A Julie Furlong y a Miguel M. Romera, tan lejos, tan cerca
Carta abierta a Luis Maldonado Venegas, Gobierno del Estado de Puebla.
Aceptemos como posible la tesis de que hubo “infiltrados” en el caso de Chalchihuapan; aceptemos como posibilidad que el 9 de julio los pobladores de esa localidad eran movidos por algo más que la sola manifestación pacífica contra una decisión de gobierno. Aceptemos, incluso que la muerte de José Luis Alberto Tehuitle Tamayo se debió a un fatal accidente. Sí, es posible, como todo es ya posible en este país. Pero lo anterior no exime al Gobierno del Estado de Puebla de su responsabilidad jurídica y moral en los acontecimientos del 9 de julio y, mucho menos, de la muerte de un niño de 13 años.
Me pregunto, entonces, ¿qué hace usted como encargado de la gobernabilidad estatal que desconoce, flagrantemente, los grupos de presión que operan hacia el interior del Estado, máxime en el contexto de un férreo control político bajo la gubernatura de Rafael Moreno Valle?
¿Cómo ha sido incapaz de sustraer del “estado de guerra” a un grupo determinado, cuando es reconocido por su supuesta capacidad negociadora; si es cierto que distintos grupos de descontentos en Puebla intentaron varios acercamientos con la S.G.G. para buscar una alternativa a sus demandas, por qué se negó sistemáticamente a una negociación política?
En el caso de que la muerte de José Luis Alberto no haya sido causada por una bala de goma, ¿quién es el responsable de que los artefactos de gas lacrimógeno no hayan explotado debido a su caducidad, incrustándose de lleno en la humanidad de los manifestantes? La tesis del procurador Carrancá puede ser cierta, pero difícilmente creíble. Y en política, no sólo hay que apostar por la verdad sino también por la verosimilitud.
¿Cómo pedir confianza a una sociedad en sus aparatos de Seguridad cuando el origen político de su principal responsable está ligado a uno de los personajes más siniestros de la historia reciente del país?
La única respuesta que encuentro a las preguntas planteadas es que ya sea por desconocimiento o por negligencia el Gobierno de Puebla se ha mostrado incapaz de dar una solución política a distintos problemas sociales, optando, por el contrario, por el ninguneo y la descalificación, en el mejor de los casos, o la amenaza, el chantaje y el garrote, en el peor, y más constante.
Como lo he señalado en múltiples ocasiones, si la muerte de ese niño no pudo evitarse, por las razones que quiera, entonces nuestra vida política ha fallado; pero si la muerte de ese niño pudo evitarse, entonces, nuestra vida política ha fallado doblemente. Y no hay nada que justifique la muerte de un ser humano. No matarás es el principio más elemental que rige la condición propiamente humana.
Después del reparto de culpas, de la mucha tinta que ha corrido, el Estado de Puebla habría de centrarse en el problema que subyace a la reacción social que ha generado el caso Chalchihuapan, y que no es otro que el de la calidad de nuestra vida democrática. De no discutirse éste, el malestar generalizado que priva entre los ciudadanos encontrará cualquier oportunidad para volverse a manifestar y, desde luego, lo hará cada vez de forma más radical. Lo que el caso Chalchihuapan ha dejado ver es el hartazgo de una sociedad ante un ejercicio político eminentemente despótico e ineficiente.
No basta la mera promoción de una imagen para conseguir un mínimo de legitimidad. No basta la construcción de obras faraónicas para convencer a una sociedad de una idea de progreso, sobre todo cuando esa idea es tan endeble y muestra de modo obvio lo más mezquinos intereses. No bastan los desplantes ni los excesos para ser reconocido como verdadera autoridad. ¿Hasta cuándo podrán admitirlo?
La democracia articula dos grandes coordenadas; en una de ellas, si lo quiere, se encuentran los elementos propiamente estructurales que la definen, como la separación de poderes, las instituciones que limitan el decisionismo político y garantizan cabalmente la rendición de cuentas; también, claro, las reglas de la sucesión pacífica del poder y un sistema jurídico racional. En la otra coordenada se ubican los elementos que le dan sentido, la diferenciación entre la res pública y la privada, el reconocimiento de la pluralidad de intereses y creencias, una opinión pública fuerte e independiente y la tolerancia. El vector que une a dichas coordenadas es el de la competencia comunicativa. Sin una competencia comunicativa sostenida en argumentos tampoco la democracia puede desenvolverse. Lo que hoy día la sociedad poblana exige no es sólo el despliegue de esa estructura básica de la democracia sino, fundamentalmente, una mayor amplitud de la competencia comunicativa. No se le olvide.
Juan Carlos Canales Fernández, filósofo y poeta poblano, es catedrático en la Facultad de Filosofia y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.