• Juan Carlos Canales F.
  • 30 Mayo 2013
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Por: Juan Carlos Canales F.

 

“Este texto no pretende ser un trabajo crítico o interpretativo de la obra de José María Pérez Gay --dice Juan Carlos Canales F.--. Es el más simple y llano testimonio de un ejercicio de admiración.”




Juan Carlos Canales F.: poeta y ensayista, nació en Puebla el 23 de septiembre de 1959. Realizó una maestría en Literatura española, en la UNAM y otra en Teoría psicoanalítica. Actualmente es profesor - investigador de tiempo completo en la BUAP. Ocupado todos los domingos por la mañana en el análisis de la realidad mexicana y poblana en su Territorio del Nómada, en Radio BUAP, Juan Carlos alumbra con un ánimo corrosivo y bien humorado nuestra vida diaria desde la crítica del pensamiento contemporáneo.

Los ensayos y novelas de José María Pérez Gay lo llevaron tanto como sus propios viajes a ese territorio bello y terrible del siglo XX en la Europa central, depositaria por igual de la corriente liberal más profunda que del autoritarismo más atroz.

(Ilustración de portada: Paul Honiger, Café Jotsy, 1880)

El imperio perdido, de José María Pérez Gay, Cal y Arena, México, 1996, Séptima edición (ISBN: 968-7711-74-4)


Esta historia desolada y apasionante cuenta los últimos años del imperio austro-húngaro a través de la vida y obra de cinco grandes escritores del siglo XX: Hermann Broch, Robert Musil, Karl Kraus, Joseph Roth y Elias Canetti.

El imperio perdido de José María Pérez Gay logra un tour de forcé infrecuente en el ensayo mexicano: la unión finísima y poderosa de la tensión de la novela, el amor de la biografía y el rigor de la historia social y literaria. De esta encrucijada rara y dichosa, José María Pérez Gay extrae relatos desaforados e inolvidables: tristes historias de amor, terribles lecciones políticas, crítica de libros magníficos, aforismos, cartas, diarios de escritores desesperados que viven el derrumbe de un imperio, la certeza de la desesperanza y, al final, la literatura como un antídoto ante el veneno lento de la realidad.

 

De la impresionante fábrica del pensamiento que fue la ciudad de Viena, Pérez Gay hace un profundo trabajo de reinterpretación y, al mismo tiempo, un apasionado fresco narrativo. Esta unión feliz traspasa la pared entre el arte y la vida de la misma forma, intensa e imparable, en que sus personajes avanzan por la vida y miran el espectáculo de la destrucción: la Primera Guerra Mundial, primero, y el nazismo y la Segunda Guerra Mundial después. Hay otra lección, un hallazgo mayor en las cuidadas páginas de El imperio perdido: la literatura –dice Pérez Gay− es la zona más acogedora de la existencia. Si esto es así, El imperio perdido dejará a sus lectores más aptos para la vida y la literatura.

El domingo pasado murió José María Pérez Gay  (D. F., 1943). La noticia de su muerte me  conmovió profundamente, incluso, mucho más que la del propio Carlos Fuentes, de quien “Chema” fue amigo. Aduzco varias razones- personales e intelectuales- para marcar esa diferencia; la primera, se debe a que el único contacto que tuve con Carlos Fuentes fue verdaderamente ríspido; otra,  que desde la década del 90 su obra novelística perdió lo que me parece su mayor grandeza: la apuesta formal que, históricamente, la había definido como uno de los proyectos literarios más importantes de Hispanoamérica,  en pro de la dimensión psicológica e histórica del personaje. Políticamente, la postura de Fuentes también  me pareció cada vez más  desdibujada y aséptica: lo que decía, podía caber en la izquierda, en el centro, en la derecha o en ninguna parte. Su intento por reconciliar el indigenismo con la modernidad en México, a partir del movimiento zapatista de 1994 me pareció no sólo ingenuo sino engañoso, aunque ante la candidatura de Peña Nieto fue claro y contundente. De los últimos 20 años de la producción de Fuentes rescato, singularmente, su producción ensayística en materia literaria.

Con José María Pérez Gay hablé sólo un par de veces; la última, él acababa de publicar su traducción de Job, de Joseph Roth, posiblemente, la novela más entrañable- no sé si la mejor- de este autor austrohúngaro que registró, palmo a palmo, el ascenso y la caída de Francisco José, y cuya Marcha de Radetzki es una de las zagas literarias más importantes del siglo pasado, comparable a Guerra y Paz o a Los Buddenbrook.   Fue, para mí, un encuentro que sólo puedo calificar de entrañable. De la conversación sobre  Roth, derivamos a la Viena de fin de siglo, en general y, particularmente, buceamos en  los misterios que rodean a Freud y el psicoanálisis. Caminamos  a Alemania: Hanna Arendt y  Heidegger; Sebald --a quien yo acababa de descubrir--  y Enzensberger, figura tutelar de  mis primeros años  de lector.  Por momentos la plática giró en torno a Pessoa y a Lobo (no recuerdo si en ese momento, Chema ya había salido de la Embajada de Portugal o estaba a punto de hacerlo; de todas maneras Portugal era un referente literario común) pero una y otra vez volvíamos a la Europa Central; claro, yo como interrogador;  él, avasallante, respondiendo,  a mis incesantes e incisivas preguntas, con ese maravilloso histrionismo que poseía, y que lo convirtió, también, en un gran maestro.

