La vida en el vuelo de los cuerpos detenidos, frágiles, irrebatibles en su fuga.
La lucha libre un lunes en la Arena Puebla. La lengua desatada en los nombres de los héroes: Pierroth, Mr. Niebla, El Olímpico, Morphosis, La Sombra, Máscara Dorada, Espíritu Maligno, Último Guerrero, Disturbio…
No sé de luchas, no soy fotógrafo. Y sin embargo esos instantes nos retratan tanto. La vida es lucha, decían los Jesuitas en el Instituto Militarizado Oriente. Pero también es un juego. Y a veces todo es luminoso y preciso, y otras la realidad es fugaz, movida. Como una foto de luchadores en manos de una cámara inexperta.
Eran los años sesenta, la ciudad olía a gritos de FUAS y Carolinos en su disputa por el mundo. Mi primo Javier y yo íbamos a las luchas, caminábamos sin prejuicio alguno desde el barrio de Santiago hasta el edificio de la 13 Oriente. La ciudad era un ring alebrestado por el griterío del público: todos contra los rudos angelicales y demoniacos, y todo era lamento por la suerte de los sufridos técnicos. En la mascarada, comunistas y clericales arriaban banderas a las dos de la tarde, dejaban cadenas y piedras, y se iban a comer a casa. Las viejitas plañideras en la iglesia de Santiago eran las viejitas de las mentadas a los rudos. La ciudad se me ocultaba en una máscara, toda ella era grito y fuga.
Cincuenta años después todavía me pregunto quiénes eran unos y otros.
Todavía están las máscaras vivas. Las encuentro colgadas de los postes.