Así presentó en septiembre de 1973, una semana después del golpe en Chile, la revista mexicana Siempre! la crónica del periodista León Roberto García sobre lo que llamaron “la noche del fascismo”: “León Roberto García, reportero de SIEMPRE, conquistó en campal años entorchados del más alto grado que pueda aspirar un reportero cuando cubrió para esta revista, con eficacia, con profesionalismo, con brillantez y sagacidad, las horas negras del golpe de Estado que ensangrentó a Chile y puso de luto a América Latina. Enviado por SIEMPRE! Un mes antes de los trágicos acontecimientos que culminaron con el asesinato del presidente Allende, León Roberto García vivió la Noche del Fascismo y cubrió con las mejores tradiciones del oficio, la responsabilidad que le tocó vivir como periodista. SIEMPRE! presenta en estas y la siguientes páginas, las impresiones de León Roberto que ofrecemos a nuestros lectores como uno de los pocos testimonios auténticos de esas horas.” |
Santiago de Chile. Del 11 al 15 de septiembre del 73. El rasante vuelto de dos reactores militares sobre el centro de esta capital anunció, poco después de las seis de la mañana, que la llamada “Operación Centauro” se había puesto en marcha. La noche del fascismo se iniciaba. Aislados se escuchaban disparos. En las calles, aún poco pobladas los transeúntes, ajenos a lo que ocurría, observaban a los cazas que ejecutaban una labor de reconocimiento del Palacio de la Moneda. Serena, firme, se escuchó en una cadena radial la voz del presidente Salvador Allende; el golpe estaba en marcha.
A la de líder socialista, quién saludó a su pueblo y declaró su confianza en el futuro de Chile mientras aseguraba que “sólo muerto abandonaría el Palacio”, se sucedió, metálica, la del locutor militar que lo conminaba a rendirse junto con sus partidarios y comenzaba a emitir bandos militares para el comportamiento de la población. En las calles del centro de Santiago, todo lo fue, repentinamente, el ruido de los disparos, el correr de los transeúntes y el fuego de los francotiradores sobre los soldados.
Estos, en traje de campaña, fuertemente armados, contestaban el fuego y se gritaban órdenes. Todo era el caos. La Plaza de La Moneda se encontraba cercada. Desde el Palacio se disparaba contra las ventanas donde estaban apostados los defensores de la legalidad.
Incrédulos, corriendo bajo una lluvia de vidrios que caían del as ventanas hechas añicos por las balas, tropezando con solados y transeúntes, con estudiantes que lanzaban piedras a los tanques, este enviado especial y Marlisse Simmons, corresponsal del “Washington Post”, corrimos hasta el edificio de Transradio, situado a una cuadra de La Moneda. Había que trasmitir: la guerra civil había iniciado.
Pronto conoceríamos su saldo: 15, 000 muertos en todo el país. Pronto conoceríamos los mensajes del general Augusto Pinochet, comandante del ejército; del almirante Merino Castro, comandante de la armada; del general Gustavo Leight, comandante de la fuerza área y del general de carabineros César Mendoza, anunciando que todo opositor sería fusilado en el acto y afirmando que las Fuerzas Armadas eran dueñas de la situación en todo el país.
Tirados en el suelo de las oficinas de Transradio, cuyo techo tenía centenares de impactos y cuyas ventanas habían dejado de existir, nos íbamos enterando, gradualmente, del os acontecimientos: Las Fuerzas Armadas daban un plazo –hasta once horas--, a Salvador Allende para rendirse. La guardia había abandonado La Moneda y el presidente se defendía con un grupo de civiles legales a la causa del socialismo. La radio, encadenada, trasmitía mensajes de los rebeldes y difundía música romántica creando un clima que se antojaba grotesco: viejas canciones de Lara y disparos.
Salimos. Desde lo alto de los edificios los leales continuaban disparando. Los tanques, semejantes a monstruos antediluvianos, recorrían la plaza y sus inmediaciones. Los solados rebeldes, cuya identificación era una pañoleta color salmón anudada al cuello, disparaban sobre los civiles que, desarmados, buscaban refugio inútilmente.
