• Sergio Mastretta
  • 26 Septiembre 2013
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Por: Sergio Mastretta

 

Este sábado 28 de septiembre, en La Casa del Mendrugo en esta ciudad de Puebla, se presentará el libro Entre rémoras y pelafustanes, escrito por el ingeniero José Luis Carvajal Toledo, “el Flaco”, como le conocemos, en el marco del cumplimiento del 40 aniversario de la generación 1973 del Instituto Oriente, entonces todavía llamado Instituto Militarizado Oriente.

El texto que presenta hoy Mundo Nuestro es la presentación del libro escrita por Sergio Mastretta, miembro de esa generación escolar. El libro es un festejo pleno a la memoria de una ciudad que hoy nos parece increíble por su dimensión y su ser provinciano. Los rostros felices de los pequeños futbolistas miran sonrientes hacia un futuro de cincuenta años que ya ocurrió. Son los ojos radiantes como luciérnagas perfectas a la luz del día. Cuatro de esos niños han muerto ya --uno de ellos, Alejandro Arroyo --de pie, el tercero de izquierda a derecha--, hace no más de cinco semanas. Los demás nos vemos todavía ahí, a nuestros 58 años, en un presente que todavía tenemos en la vista, y que el libro del “Flaco” Carvajal  --en cuclillas, con el balón en las manos, al lado del autor de este texto, a su izquierda-- reconstruye con un acierto que ya merecía la ciudad y esa institución añeja, el Instituto Oriente.

(En la fotografía:

Arriba, el jesuita Maximino Verduzco, Ernesto Veraza Mérigo, Alejandro Arroyo (+), Víctor Amaral Sequeira Herrera, Sergio Hidalgo Aguilar (+), Pablo Salgado Carrillo, Eduardo Castillo, Alfonso Carbajal, el Profesor Villalva. Abajo: Gerardo Martínez Blancas (+), Raúl Gil Mejía, Alejandro Gómez Calderón (+), “Flaco” José Luis Carvajal Toledo, Sergio Mastretta Guzmán, Gerardo Cepeda y Jaime Carbó.)

Dos grandes fortunas he tenido este verano del 2013, cuando la generación 73 del Instituto Militarizado Oriente ha cumplido 40 años de haber dejado formalmente el colegio para perderse en las incertidumbres y enredos de la vida adulta.

Las luciérnagas en el bosque de la llamada Sierra Nevada. Y el libro de nuestro amigo el Flaco José Luis Carvajal Toledo con nuestra infancia y adolescencia en el Colegio Oriente.

Hay experiencias en la vida que siempre han estado ahí, al alcance de nuestras manos, y no hemos tenido la fortuna de encontrarlas. Como las luciérnagas de Nanacamilpa, a no más de una hora y media de la ciudad de Puebla. Hasta este verano pude recorrer el bosque de luciérnagas en las faldas de la montaña Iztaccíhuatl en una noche de lluvia, caminé envuelto en la oscuridad del bosque y en la profundidad de esas luces infinitas,  y contemplé  sometido la pequeñez de mi existencia. Las vi incandescentes y fugaces, por miles, y comprendí lo inasible del mundo, como las imágenes propias de un pasado que prende y apaga ante nuestros ojos.

Hay experiencias en la vida que con el paso del tiempo se vuelven igualmente inasibles. Están ahí, pero dejamos de verlas en absoluto, como si nunca las hubiéramos vivido. Los intensos años de la escuela, por ejemplo. Leer el libro de José Luis Carvajal Toledo, el Flaco,  me ha permitido recuperar una parte fundamental en la historia de mi vida. La historia colectiva, la historia de todos nosotros, una historia que suma muchas más luces que las que yo pude entonces observar, y que se prenden con muchísima intensidad al alumbrar territorios ocultos de la memoria.

Luces que se prenden y apagan en la memoria del lector. Una memoria comprometida con cuarenta años ausentes, la vida para la que nos formaron la familia y la escuela, y que sólo lograba ir más lejos en impulsos intermitentes que nos sumían en la nostalgia y en el vacío.  Son las luciérnagas que fuimos. Pero esas luces están ahí, y responden de inmediato al libro que las enlaza para conformar espacios que poco a poco, con la serenidad de la plena madurez, reconstruyen momentos largos y felices de los que fuimos actores, y que de repente se reproducen con precisión cinematográfica: el salón de clases convertido en caverna milenaria por adolescentes brutales; el olor del gis que borra todos los sudores de los patios futboleros;  el rostro iracundo de un maestro que en nuestro desmadre encuentra la inclemencia y la razón de su profesión; la soledad absoluta de la mente en blanco ante un examen diferencial vigilado por el capitán León con todo el rigor de la disciplina de las fórmulas integrales.

Así que se trata de mirar la vida nuestra en las ensoñaciones luminosas abiertas en el  libro del Flaco. La trayectoria de doce años en la vida de un grupo de chamacos en una ciudad entonces pequeña, incapaz de cruzar el rio Atoyac, atrincherada en San Manuel y recorrida en la línea Central San Matías. Porque de todas las luces del libro, una de ellas te alumbra de inmediato: la ciudad de Puebla sesentera, desde la que plantamos nuestra mirada al mundo, con sus encierros ideológicos y su cerco campesino antiguo, entre montañas y pueblos que marcaron nuestro destino.

