• Pablo Piceno Hernández/Ensayo
  • 31 Marzo 2015
".$creditoFoto."

la música es una casa de cristal en la ladera donde vuelan las piedras,

donde las piedras ruedan.

y ruedan las piedras y la atraviesan

pero cada ventana queda intacta.

Tomas Tranströmer, allegro

 

Mundo Nuestro: Se han cumplido seis meses de los acontecimientos brutales en Iguala. Ayotzinapa, memoria y olvido, palabras cruzadas en esta encrucijada de nuestra historia trágica.La violencia de la última década en México ha provocado una creciente movilización social que, para nuestro pesar, aún no logra revertirla. Todavía es enorme el ánimo de no pensar en ella, como si fuera posible borrar su rostro en la conciencia de que no tiene caso resistirla porque, simplemente, les ocurre a otros.

Sin embargo, poco a poco alcanzamos a nombrarla: narcomáquina, narcoestado, decimos, para figurar que la violencia no es fantasmagórica, y que incluso en sus extremos más absurdos es posible entenderla. Y cada vez más la pensamos, y en el análisis nos reconstruimos como sociedad inteligente que busca salidas. En esa línea va este ensayo sobre el cuerpo al mismo tiempo abatido y libre que se revela en las imágenes cotidianas de la violencia extrema que sufre nuestro país.

Pablo Piceno, estudiante de Filosofía en la Ibero Puebla, nos ayuda a explorar y a entender esta realidad brutal que arroja día tras día esa maquinaria que llamamos “crimen organizado”, y con un propósito vital del pensamiento crítico: contribuir en la construcción colectiva “de la resistencia al silencio al que, a través del miedo, la narcomáquina y, cada vez con mucha mayor evidencia, el narcoestado, intentan orillarnos.”

De Pablo Piceno Mundo Nuestro ha publicado entro otros textos:

 Contra la barbarie, enunciar al narco

 http://mundonuestro.mx/index.php/cronica/item/contra-la-barbarie-enunciar-el-narcoensayo

Michoacán, México en fiesta

http://mundonuestro.mx/index.php/reportaje/item/michoacan-mexico-en-fiesta

y Ayotzinapa: temblará la tierra

http://mundonuestro.mx/index.php/reportaje/item/ayotzinapa-temblara-la-tierra-2

 

Para Rossana Reguillo, que no está sola

I.

En el primer capítulo de su obra, “Vigilar y castigar”, el filósofo francés Michel Foucault recupera la narración del castigo infligido a Robert-François Damiens, un parricida condenado a pública retractación en el París del siglo XVIII. Desgarrador por la violencia con que, se narra, fue castigado el culpable – quien debió, entre otras cosas, cargar con un hacha de cera encendida en la mano, quemada la mano del delito con fuego de azufre;  ser desmembrado por seis caballos que le estiraron el cuerpo en todas las direcciones; sus nervios cortados y las coyunturas rotas a hachazos; su piel entera atenazada  y arrancada-, al lector contemporáneo le puede parecer estar leyendo una crónica de las torturas a las que se aficionan los narcos y no el pago de una sentencia emitida legítimamente a un hombre cuyo delito consistía en haber insultado al rey, equiparado con un padre (de ahí el parricidio).

La narración del martirio continúa: Después de arduos intentos por desmembrar a Damiens, se procedió a cortar con un cuchillo sus muslos, brazos, hombros y axilas, junto con las carnes, hasta los huesos; fue hasta entonces que los caballos fueron capaces de llevarse las partes del cuerpo de Damiens. Tal como relatara el exento Bouton, el criminal seguía con vida para entonces, incluso cuando, como medida de exterminio final, su cuerpo fue arrojado a una hoguera con paja mezclada con leños ardientes.