El aire enrarecido por el olor de pólvora y al combustible de los tanques. Enrarecido e inundado por los gritos de la gente, por los quejidos de aquellos que había sido alcanzados por alguna de las balas. De las mismas que eran disparadas hacia todo sitio y que habían logrado arrancar el centenario estuco que recubría las paredes de lo que una vez fue La Moneda.
De ahí, por orden del presidente, salieron las mujeres: su hija y algunas colaboradoras cercanas. Catorce leales, junto con Allende, defenderían la legalidad y el derecho, los deseos del pueblo chileno, que ahora se enfrentaba a una realidad ajena al romanticismo de la vía pacífica hacia el socialismo: los aviones, los tanques, las botas de los militares.
Al comenzar los tanques a disparar contra La Moneda, el edificio de la Independencia de Santiago y los Ministerios que bordean la plaza, el pánico fue mayor. Todo fue correr y correr en busca de refugio. Todo fue levar los brazos en alto. Todo fue lo que los corresponsales gritaran, mientras las balas se estrellaban cerca de ellos, la palabra prensa, en un afán, casi infantil, ridículo, de que sirviera de escudo de protección a sus vidas, cuando dos soldados y un oficial cayeron, heridos a escasos dos metros de donde se encontraba el grupo.
Una vez más el edificio de Transradio fue el refugio. Imposible lograr comunicación con el exterior. Lo único en funciones la radio de los militares. Sus bandos numerados y la música. Sus anuncios: “se combate en los cordones industriales, los que resistan serán fusilados en el acto, el presidente debe rendir La Moneda”. Los anuncios y las proclamas: “extirparemos para siempre el cáncer del marxismo”.
Los tanques accionaron sus cañones de treinta milímetros y el edificio se cimbró. Una voz ordenó: ¡al suelo! Incesante el cañoneo continuó sobre el vecino inmueble del Banco Central. Los vidrios continuaban cayendo sobre nuestras cabezas y la cal de las paredes había teñido de blanco nuestras ropas. Nade decía nada. Algunos, como Raúl Duque, de Reuters, se arrastraban hacia alguno del os teléfonos y pretendían comunicarse. Imposible.
Cuando los aviones sobrevolaron los edificios cercanos y el cañoneo se hizo más intenso, otra voz ordenó: ¡al sótano! Bajamos en tropel. Ahí el llanto de los niños y las mujeres se confundía con los rezos ya las imprecaciones de los partidarios de Allende, con el ruido de la batalla que se libraba en las calles, con la voz del locutor anunciando que los defensores de La Moneda tenían exactamente tres minutos para rendirse.
El silencio se hizo durante esos ochenta segundos. Silencio en los sótanos y las calles durante esos tres interminables minutos. El silencio que rompió el rugir de los reactores acercándose a La Plaza de La Moneda. El silencio que dejó de serlo cuando los pilotos de los Hawker accionaron sus disparadores y los cohetes silbaron en el aire para irse a estrellar en el Palacio desde el cual Salvador Allende continuaba disparando su metralleta. El silencio se trasformó en explosión cuando los proyectiles hicieron blanco. Era el principio del fin.
Subimos. Desde el séptimo piso, atisbando temblorosos, era posible observar el Palacio. Una negra columna de humo se elevaba hacia los cielos. Las llamas lo eran todo. Los tanques continuaban disparando en tanto que los aviones que se levaban para lanzarse en picada, perderse prácticamente entre los edificios y disparar de nueva cuenta.
No hubo comentario alguno. La cadena radial militar transmitía ahora una orquestación de “Love is an esplendoroous thing” que servía de marco al cañoneo, a los disparos de las ametralladoras, al estallido de los cohetes, al crepitar de las llamas que ahora envolvían por completo La Moneda.
El edificio se cimbraba y los cristales comenzaron a estrellarse nuevamente. Bajamos. En el sótano las ratas corrían de un lado a otro, por entre nuestros pies, sin que al parecer a nadie le importara. Sordo, ahora para nosotros lejano, continuaba el cañoneo en tanto que la radio anunciaba que el toque de queda se iniciaba al as seis de la tarde y que tanto La Moneda como la residencia presidencial de las calles de Tomás Moro, habían sido bombardeadas por la Fuerza Aérea.