 La importancia de seguir discutiendo el  Imperio austrohúngaro y particularmente, los últimos años de éste obedece a  que allí se gestaron y consolidaron las fuerzas que pondrían fin al proyecto liberal que había sostenido a Occidente, al menos durante los dos siglos anteriores y cuyos efectos aún seguimos sintiendo. Algo, sin embargo, hay que subrayar, el centro de esta revolución cultural fue el lenguaje; lenguaje –o lenguajes-- que sostuvieron los paradigmas de interpretación del mundo, desde la física atómica, al psicoanálisis; del periodismo al arte. Desde Wittgenstein al Dodecafonismo. Esa Viena fue un inmenso laboratorio en el que se encontraron los componentes más explosivos que moverían al siglo XX, en conjunto. La Viena de fin de siglo no fue sólo un lugar, sino un estado de ánimo y una forma de entender y autocomprender  el espíritu humano; dos acontecimientos bastan para ejemplificar  la efervescencia de aquel momento: el nacimiento simultáneo  del sionismo y del totalitarismo, o la radicalización especular del liberalismo y del marxismo. Recurriendo a una metáfora psicoanalítica, en Viena se llevó a cabo una verdadera revolución edípica.

Por, supuesto, conocía muy bien  El imperio perdido de Pérez Gayque me sirvió como guión para nuestra charla. Hay que decir de este libro, único en su género que, a caballo entre la historia, la sociología,  y la literatura, pero articulando todas esas disciplinas desde el canon biográfico, es uno de los ejemplos más admirables de la producción ensayística mexicana contemporánea, alrededor de las figuras de Hermann Broch, Robert Musil, Karl Kraus, Joseph Roth y Elías Canetti, y como tal, Pérez Gay siempre “subrayó que las visiones individuales en la literatura son las que en verdad cuentan”

Mi idea fija y secreta- dice José María Pérez Gay- era escribir un libro de ensayos sobre cuatro escritores austriacos. Mi propósito: unir la tensión finísima y poderosa  de la novela, el amor a la biografía y el rigor de la historia social y literaria. Si lograba salir adelante  de esta encrucijada rara y dichosa escribiría una suerte  de mosaico biográfico durante el crepúsculo del Imperio (La profecía de la memoria, p. 232)

 José María Pérez Gay no sólo poseía  una admirable cultura libresca; haber sido un paseante incansable -como Walter Benjamin, o como el mismísimo Montaigne, a quienes tanto admiraba- lo dotó, además de una sensibilidad singular  permitiéndole , a su vez, abrevar allí donde otros no se detenían, o señalar los pasadizos secretos  entre dos obras,  dos mundos, o dos hombres.

 Al término de aquella reunión, quedamos de encontrarnos una vez más para continuar hablando de filosofía y de literatura y de su ya  maravilloso Berlín. Todavía tengo la imagen de su  sonrisa inmensa cuando me extendió la tarjeta con el teléfono de su casa,

 Volví en dos ocasiones al Este Europeo; en cada uno de los viajes  redescubrí -o reinvente-  el Imperio austrohúngaro, o sus huellas, ayudado un poco de la mirada de José María. A mi regreso, me hubiera encantado hablar con él del Budapest de Márai; de los bogomilos o de sefarditas búlgaros, como Canetti. ¿Sabes, Chema?, encontré el departamento donde vivió Broch en Viena, o la casa de Holan, en Praga. Estuvo nevando todo el día en Auschwitz, José María,  y tuve ganas de llorar. Anoche tomé un café con Paul Celan e Ingeborg  Bachmann, en Carintia, la puerta a los Balcanes. Llegué hasta Srebrenica y Zapa donde Ratko Mladic- el carnicero de Bosnia- asesinó en unas horas a más de cinco mil musulmanes, y caminé por un campo minado.  Un día, en Sarajevo, asistí  con Theo Angelopoulos a la función especial de La mirada de Ulises, etc.

 Pero inexplicablemente no lo busqué.  Después supe que enfermó y no me atreví a invadir su intimidad. Sin embargo, su estado de salud no le impidió abrazar, incondicionalmente, el proyecto político en el que creyó;  ser- dijo  G. Steiner en su Gramáticas de la creación- es un compromiso. El año pasado leí La profecía de la memoria; me queda la alegría de que este libro es para mí la continuación de ese diálogo, interrumpido hace años.

En algún lugar de Puebla, a 28 de mayo del 2013

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