• Jean Efrem Lanusse
  • 03 Mayo 2013
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… ¡Los franceses van a entrar!

Hay que franquear todavía un foso ancho y profundo… un obstáculo tan serio como imprevisto. Pero nuestros hombres se sienten electrizados a la vista de la bandera que ha sido plantada orgullosamente contra el borde de la contraescarpa, a unos cuantos pasos de las bocas de los cañonea mexicanos. El valiente que la conducía cae mortalmente herido por una bala. Un suboficial toma su sitio de honor y cae a su vez. Entonces, un zuavo de barba gris que tiene fama bien sentada de bravura y que gracias a ello puede llamar “mis muchachos” a sus oficiales empuña a su vez la bandera y la hace ondear por encima de su cabeza, con un gesto de desafío. “¡Vengan a buscarla!”, grita con voz de trueno. Pero de pronto, con un movimiento convulsivo, estrecha contra su pecho aquel tesoro precioso, se desploma y rueda con él hasta el fondo del foso.



Nuestros soldados acaban de bajar a las profundidades del último abismo que les separa del fuerte… ¿Tanto valor, tanto heroísmo, irán a estrellarse contra las murallas del viejo convento? Todas las miradas se tienden en busca de una brecha, por estrecha que sea. De una grieta, de una piedra sobre que apoyar el pie… Ya comenzaron a escalar… el uno monta sobre los hombros del otro… se profieren gritos… se comunica el ánimo…se da valor… Otros llegan… Se hacen nuevos esfuerzos… Resistid, mis muchachos, un poco más de resistencia… Vienen nuevos compañeros, que tienen también, como vosotros, la voluntad firme de vencer. Se recargan contra el muro las escalas traídas por los soldados del cuerpo de ingenieros; bajo un fuego terrible, al alcance de disparos que se hacen a quemarropa, nuestros valientes soldados suben al asalto… ¿Habéis visto jamás un hecho de armas? No, si no habéis participado en él como autores, en cualquier forma que sea. No hay simples curiosos, digámoslo así, para esas hecatombes, para esos esfuerzos supremos de la energía humana. Todos los que están ahí lo están para empuñar un fusil o blandir una espada, si no es que para recoger o bendecir a los caídos.

Ya he visto varios asaltos, he asistido también a varios de ellos. ¿Qué siente uno en medio y cerca de esos luchadores terribles? Yo creo que no se me podría responder sino en el instante y en el lugar mismo… Aun así, ¿podría explicarse con palabras lo que pasa dentro de uno? Dudo que sea así. Pero de todas maneras, con sólo pensar en ello, siento como un estremecimiento que gana todo mi ser. Podría quizás describir lo que me ha tocado ver en esos instantes solemnes, espantosos, supremos para la vida del hombre… pero decir lo que se siente… imposible y jamás. Todos los autores de dramas así de terribles repetirán lo que acabo de afirmar.

El general Negrete estaba en el fuerte con numerosos defensores a los que había reforzado con tropas enviadas desde el centro de la ciudad. Había diez piezas de artillería y obuses de montaña. Alrededor de la iglesia, un reducto defendido sólidamente por tres líneas de fuego superpuestas.

Desde lo alto de esas terrazas, que todavía paréceme que contemplo, los tiradores, protegidos detrás de sacos de arena, abrían brecha en la masa compacta de los asaltantes.

Ya comenzáis a comprender las fases de esta lucha terrible… podéis también ver a nuestros soldados descendiendo hasta las profundidades del foso. ¡Qué ir y venir…! Buscan por dónde llegar hasta las murallas… Animan mutuamente…Se llaman… Ved ahí a uno suspendido de una piedra que no sobresale apenas de las del resto del muro… Aquel otro que ha metido la mano en una grieta cualquiera. NO han dejado por eso sus fusiles… Otros se izan, se empujan, se sostienen… Se llega hasta lo alto, a pesar de la fusilería, a pesar de la metralla, que se dispara a boca de jarro… Se contemplan hechos de armas como difícilmente la historia volverá a registrar. Entre los dichosos que han llegado hasta lo alto del muro, está el clarín Roblet, de los cazadores… ¿Escucháis acaso con qué furia, entre una granizada de balas, les hace oír a sus camaradas las notas brillantes de la carga, de una carga propia para destruirlo todo, para ponerlo todo de cabeza para llegar a donde él está?