Después vino la espera. Horas y más horas encerrados en aquel helado sótano. Horas durante las cuales subimos, prácticamente arrastrándonos, para atisbar hacia el exterior y comprobar que el tiroteo continuaba, intenso, en las calles de la ciudad. Horas en que nuestro único contacto con el exterior fue la radio de los militares que trasmitía música brasileña y daba información periódicamente:
Estas eran concretas: La Moneda y Tomás Moro habían sido tomadas por los militares. Ninguna mención se hacía del a suerte de sus ocupantes. Más música. Nuevos bandos. Instrucciones. Datos de lo que sucedía en otras partes del país. Datos y nombres: listas de aquellos colaboradores políticos de Salvador Allende y de miembros notorios de la coalición de partidos de izquierda, la Unidad Popular, que llevó, hace poco más de tres años, por la vía democrática, al triunfo a un marxista militante del Partido Socialista Chileno.
Más tarde se sabría la verdad, una verdad que, en principio, era imposible de creer. Todos aquellos que se entregaron, ministros y altos funcionarios, fueron ultimados por los militares. No hubo juicio alguno. En los sótanos del Ministerio de Defensa, erizado de cañones, fueron asesinados a tiros y a culatazos, como lo fueron, según versiones de testigos presenciales, dos hombres que condujeron a una mujer herida al puesto de socorros, todos los obreros, militares de la Unidad Popular, que estaban ahí heridos. Ochenta de ellos en una tarde. Ochenta en un solo sitio.
Antes del inicio del toque de queda, cuando aún el tiroteo continuaba pero menos intenso, salimos al a calle. El aspecto del centro de Santiago era irreal: miles de casquillos en las aceras. Vidrios, Estuco, Zapatos, Papeles, Ropas. Caminamos, con los brazos en alto, bajo una llovizna helada. La Moneda continuaba ardiendo. Los militares apuntando a todo sitio con sus ametralladoras, patrullaban la ciudad al igual que los tanques y carros de guerra. Daban órdenes. Pedían documentación. Cacheaban. Y disparaban, sin cesar, contra los edificios donde se encontraba algún francotirador.
Este fue el preludio de una larga noche de tableteo de ametralladoras e incesante cañoneo. La noche en que los soldados ametrallaron los hoteles “Carrera” y “Crillon” hiriendo en este último a una camarera y en el primero al corresponsal del Jerusalem Times. La noche en que la Universidad Técnica del Estado fueron muertos ciento veinticinco alumnos y hechos prisioneros seiscientos a quienes se juzga se pretende fusilar. La noche en que los integrantes de la redacción de la revista Punto Final, vocero de la izquierda, fueron ametrallados en sus oficinas al igual que sus vecinos de la Agencia Prensa Latina, arrojando un saldo de quince muertos.
La primera noche de los militares. La misma en que allanaron el hotel “Crillon”, revisaron los cuartos de sus huéspedes, incautaron las copias de los despachos de este corresponsal y detuvieron, en los sótanos del Ministerio de Defensa, por espacio de cuatro horas a Hugo Infantino y a Stewart Russel, representantes, respectivamente, de la agencia LATIN y de Reuters, quienes cenaban con el enviado de SIEMPRE! Y fueron acusados de “tener cara de sospechosos”.
La noche en que la pregunta era una sola en los labios de todos: ¿cuál sería la suerte que había corrido el presidente y su familia? A la que se agregaban los rumores: prisionero, muerto en La Moneda, refugiado en alguna embajada, desaparecido, unido a los grupos leales de obreros que continuaban luchando en las calles, en las fábricas que, como Hirmas y SUMAR, fueron tomadas por los militares después de una batalla de quince horas que arrojó un saldo de más de mil heridos.
Los militares darían la respuesta, muchas horas después, a lo largo de un escueto comunicado: Allende se había suicidado de un tiro en la boca. Decían que había aceptado rendirse y al no llegar las patrullas optó por el suicidio. Su cadáver se les había mostrado a dos reporteros: Juan Enrique Lira y Santiago Soto, pero éstos, más tarde, dirían que el cuerpo que habían visto –a más de treinta metros de distancia y en la penumbra--, estaba cubierto con una frazada y podía pertenecer a cualquier persona.