Para Foucault, el asesinato del joven delincuente sirve como pretexto para iniciar un recorrido por la historia del derecho legal en lo competente a la comprensión del cuerpo del condenado, que, pasando por el escarnio público tal como hemos dicho, durante el siglo XVIII, derivará en la polarización casi opuesta de finales del siglo XIX hasta lo que se presencia en nuestros días, hacia el castigo de lo que Foucault reseña como el alma del delincuente, que experimenta la múltiple privación de sus derechos, principalmente el de la libertad y el actuar autónomo y activo en la sociedad. “El cuerpo, según esta penalidad –sostiene Foucault-, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo mismo, no son ya los elementos constitutivos de la pena” (Foucault, 20)[1]. A ello se suma que, contradictoriamente, el derecho penal moderno no sólo se ha resistido a vilipendiar el cuerpo de los delincuentes como solía hacer otrora, sino que ha adscrito a las prisiones un sistema médico, psiquiátrico, religioso, que acompañe al preso en su dolor y le reduzca aquellas penas que su cuerpo innecesariamente ha debido soportar dentro de la cárcel.  

Pareciera, si nos detenemos a considerarlo, que el sistema empecinado en curar, al puro estilo de la pedagogía jobítica, las heridas por él mismo infligidas, se anulara a sí mismo, se deslegitimara en pro de la compasión a que se ve obligado. Esta nueva humanística alrededor del criminal llega a tal extremo que se ha convertido en debate público el hecho de que, en muchas ocasiones, los prisioneros llevan una mejor vida dentro de la cárcel que muchos obreros y asalariados fuera de ella y por tanto haría falta, según algunos, aumentar la restricción de libertades individuales, o bien, acentuar cierto tipo de agresión que recaiga directamente sobre el cuerpo de los delincuentes.

 

 II.

 

El escenario desconcertante y algo más que estremecedor --me explico: la sorpresa inconcebible, que dando a luz siempre de nuevo y en mayor número, se ha tornado tradición que deja de estremecer-- que la guerra del narcotráfico ha instaurado en la cotidianidad mexicana, ha traído consigo una nueva lógica punitiva, desgarrando hasta lo más sólido del tejido social, llevando la realidad de la espiral de violencia a un nivel hiperreal, nunca antes sospechado por el ciudadano promedio y, me atrevo a decir, por ningún tipo de ciudadanos en nuestro país.

 

Es sobrado reiterar el discurso que considera caducas las leyes bajo las cuales nadie se ha regido nunca en México --que, además de ser uno de los países más violentos del mundo, se halla también entre los más corruptos--, y que como tales no rinden ningún fruto en una guerra domeñada al unísono por los cárteles en pugna.

 

Lo que llama la atención es la total inversión del orden establecido que el panóptico del narcotráfico ha instaurado en torno a sí. La guerra del narco ha tomado las calles y ha ejecutado sus castigos vindicativos a plena luz del día, a la vista de todo el pueblo, como en la tradición inquisitorial o bien en la monárquica ya referida se hacía para escarmiento del pueblo que quisiera persistir en sus vicios. Los diversos cárteles presentan a sus víctimas con el cráneo explotado, mutiladas sus extremidades, quemada la piel con azufre, desollados en público, con la intención de intimidar a sus opositores –entiéndase por ello, como hemos dicho, no las fuerzas oficiales, sino más bien a otros cárteles con ansias de exterminio tanto más graves que las de los enemigos.

 

El horror no termina ahí, en el mundo  real: la pangea cibernética se ha mostrado como un arma potentísima  –tal vez la mayor-- para permitir a los capos fanatizados subir los vídeos del exterminio de sus víctimas a la red, donde, de haberse concebido inicialmente, además de como un divertimento (bestialización aún mayor que la de los Offiziers de la SS, si se comparan las evidencias), como un medio de intimidación de los enemigos, pasa a ser una evidencia bizarra al servicio del morbo popular.