El clarín Roblet arrebata a sus compañeros… les da fuerzas a fuerza… se le obedece… se llega… hay cazadores y zuavos sobre el parapeto. Ved a esos rostros, a esas cabezas inclinadas hacia adelante que miran buscando a un enemigo. Algunas apenas si han logrado pasar la altura del parapeto con la cabeza o con el pecho cuando una bala los arroja a las profundidades que acaban de franquear. Pero no temáis que los demás se detengan… se sube, se seguirá escalando.

A esta altura se empeña la lucha cuerpo a cuerpo… Qué carnicería tan espantosa… qué encarnizamiento… La sangre corre a borbotones de las heridas anchas y profundas… Las armas chocan, se retuercen… caen hechas pedazos… la sangre corre a torrentes, esfuerzos inauditos en que el hombre ha de vivir un año, muchos años de su vida, en unos cuantos instantes.

Los defensores de la plaza son rechazados por un momento. Ved ahí a esos luchadores terribles sobre la cresta de las altas murallas, al borde de un abismo hasta el que han rodado cadáveres bastantes como para cubrir toda aquella profundidad siniestra. ¡Vedlos ahí, tal y como se ha dicho, leones rodeados de “chacales” que se creen sin embargo suficientemente numerosos como para vencer y devorarlo todo!... Le hacen frente a toda la guarnición que se precipita contra ellos.

Mientras que ese asalto prodigioso se empeña por la izquierda, la columna Morand ataca por la derecha de la posición. ¿Qué les va a suceder a esos muchachos intrépidos, listos siempre y en cualquier circunstancia a cumplir con su deber? Vamos a seguirlos. Se verá que ellos también han sido capaces de hacer prodigios. Y siempre, desde luego, tomando en cuenta que el terreno que tienen que recorrer está también lleno de hondonadas, cubierto de obstáculos de toda clase, sembrado de defensas naturales. De pronto ven ante sí, desplegados y perfectamente emboscados sobre la cresta que une los fuertes de Loreto y Guadalupe, cinco batallones de infantería mexicana que los reciben con un fuego violente de fusilería. ¿Qué importa? Se lanzan al ataque corriendo en línea recta al encuentro del enemigo. Pero en ese momento se descubren las baterías de Loreto, que hasta entonces habían permanecido silenciosas e invisibles y que baten el flanco de la columna de ataque.

El batallón de marina, la infantería de marina y una batería de montaña que habían estado de reserva se precipitan entonces en auxilio de sus camaradas. La batalla se reanuda con encarnizamiento entre aquellos combatientes que buscan la victoria a toda costa.

¡Llega un socorro!... ¿De dónde viene?... Una fuerza de caballería, que trae las insignias de los que forman la comitiva de Almonte, ha salido de Puebla por detrás del Fuerte de Loreto y corre hacia nosotros repitiendo mil veces el grito de: ¡Almonte, Almonte!... Son amigos que vienen… Nuestras filas se abren para recibirlos… Pero no es más que un ardid de guerra, son hombres de la caballería enemiga que cargan contra nosotros con obstinación. No hay ilusión posible… Aun así, se les hace frente con tanto vigor que tienen que regresar al fuerte.

Sin embargo, tomadas entre los fuegos cruzados del fuerte y de los cinco batallones tendidos sobre las alturas, nuestras tropas renuncian a prologar la resistencia frente a una avalancha de metralla y un enemigo tan numeroso y tan bien abrigado. Se repliegan detrás de las primeras anfractuosidades del terreno. Su concurso falta pues al ataque de la izquierda, que continúa desplegando esfuerzos heroicos, hasta el punto de que en las últimas filas de los defensores de Guadalupe, se discute ya acerca de si el fuerte deberá ser abandonado en manos de los franceses. Un camino cubierto que después pude yo seguir une el Fuerte de Guadalupe al de Loreto. Por ahí se hubiera podido descender hacia la ciudad. Sí, los defensores de la plaza fueron rechazados por breves momentos.

Hay patios y callejuelas entre las construcciones del viejo claustro… Levantaos vosotros, sombras de quienes los habitaron en la paz y en el silencio y que dormís hoy en sepulturas que fueron cavadas seguramente por vosotros mismos.

