• Ángeles Mastretta
  • 16 Mayo 2013
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Por: Ángeles Mastretta

 

No la puedo entender sin ellos. El Popo, el Izta. Su presencia insondable. Sus silencios abismales. Sus mil rostros, su ser monolito.  Son los volcanes de Ángeles Mastretta. Contienen su literatura, le recuerdan su ser pasajero. Para aprender a mirarlos con ella, para sentirlos nuestros. Para asumir que ahí seguirán sin nosotros.

La famosa foto de Raúl Gil, de la erupción de 1994,ilustra esta selección de textos.

Aquí está la Iztaccíhuatl impávida, impredecible y sola como toda mujer dormida junto a un guerrero que, desde hace cuatro millones de años,estalla a cada tanto cubriéndola de cenizas y lumbre.Yo no concibo el mundo sin los volcanes atestiguando las luces de este valle, acompañándonos la vida entera mientras pasa un instante de sus vidas. Ni siquiera imagino al mar que tanto venero, sin los volcanes como la contraparte de su inmensidad. Quienes fundaron Puebla en este valle, movidos por la imaginación y los sueños del Renacimiento, supieron elegir el paisaje. Ser de Puebla, a pesar de la fama de insondables que no sé cómo hemos creado, es ser de todas partes, es heredar la vocación ecuménica de las muchas generaciones que han mezclado aquí su fantasía y sus linajes. Ser de Puebla, para nuestra fortuna, es ser mestizo, es ser hijo de viajeros, de peregrinos, de asilados. 


            Por eso cuando ando por Puebla ando un poco por todas partes.

(Patria de mi infancia, El Cielo de los Leones)

 

¿Cómo tendré las manos cuando muera? ¿Agradecidas? De

cuántas cosas tendrían que estar agradecidas. Vieja como una araña,

abandonada en el sol, mirando a los volcanes, cínicos, eternos, triunfando una

vez más sobre otra vida humana. Así podría morirme a los noventa y nueve, y

estaría agradecida con la muerte. Agradecidas yo y mis manos viejas que

habrán tocado casi todo lo que alguna vez ambicioné.

            (Adelantos de la propia muerte, El mundo iluminado)

 

            Volví de esos dos viajes harta de andar vendiendo libros, harta de la distancia y segura, completamente segura de que disfruto nuestro país como al mejor del mundo, de que todos los lujos que ambiciono caben en él. Y eso quiero contar, el regreso a esta trampa, a esta diaria, inagotable sorpresa, a esta paz llena de quejas, cercada por un volcán que echa cenizas y un cielo que cada tanto amenaza con caernos encima con sus trescientas imecas.

 

            (…) Así que una semana después me permití una tarde entera caminando bajo

la luz y las sombras de ese prodigio que ha sido siempre el volcán Popocatépetl.

Ahora mejorado, cosa que nunca imaginé posible, porque escupe cenizas

recordándonos la magnitud de su fuerza y su paciencia. Dijo Borges que no se

puede contar la felicidad. Borges siempre dijo bien. A los otros les aburren las

alegrías ajenas, a uno lo avergüenza permitirse la descripción minuciosa del

cielo que lo trastocó. Peor aún, no sabe cómo reducir a palabras la ingenua

dicha de caminar sobre la tierra en que nació con la boca abierta y las horas, el

aire, el horizonte y la parentela como la más imprescindible compañía. Mientras

caminamos mi cuñado se empeña en convencerme de que ha visto atardeceres  más deslumbrantes.

            (Vivir con lujo, El mundo iluminado)

 

            Un rito aún más importante —movido por un deseo cien veces más decisivo que cualquiera de los otros ritos— incluso, en el que nos enseñó a reverenciar la democracia. Cada   quien crece donde le toca, yo crecí lejos del mar. Creo que por eso les temo a los  volcanes y nunca intentaría escalarlos, pero en cambio voy al mar como a las tentaciones.

            (Las olas: ritual y democracia, El mundo ilumindo)

No sé cuántas tardes de nuestra vida hemos visto morir acunadas por la luz enigmática y embriagadora de los volcanes. Nunca me pregunté las razones de mi atracción por ellos. Me bastaba su imponente belleza para considerarlos cosa sagrada, me bastaba saber que estuvieron ahí cuando abrimos los ojos a su presencia y que tenían tomada nuestra vida desde la edad en que los recuerdos aún no empiezan a serlo. Impávidos y heroicos, insaciables y remotos.

(…) Era inocente la leyenda náhuatl del amor entre los volcanes que escuchamos de niños, pero más inocente ha sido siempre la leyenda en que vivimos quienes nos atrevimos a considerarlos nuestros, como si fuera posible poseer completos sus peligros y acantilados. Los volcanes, los extraordinarios volcanes han convocado la pasión, el delirio, la religiosidad y la vena aventurera de tantos de nuestros antepasados, que duerme bajo su nieve más sangre y más dolor del que imaginamos, del mismo modo en que han propiciado más sueños y riquezas que los engarzados en la bucólica paz con que los contemplamos creyéndolos nuestros.

(Presentación del libro Los Volcanes Sagrados, de Julio Glockner)

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