 

El discurso ha mutado de tal modo desde finales del XVIII --en que lo que se castigaba era la traición a la ley y al monarca entendido como representante de Dios en la tierra; entendido, ya hemos dicho, como un padre-- que ahora no sólo el derecho penal no sale a las calles para exponer públicamente a sus detractores –y su poder se ha puest o ampliamente en entredicho--, sino que son los detractores de la ley los que se han erigido como los auténticos (y ya no entendidos en sentido metafórico) padres de la sociedad, a quienes hay que guardar respeto, y por cuyo insulto se debe pagar tan caro o más que en la época de la monarquía establecida. Quiérase o no, el monarca del siglo XVIII representaba una escala de valores de la que, al menos en el discurso oficial, se consolidó como bastión. Los jefes del narco en México, que dominan territorios enteros (todo el país, diciéndolo sin miedo a equivocarnos), han hecho de las cárceles su lugar de reposo, donde se hallan más seguros que en el mundo exterior, de donde pueden escapar metidos en un carro de lavandería, enredándose entre la ropa sucia, o, bien (que esto no es relevante, sino más bien el resultado unívoco), corrompiendo con la mano en la cintura a la policía encargada de vigilarlos. ¿Qué país es este en que se temen más las calles, dominadas por los nuevos reyes y su nuevo orden omnipotente, que la prisión misma? ¿Qué valores pueden regir a una sociedad que es intimidada por asesinos, violadores, narcotraficantes, a fin de dejarles libre tránsito y sumarse a sus filas, para no pertenecer más a una periferia que se torna cada vez más insegura, ínfima, al borde de la desaparición? Los narcos, como otrora los brigadieres y alféreces del dieciocho, no se detienen en juzgar la intención de sus víctimas al castigarlos –suena hasta sarcástico-. Los narcos no conocen algo así como el alma del culpable, la opción por la privación de los derechos contra la de la violencia bestial. Ellos son los nuevos legisladores.

III.



Barba Azul, de Gustav Doré.

 

 

 

Además de hacernos llegar una versión atemperada de El gato con botas  y Caperucita Roja, en 1697, el francés Charles Perrault publicó un cuento, no tan famoso como los primeros, llamado La Barbe Bleue, Barba azul. En este, cuenta la historia de un hombre tan feo que ninguna mujer, a pesar de sus enormes riquezas, quería desposarse con él. Además, todos en la comarca sabían que Barba Azul se había casado ya varias veces y, por una extraña razón, sus mujeres siempre habían desaparecido.

 

Después de mucha insistencia, el poco agraciado señor logra que su vecina le ceda una de sus hijas para tomarla por esposa, dando paso a una vida conyugal inesperadamente beata. Al poco tiempo, Barba Azul decide salir de viaje y encarga a su mujer el cuidado de la casa, entregándole, una por una, las llaves correspondientes a cada estancia y gabinete de la casa. De una llave, de la más pequeña, le advierte:

 

 

 

En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera[1].

 

 

 

Como buena huésped, la mujer de Barba Azul no tarda en invitar a su casa a sus amigas y vecinas, paseándolas por todas las estancias de la enorme y hermosa casa en que le había tocado en suerte habitar. Mientras sus visitas se distraen en una extasiada contemplación, ella corre, curiosa, hacia el departamento de su marido, con la intención de abrir el gabinete cuyo interior le estaba prohibido conocer, sin considerar –acentúa el texto-- que dejar solas a las visitas era una falta de cortesía.

 

El descubrimiento es demoledor: apenas abrir el gabinete, encuentra una enorme cantidad de sangre coagulada, en la que se reflejan los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas. Eran todas las mujeres que habían sido esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra[2].

 

De tan grande espanto, a su salida, la esposa de Barba Azul deja caer la llave del gabinete, y, aunque logra escapar, la sangre que inundaba el piso deja una mancha a la llave que, por más que la angustiada mujer intenta limpiarla dos o tres veces, no logra borrar del todo, porque la llave-- sostiene el narrador-era mágica: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro[3].

 

A su vuelta, Barba Azul, dándose cuenta de la desobediencia de su esposa, delatada por la sangre que recubría la llavecita, decide asesinarla a puñaladas.         

 

 

 

IV.