Contemplad esos héroes que vinieron de tierras lejanas. No temáis que hayan llegado para profanar vuestra última morada. No vienen a buscar tesoros ahí donde reposan vuestros huesos y vuestro polvo sagrado. Tampoco vienen a poner desorden en las sepulturas. No luchan contra los muertos ni contra los débiles. .. Vedles luchando contra seres vivos a quienes no quieren vencer sino para resguardar la libertad de los que os sucedieron, por el honor de vuestros altares en cuya defensa todavía muchos más habrán de caer… ¿Qué ha sido de los altares ante los cuales vosotros mismos rezasteis vuestras plegarias? Yo he visto por tierra muchas de esas piedras sagradas, las he visto rotas, profanadas, informes entre el polvo y la desolación de los caminos. ¡Levantaos, pues! Admirad a los defensores de vuestra fe y de la independencia de vuestros hermanos… ¡levantaos!… y orad…

Algunos de nuestros soldados han logrado llegar, a pesar del fuego y del hierro, hasta el laberinto de las viejas construcciones. La lucha se redobla… hay encarnizamiento… matanza…

El número acabó por imponerse… Nuestros soldados han muerto, pero cumpliendo valientemente con su deber. ¿Un hombre de paz puede decir siquiera que gozaron del consuelo glorioso de unos funerales brillantes?... Dormid, hijos míos, dormid vuestro sueño de paz. Yo vendré a bendeciros y a rezar en vuestra tumba gloriosa.

Un solo hombre escapó. ¿Puedo decir que fue de un calvario? No, prefiero llamarlo glorioso Tabor. Fue el clarín de los bravos cazadores de a pie que, parado sobre las trincheras, lanzaba a sus camaradas las notas arrebatadores de la carga. Ya dije el nombre de este héroe, pero lo repito aquí. El nombre de Roblet, del Séptimo de Cazadores, debe pasar a la historia…

Señor general comandante en jefe, ¿es un fracaso el que acaban de sufrir vuestros soldados? No; para vos, el resultado de esta primera tentativa no puede ser dudoso. Por eso no perdéis el ánimo. Por eso mismo tomáis ya un nuevo partido. Comprendiendo la debilidad de la artillería con que contáis y habiendo intentado inútilmente escalar las alturas, franqueando así los obstáculos que se ofrecían a cada paso, la habéis condenado a una lamentable inacción… Sin embargo, todavía podéis aspirar a la victoria. Así está bien, mi general… Hay que saber aceptar las peripecias de una batalla sin dejarse dominar por ellas. Para un comandante en jefe la serenidad representa siempre la posibilidad de hacer nuevas combinaciones o, mejor todavía, de seguir hasta su culminación un plan que se haya elaborado previéndolo todo, pero con subordinación a las eventualidades que pueden presentarse de manera inopinada.

Ahora bien, general, desviad vuestras miradas por un instante de las pendientes de Guadalupe. ¿Qué pasa en la llanura? Dos compañías del Primero de Cazadores que manda el capitán Lellier han permanecido en línea de tiradores, en la retaguardia de ese batallón que sube al asalto. Le hacen frente a los jardines de Puebla y deben proteger el flanco de sus camaradas. Pero de pronto son asaltados por una nube de jinetes mexicanos. Reunirse, al paso veloz, alrededor de su jefe; hacerle frente al enemigo, formando cuadro; presentarle, con sangre fría, un muro inquebrantable, es para nuestros soldados cuestión de un momento. Los escuadrones enemigos que avanzan al galope tendido vienen a estrellarse contra las bayonetas de los cazadores sin abrir una sola brecha en esta muralla erizada de acero. Una segunda carga es rechazada del mismo modo y nuestra ciudadela humana permanece inconmovible. Los huecos que pueden abrirse al chocar contra 1 400 o 1 500 hombres de a caballo se cierran al instante. ¿Cuántos son nuestros cazadores? ¡Alrededor de 130!... Lo cual prueba que en un combate cuentan más el valor y el heroísmo que el número.

El general Lorencez, al rendir parte, dirá:

Esas dos compañías se defendieron de tal modo, que no sabría yo si debería admirar más a los que avanzaron para hacerle frente al fuego de Guadalupe, o a los cazadores que, sin impresionarse por el número de los enemigos que los rodeaban, se agruparon con la mayor serenidad, matando y acabando de dispersar a los hombres de a caballo que los atacaban.


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