Más tarde se sabría la verdad: Allende fue herido defendiendo La Moneda y ultimado por los militares. Más tarde, al levantarse el toque de queda inicial, se sabrían muchas verdades. Más tarde Marlisse Simmons nos diría del júbilo del embajador norteamericano, Davis quien descorchó champaña al saber del éxito de la “Operación Centauro”.
La lucha continuó—continúa--, durante días y noches. Los disparos de los resistentes y la respuesta de los militares quienes no tuvieron empacho en ametrallar durante horas la embajada cubana y herir en una mano al embajador García Ichuaztegui, los mismos militares que fuertemente armados patrullan las calles y defienden a todo aquel que se les antoja digno de sospecha.
Santiago era—es--, al levantarse el toque de queda, una ciudad poblada por seres silenciosos, cabizbajos, que caminan de prisa sin atreverse a mirar hacia arriba, una ciudad donde el tiroteo es constante y la tensión sube por espacio de segundos, una ciudad donde los cadáveres de los francotiradores son dejados en las calles durante horas simplemente para que sirvan de lección a quienes continúan resistiendo.
A quienes, como tres que se encuentran aún en los altos del Ministerio de Comunicaciones y tienen—incongruencia pura--, teléfono, al preguntarles cómo se encuentran tan sólo atinan a decir: cagados de hambre, pero ya comenzamos a comernos a los ratones que salieron con el fuego.
Una ciudad donde, ahora también es vigilada por los civiles del movimiento nazi “Patria y Libertad” quienes, con un brazalete hitleriano como distintivo, denuncian irregularidades y se han dado a la tarea de organizar cacería de brujas que alcanzó a este corresponsal por el hecho de serlo de SIEMPRE!
El primer anuncio de que la detención era inminente lo hizo, ante más de doscientos corresponsales extranjeros, el comandante Juan Baraona. Este citó, en el “Carrera”, a los periodistas y dijo: cualquier información que no sea revisada por nosotros y publicada, hará acreedor al periodista a detención y severas sanciones físicas. Agregó: los representantes, sediciosos, de órganos de izquierda, serán detenidos.
Esa mañana la policía militar cateó la habitación de este corresponsal. La sentencia había sido dictada. Y era tan sumaria como le habían sido los juicios que el ejército hace: todo aquel que sea encontrado en posesión de literatura subversiva o de armas será fusilado en el acto. Todo aquel que propale propaganda antigubernamental, también. Y todo aquel que lea literatura marxista y una serie de publicaciones, entre ellas, como extranjera, SIEMPRE!, consideradas subversivas.
Y hoy, en Chile, ser sedicioso es, simplemente, ser extranjero. La xenofobia ha sido desatada por el actual régimen. La xenofobia con la que se pretende distraer la atención de un pueblo que, hasta hoy, ha perdido quince mil de sus hijos, la xenofobia que los llevó a expulsar a los cubanos luego de ametrallar la sede diplomática, la xenofobia que ahora se encañona, hacia México acusando a uno de sus ciudadanos de ser el autor material del edecán naval del presidente Allende ocurrido hace meses.
Ser extranjero es un delito. Leer también lo es. La Junta Militar permite—bajo previa censura--, únicamente la venta de La Tercera y de El Mercurio, ambos de tendencia fascista. Clarín, Puro Chile, Noticias y el diario gubernamental, La Nación, fueron destruidos, tanto sus instalaciones como sus edificios. Sus reporteros detenidos y sus directores fusilados.
Radio y televisión han sido silenciadas. Los militares ocupan los edificios y realizan lo que llaman la operación limpieza que se extiende por todas las calles de una ciudad sin luz ni trasporte, de una ciudad patrullada en la que uno debe detenerse a cada momento y alzar los brazos para ser cacheado y revisados los documentos. Así, sólo así, se puede llegar a la embajada de México.
En las oficinas de esta misión –esperanza de vida para centenares de chilenos-, se hacinan más de doscientos treinta refugiados. Hombres, mujeres embarazadas, jóvenes niños de brazos, esperan su turno para abandonar el país asidos a la fortaleza del embajador Gonzalo Martínez Corbalá, un verdadero héroe civil, quien lucha contra el gobierno militar chileno por obtener salvoconductos.
