me los dio y se puso a llorar. Mi papá me dijo que al menos me encaminaba a la estación.

            En un día lo decidí. Lo hablé con mi esposa, con mis padres, y al día siguiente me fui. 



2.

La verdad desconoce uno. Pero en la estación, en el autobús a México, encontré a una buena persona. Esa chica ya había ido y venido. Me dijo: “y tú, ¿adónde vas?” Yo pensaba viajar en autobús. Pero ella decía que mejor en avión, que el boleto salía como en setecientos pesos. De México a Tijuana. Dijo que había vuelos más baratos fuera de Aeroméxico. “¿Y por qué te vas?”, me preguntó. Le expliqué mi problema, mi deuda. Le conté que iba a Nueva York con un familiar a ver si me echaba la mano. Ella iba para Nueva Jersey. Ya había ido dos o tres veces, era de Matzaco, en Izúcar de Matamoros. Fue una suerte encontrármela, que se sentara junto a mí en el autobús.

Si no, me habría ido a ciegas, preguntando.

Ella me dio su nombre, pero perdí contacto. Volamos a Tijuana y ahí ya cada quien. Se portó a todo dar la muchacha, me enseñó cómo es esto.

Nunca había viajado en avión. Mi primera y única vez. Bueno, y de regreso. Pensé: a ver si esta cosa no se cae antes que yo. Me persigné. Antes de bajar uno del avión en Tijuana, sube Migración, migración mexicana. Quieren saber si no es uno centroamericano, le hacen a uno preguntas, que si de dónde vienes, qué buscas, qué vienes a hacer a Tijuana. Ella me había aconsejado decir que iba a visitar a un familiar. “Tú no te pongas nervioso”, me había dicho, “contesta lo que es”. “¿De dónde vienes?”, me preguntaron. “De Puebla”. “¿Qué se da, qué hay en Puebla?” “Pues el mole poblano, los camotes, el chile en nogada.” “A ver”, me dijeron, “cántame el himno nacional”.

Bajamos del avión, me entregaron mi identificación personal y fui a una caseta de larga distancia para hacer contacto con mi familiar en Nueva York. Me dijo: “¿Pues dónde andas?” “Ya estoy aquí”, le dije. “¡No te creo!” “Sí, ya estoy en Tijuana.” “¿Y cómo llegaste?” Le conté del viaje, la ayuda de la chica. “¿Y no la traes contigo?”

Mi primo me consiguió el nombre del hotel. El Million Dollar. Fui y pedí una habitación. Sería la una de la tarde, hora de Tijuana. Yo creo que, mientras tanto, mi primo haría el contacto con el coyote. Del hotel se acercan unos empleados para recomendar sus propios servicios para cruzarlo a uno. “No, no necesito de eso.”

Y yo a esperar.

En el cuarto del Million Dollar pensaba si ya habrían comido mis hijos. Los había dejado durmiendo muy temprano, no me despedí. Me preguntaba qué iba a pasar. Mi mentalidad era: llegando, a lo que uno va, darle duro al trabajo para poder pagar la deuda. No quería pensar en otra cosa. Sobre todo porque se ven personas diferentes, que lo acechan a uno. Es un lugar desconocido, hay ese temor de que igual lo asaltan a uno o hasta lo matan. Pero ya está uno ahí, hay que jugársela. Llegaban las chicas al hotel ofreciendo servicios de otra índole. “No, ahorita no.”

Estuve unas horas en el hotel. Entre dormir y pensar. Relajarme. Estar tranquilo.

 

3.

Como a las seis de la tarde hizo contacto la persona. Un hondureño, un muchacho hondureño, un chiquillo ¡de dieciséis años! Pensé: ¿ésta es la persona que me va a ayudar a cruzar? Preguntó por mí y yo bajé. Me dijo: “ahorita vas a subir a tu habitación por tu mochila porque vamos a salir”. Yo sólo llevaba dos mudas y mi credencial de elector, ni revista ni fotos, nada. El chico este me dijo: “Mira, vamos a abordar aquí el autobús, vamos a ir hasta…”. Dijo Colonia Héroes, yo no sé, uno desconoce las colonias de allá. “Pero tú sígueme a una cierta distancia, con prudencia, unos cinco o seis metros. No te cierres conmigo, como si no fuéramos juntos.” Me dio a entender que a veces llegaban los policías a molestar.

            Hay una tarifa por persona que cruzan, más los gastos desde San Diego hasta el lugar adonde uno vaya. Mi primo lo había arreglado así: “Tú me entregas a mi familiar en Nueva York, así venga como venga, y entonces te entrego el dinero”. Hay muchos que cobran y se olvidan, abandonan a la gente. Ya en Nueva York mi arreglo sería con mi primo, para pagarle apenas consiguiera trabajo.

            Nos tenían en una cabañita, ahí van juntando a las personas. En el cerro, en los límites de la ciudad. Éramos diecisiete, todos mexicanos: Durango, Guerrero, Oaxaca, Puebla, Michoacán. La mayoría hombres. Iban dos niños. También una señora embarazada. Su esposo no podía regresar para acá. Ella quería que su marido conociera a su bebé, entonces lo llevaba para que naciera allá. Mientras nos iban juntando, platicábamos: que de dónde eres, que de tal parte, ¿tu primera vez?, sí. La mayoría llevaban más o menos un mes en Tijuana. Ya habían hecho el intento de cruzar, pero los retacharon. Una señora dijo: “Ora sí que a ver si la llevamos derecha. Mire usted, ya tengo ámpulas en los pies”. Era una señora grande, tendría sus cuarenta y cinco, cincuenta años. Era de la costa de Guerrero, la colonia La Laja, de Acapulco. Otro dijo: “Pos ojalá y nos vaya bien. Yo, cabrón, ya salí hace treinta días de Guadalajara y nomás no puedo pasar. Una ocasión hubo en que estuve aquí en el cerro tres días, me abandonaron los que me traían y me la pasé comiendo sólo tunas”. Son cerros desiertos.

            Nos llevaron hasta La Rumorosa, Tijuana estaba muy vigilada. De ahí cruzamos hasta San Diego. Caminamos como diez horas, toda la noche. De las ocho de la noche hasta seis de la mañana. 




El chavo hondureño nos había avisado: “ahorita vamos a caminar mucho. Vamos a cargar dos galones de agua porque vamos a caminar un rato”. Él era el guía. Tenía una experiencia divina. Se puso su toquezón y vámonos. Hasta atrás va otro, que nos va arreando. De mal nombre le decían el Torombolo: “Órale pollos cabrones, ¿querían conocer estas tierras? Pos órale”. Se desespera porque a veces llevan gente grande, ya mayor, que no puede con sus mochilas. El guía nos ofreció un toque. Pero no, la verdad no. Mi temor era la chica embarazada, ya no podía más, venía flaqueando. El de atrás decía: “Échele. No podemos esperar”. Es un dinero que ellos pierden si alguien se queda atrás. Muchas veces los abandonan, no les importa ya: me llevo trece y aunque queden cuatro no importa. Para ellos es más redituable que lleguen tres personas a que pierdan todo. 


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