 


 

Ilustración tomada de esquimal.ucoz.com

 

 

En una conferencia denominada “El cuerpo utópico”[4], Foucault reflexiona sobre la naturaleza del cuerpo y su comprensión a lo largo de los siglos. Después de desdecirse más de una vez sobre la relación entre el cuerpo y las utopías, el filósofo concluye que toda utopía debe haber nacido del propio cuerpo y se habría volcado posteriormente contra él. Si bien el cuerpo, entendido como lugar absoluto, es justamente lo contrario de la utopía, es en realidad el primero quien, en su deseo de erigirse como incorpóreo, arraiga en lo más inextirpable de su ser la primera utopía: la utopía del alma. Es en virtud de esta, cuerpo incorpóreo, que el cuerpo ha terminado por desaparecer y funge, a más tardar desde el radical dualismo cartesiano, como signo, como símbolo de una realidad localizada más allá de él.

Incluso estando desnudos frente a un espejo, nuestro cuerpo puesto ahí, visible ante nosotros, no deja de estar retirado de nosotros, situado en un universo que no es el nuestro,  captado –fragmentariamente-- por una suerte de indivisibilidad de la que no podemos separarnos nunca.

¿Por qué la afición, por decir algo, a los tatuajes, el maquillaje, la máscara? Precisamente para establecer una comunicación entre el cuerpo y poderes secretos, misteriosos, fuerzas invisibles, para sellar las utopías en el cuerpo que, en lugar de integrar las incisiones como propias, se desintegra en un plano fantasmagórico, espejismo de espejismos, corporeidad evanescente. Entendido así, el cuerpo se halla situado en todas las otras partes del mundo; el mundo no es sino una utopía representativa del cuerpo.

Los profetas de Baal, del ídolo por excelencia, del fetiche de la fertilidad, se sentían empujados por su dios a ofrecerle la sangre derramada en su cuerpo a causa de las incisiones; se inferían dolor en el cuerpo para ser escuchados por un dios que tiene oídos y no oye. En ello reivindicaban ciertamente el cuerpo como el propio territorio del cual se puede disponer a guisa, adjudicándole, sin embargo, un valor sagrado no tanto a la carne como a la sangre, pero en último término al cuerpo mismo. Este era el reconocimiento que ellos hacían de él.

La narcomáquina, para utilizar el atinado término de Rossana Reguillo, tiene también un conocimiento del propio cuerpo, del cuerpo utópico. La característica ornamentación kitsch del cuerpo de los narcos (colgantes; collares dorados, plateados; dientes de oro; pulseras de gran peso) sugiere la adoración de sí mismo como Baal, o bien, como becerro de oro, como Dios frente al cual los demás cuerpos deben darse en oblación. 

 

V.

“El lenguaje propio de la narcomáquina…”

 

Esta veneración del cuerpo, es cierto, no es característica del narco. Como sostiene Pablo Fernández Christlieb en su ensayo intitulado “El suelo portátil”[5], en el siglo XXI, en que el individuo ha quedado atravesado, desbordado y descentrado, el cuerpo, suelo del individuo, ha llevado su autenticidad a los niveles del puro simulacro. La preconización del parecer sobre el ser es, sostiene Christlieb, el producto de una sobre atención al ego, disuelto en su apariencia.

Lo que importa, más allá de la comprensión del cuerpo propio, es cómo el narco entiende el cuerpo de sus víctimas para llegar a tal grado de desmembrarlas, castrarlas, eviscerarlas, desollarlas, disolverlas en ácido,  filmando además cintas de sus crímenes y desarrollando un lenguaje propio, con pretensiones cómicas e irreverentes, para designar su violencia infernal. Desde los “empozolados” --víctimas desmembradas; se dice que el pozole azteca estaba de facto hecho de carne humana--, hasta las víctimas cocinadas “como un pescado zarandeado”[6] (Yehya 275) –torturadas al ser sumergidas en agua hirviente--, este lenguaje deliberadamente ofensivo connota una realidad huidiza frente a la cual nuestro lenguaje ordinario naufraga, se agota en el acto de producir una explicación a una realidad que sale de sus marcos y continúa fuera de ellos, inasible, hiperreal, que nos impera a su vez a callar y someternos. Si, como asevera Christlieb, el capricho se ha convertido en esta sociedad de raíces portátiles, en la ontología del mundo, y ha producido el último conocimiento, después de clausurar la racionalidad occidental soñada por Hegel, a saber, el del descreimiento, la narcomáquina se ha erigido como único Dios del mundo, desoído, descreído, pero qué más da: Dios al fin; y a su vez, con el espacio libre de llevar su capricho hasta el extremo de disolver la persona, de apropiarse de su territorio sin justificación alguna que la erección de sí mismo como poder sumo.   