Esa lucha ha llevado a los militares a violar todos los pactos internacionales. La embajada se encuentra rodeada de soldados. Las ametralladoras han apuntado, a escasos centímetros de distancia, el pecho de Martínez Corbalá quien no cede y continúa insistiendo en que se respete el derecho de asilo, un derecho violado al punto tal que ni a los diplomáticos se les permitió, durante horas entrar o salir a la sede diplomática, horas de tensión para los asilados, horas durante las cuales la entereza del embajador evitó la histeria colectiva que, a no dudarlo, habría traído como resultado una tragedia creada por la provocación de los Carabineros.
Esta fue desde el amenazar con armas al embajador e impedirle el paso, hasta asesinar a las puertas de esa misión a dos jóvenes que pedían asilo. Los disparos, en la noche, fueron secos y certeros. Hicieron blanco en la espada de esos dos hombres cuyos cuerpos permanecieron tirados hasta la madrugada en un afán de amedrentar a los asilados y al personal de la embajada.
Dentro la vida es difícil. El pánico aumenta por momentos. Los rumores, dentro de ese pequeño universo, son cada vez mayores. La comida es sólo un plato de tallarines hervidos al día y los militares se niegan a permitir el acceso de abastecimientos. Hombres y mujeres, niños, dormitan hacinados y esperan su turno para salir del país. Meditan. Hablan de volver a la lucha. Piensan en sus amigos y compañeros, en la suerte corrida por sus dirigentes. Y hablan, agradecen al presidente Luis Echeverría ser quien salve su vida.
Para Martínez Corbalá fueron horas de intensa lucha. Horas durante las cuales fue injuriado por una turba fascista que pretendía invadir la embajada y a la que se enfrentó en la calle, horas de espera por la decisión de los militares sobre si se permitiría la salida de Chile de la señora Hortensia Bussi de Allende, su familia, el propio embajador, funcionarios mexicanos, y a nosotros, los asilados.
Martínez Corbalá logó los salvoconductos. Hubo que esperar, hacinados los unos junto a los otros para obtener un poco de calor, la llegada de los camiones nos conducirían hasta el aeropuerto. Fueron horas largas, tan largas como todas las que hoy se viven en Chile. Horas que llegaron a su fin con la aparición de más de doscientos soldados, fuertemente armados, que ordenaron apagar las luces y notificaron al embajador que podíamos salir de la sede diplomática.
En silencio lo hicimos. Caminamos los escasos diez metros que no separaban de la puerta que da a la calle para encontrarnos ahí, en la oscuridad, con la boca de una ametralladora que se apoyaba en nuestros pechos mientras que un teniente iluminaba nuestros rostros con una linterna sorda, nos miraba con desprecio y autorizaba nuestra subida al autobús.
Este recorrió, escoltado por los soldados, el trayecto hasta la casa del embajador. La señora Allende y su familia lo abordaron en medio de un cerco de ametralladoras, iluminados sus rostros por la lámpara, caminando lentamente, en silencio con los ojos rasados de lágrimas. Luego, interminable, en convoy partió con rumbo al hotel Sheraton. Carrillo Flores y el embajador Cabrera Muñoz Ledo, así como otros funcionarios mexicanos, deberían de abordarlo. Nuestro siguiente punto el aeropuerto internacional de Pudahuel.
Ahí los soldados volvieron a apuntarnos con sus armas mientras se nos revisaba minuciosamente. Ahí el odio de los miembros de Patria y Libertad se reflejó en sus miradas. Ahí de nuevo, la entereza de Martínez Corbalá inspiró confianza a todos. Ahí se nos prohibió fumar. Ahí, bajo un frío inclemente, aguardamos, en silencio, temerosos, que los trámites llegaran a su fin. Ahí los soldados, el chocar de sus botas contra las baldosas, lo era todo. Ahí luego de varias horas, pudimos abordar el aparato de Aeroméxico.
Este estaba rodeado por los militares y encañonado. En su interior todo era el silencio y la espera. La espera y el silencio que fueron rotos por el rugir de las turbinas, el correr por la pista y el elevarse sobre el cielo de un Santiago oscuro el cual tan sólo era iluminado, de vez en vez, por el estallido de alguna granada.