El Flaco cuenta su vida y la nuestra con recursos narrativos certeros y funcionales: acude a los libros anuales de recuerdos, que por desgracia se interrumpieron en 1969; recupera las fotografías de eventos fundamentales, y para nombrar algunos, los salones de clases en la primaria, el patio de recreo en la secundaria, la guerra contra el Zaragoza en el desfile de 1970, las excursiones del CAIMO al Iztaccíhuatl, las caminatas a Tepetzintla por la Sierra entrañable, el Interjesuítico de León --uno de tantos de nuestros fracasos futboleros--, la madriza en el campo de fut entre 5to A, 5to B y 5to C --con Amado Fernández fotógrafo comprobando que erraría la profesión--, la borrachera infernal en Agua Azul --con una precisa descripción del carácter de los participantes por el Flaco; aprovecha las aportaciones en cascada que en los últimos años, y coordinados por Jaime López, le llegaron por correo electrónico, con una genial de Ramón Lozano relativa a las ventosidades humanas y otra particularmente aleccionadora, la del CAIMO por el Mostro Hernández López, conmovedora en su narración de la trágica muerte de Chucho Reyes llevado por las aguas del río Apulco aquella tarde de 1971 en Mazatepec. El mismo año, por cierto, de la muerte violenta de Gerardo Alarcón Cardoso en su casa de la 13 Poniente en el barrio de Santiago.

Y de ese conjunto, la pasmosa habilidad de Cirilo Morales para no faltar en ninguna de esas instantáneas miradas. Y de volver a hallar por él el reflejo cándido y luminoso del futuro con el que soñábamos de jóvenes.

Con una estructura elemental (Introducción, Primaria, Secundaria, Preparatoria, Post IMO y Galería Fotográfica Senil), el Flaco nos lleva de la mano en un recorrido estricto, año por año, con la cuenta de las altas y las bajas --por la que al final somos muchos más de los 81 estudiantes que nos graduamos en aquel venturoso 1973--,  hasta esas tres fotografías últimas de la Preparatoria, la de los encuerados de Agua Azul, la del estricto smoking del Libanés y la de quienes nos quedamos sin baile por lo que ya llamábamos “nuestra conciencia social”.

Doce años que pasan rápido en la lectura del libro, que de manera implacable va abriendo ventanas para que cada quien descubra y amplíe sus propias habitaciones.

Los salones: el de la seño Pando y sus borradorazos, el de la seño Jose y su sencillez, el de la seño Spor y su senilidad inmaculada; y por ahí el de la geógrafa Espejel -- fundamental para nuestros pininos en la orografía--, el de Palou y sus concursos apocalípticos, el del patio de todas nuestras insolaciones y luchas, el de la salida con el Trácalas como predicción de la vida mágica que nos esperaba.

 Las anécdotas: las insuperables del Capi León --con el recuento particular de la rebelión encabezada por Luis Fernández--, las magistrales del Mayor Flores, condensación del humor y la disciplina, las indescriptibles de la infernal Motoneta, las geniales de Rigoberto Orozco, las institucionales y amorosas del Pollo Ruiz Ugalde, las militarizadas --como la escapatoria en masa del inefable 3B de la furia del teniente Pomposo. O las desconocidas, como el viaje a los confines de Chiapas en aventones por cuatro amigos encabezados por el nativo Chávez Pedro.

¿Qué es entonces este libro que nos ha dado el Flaco con nuestra memoria?

Es una casa construida para que cada quien abra en ellas sus propias habitaciones; es un teatro con escenarios múltiples y telones que suben y bajan a nuestro arbitrio, con escritos indelebles que aparecen a la luz de nuestros recuerdos instantáneos; es una vieja cámara de cine que echa a andar foto tras foto una generadora voraz de historias.

Es también la historia del Flaco: de su casa, de su calle, de su familia, de sus amigos más cercanos como el Benjas Canales, de sus novias y sus amores que no dejaron de maltratarlo, y ahí va el futbol de por medio. Es una historia de sus soledades rigurosamente recompensadas en las tardes con los amigos. Es el Flaco que conocemos, irreverente, chingaquedito, feliz y mamón pendenciero, una mezcla perfecta de todos nosotros, honesto, pupilo exquisito de Palou, Carral, Flores Narro y el Capi León, implacable consigo mismo e inteligentísimo para hallar lo que más le duele a cada uno. Y no queda uno vivo, con una franqueza insufrible, gota a gota, virtudes y defectos. Es una caja de memorias, de arlequines y demonios que al abrirla te confirma que no están sueltos, que los llevas adentro.

Un interrogante queda abierto en el libro, y que merece respuesta de todos sus lectores: ¿por qué llegamos divididos a esa graduación? ¿Por qué, si estuvimos todos en Agua Azul, fuimos incapaces de bailar juntos?

Hace poco, apenas en julio de este año 2013, han muerto dos amigos viejos. Agustín Arroyo y Arturo González Astudillo. Desafortunadamente no son los únicos que ya se han ido. “Cuando un amigo viejo muere se lleva parte de la vida de uno --escribí para ellos--. Y es imposible no pensar en la propia muerte, como si su partida fuera una señal certera de que el camino que sabemos que lleva a ningún lado está próximo a su final.”

El libro del Flaco, con una fuerza amorosa que nos rescata a esta altura de nuestros cuarenta años posteriores a esos luminosos tiempos de nuestra vida juntos, es el mejor homenaje que les ofrecemos a quienes ya se han ido.

Para ellos, nuestras luciérnagas juveniles encendidas para siempre.

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