• Guillermo Hinojosa Rivero
  • 08 Mayo 2014
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El trio Ludi Musicae

 

Octava de doce partes

En la Universidad Iberoamericana tuve un encuentro extraordinario cuyas consecuencias sigo gozando. Durante un desayuno de profesores en el departamento de ingeniería, uno de los coordinadores, Poncho Álvarez, comentó que él sabía tocar el chelo. La noticia me interesó inmediatamente porque yo quería encontrar alguien con quien tocar música clásica. Entonces no éramos amigos, pero días después, en alguna otra reunión le comenté que yo medio tocaba la flauta y que a ver si algún día podíamos tocar juntos.

Poncho dice que sí a casi todo lo que le piden y aceptó rápidamente que nos juntáramos a tocar. Nos contactamos con Pepe Neve, otro profesor del mismo departamento que toca el violín,  y acordamos reunirnos para estudiar algunas partituras. Poco tiempo después, formamos el trío Ludi Musicae.

Es curioso cómo algunos eventos sin importancia aparente, nos conducen a ser lo que somos. Mientras era yo estudiante de Psicología en México, un día hubo un concierto en el que tocaron alumnos del conservatorio; casi niños. Me dio envidia ¿cómo podían crear tanta belleza? Yo, mucho mayor que ellos, me sabía incapaz para la música. Al terminar su presentación, quería yo felicitarlos y abrazarlos.

Ya antes había yo intentado aprender algún instrumento musical. Un día mi papá llegó a la casa con un órgano electrónico de los primeros que se fabricaron. Ahora entiendo que papá también sentía envidia por los músicos. Pero él era muy sordo y desafinaba al intentar cantar. Además, sus dedos tan gruesos le dificultaban acertar a las teclas.

Mis hermanos y yo quisimos aprender a tocar el órgano pero Bernardo fue el único que lo logró en ese momento. No sólo tocaba de oído las melodías de moda, sino les ponía armonías. Por más que me enseñaba, yo era incapaz de recordar el orden correcto de las teclas y decidí que, como decían entonces, yo no tenía facilidad.

Pero los niños del conservatorio de México me removieron la inquietud y pensé que, aunque me tomara 20 años aprender un instrumento, tendría yo otros 20 o más para disfrutarlo. Por esos días compré mi primera flauta junto con su método. De no haber estado medio alcoholizado, hubiera yo entendido que de nada me serviría el método porque no sabía leer música. Al otro día, con dolor de cabeza, empecé a descifrar la escritura musical como quien se enfrenta a la piedra Rosetta.

Ya han pasado más de cuarenta años y no acabo de aprender. El disfrute de tocar, en cambio, es más de lo que pude esperar mientras veía a los niños con sus violines en mi universidad.

La mejor parte de mi carrera como flautista ha sido el trío Ludi Musicae con Poncho y Pepe. Ha sido un gozo, aunque no faltan momentos de angustia. La primera vez que tocamos en público, en noviembre de 2003, estaba yo más nervioso que en mi examen profesional. Para mí lo bonito era ensayar y ensayar, no tocar frente al público. Ahora veo que los compromisos para presentarse en público es lo que mantiene el interés por seguir ensayando.

El miedo a equivocarse durante una presentación es peor que la equivocación misma. La música es un arte efímero y los errores pasan tan rápido que el público no siempre los nota.

A veces, al terminar una presentación, se acerca algún niño a darme la mano con actitud reverencial, mientras su mamá me comenta que le gustó mucho. Pienso que, tal vez, ayudé a que ese niño quiera ser músico. Otras veces alguien me felicita y elogia el sonido de la flauta. Entonces le doy un abrazo.






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