A diferencia de los griegos de la época de Homero, para quienes la palabra cuerpo no existía sino para designar el cadáver, la violencia de la narcomáquina no conoce el cuerpo del otro ni siquiera como cadáver. El cuerpo no se le presenta como una unidad nunca. Si el cuerpo ha sido hasta hoy, derivado de la visión holística medieval y nunca bien rescatado de ella, el signo del hombre, y, entendido así, cortar el cuerpo en pedazos es romper la integridad humana, como sostiene Le Breton (Zapata Cano)[7], puesto que hasta hoy el cuerpo es registro del ser (el hombre es su cuerpo), y no del tener (es decir, el cuerpo como posesión mía, distinto eventualmente de lo que yo soy), ¿qué pasa con el crimen organizado, que no reconoce al cuerpo ni en su dimensión platónica como cárcel del alma, ni en el sentido medieval y renacentista, es decir, como signo del hombre? ¿En qué universo simbólico se inscribe el cuerpo para ellos?

VI.

Más allá del final feliz al que los cuentos infantiles nos tienen acostumbrados, me interesa detenerme en un aspecto que creo fundamental de este relato, a saber: el binomio hospitalidad-hostilidad.

Como ha estudiado Jacques Derrida[8], la palabra hospitalidad deriva del latín hospes, que, a su vez, está formado de dos palabras: hostis, que significaba originalmente extranjero,y que acabó derivando en enemigo hostil (hostilis), y pets (derivado de potis, potes, potentia), que quiere decir tener poder. Así, la hospitalidad vendría a significar el poder que, como dueño de casa, tiene el anfitrión sobre su huésped[9].

En el origen de la hospitalidad no quedan anulados ni la alteridad del huésped (hostis) ni el poder (potentia) del anfitrión. Derrida llega a decantarse, más bien, por la hostil -pitalidad como el término que mejor recoge la pretendida comunión entre el anfitrión y el huésped. Como en toda su filosofía, la hospitalidad, aun sabiéndose imposible, debe pretenderse; hay que intentar llegar al límite extremo en que el dueño de la casa es cada vez menos dueño de ella --ejerce, pues, menos poder--; y el huésped se torna cada vez menos enemigo, cada vez menos Otro frente al Absoluto de quien lo hospeda.

Hemos subrayado ya la preocupación de la esposa de Barba Azul al apresurarse a abrir el gabinete de su marido, que le estaba vedado: teniendo a sus amigas y vecinas en casa, dejarlas por un momento solas significaba un acto de descortesía mayor. Sin embargo, la intuición –quizás--, la curiosidad –seguramente--, le impelen a correr el riesgo de tornar la domus un laberinto inhóspito para salvar, como se verá, de una inhospitalidad mayor: una casa ornamentada con cuerpos desollados, corrompidos, con vida extinguida disuelta por los suelos. La mujer de Barba Azul es más que una anfitriona consciente de su radical enemistad con sus visitas: allí donde surge el peligro –dirá Hölderlin-, crece también lo que salva.

 

VII.


 

Rossana Reguillo, a cuyos términos hemos acudido unos párrafos antes, en su lúcido ensayo “La narcomáquina y el trabajo de la violencia”[10], sostiene que la presencia del narco es fantasmagórica, ubicua y a la vez ilocalizable; por tanto nos es imposible simbolizarla, significar lo que es. Más allá de lo difícil que resulta documentar con certeza el número de muertos acumulados como testimonio del horror, estos datos que fungen únicamente como índice de la escena del crimen no dan cuenta de lo sustantivo del hecho: el trabajo de la violencia de la máquina.

El crimen organizado ha tomado las riendas de nuestro país en que el Estado como tal ha sido disuelto. Ya Zygmunt Bauman, quien acuñara hace alrededor de una década el concepto de modernidad líquida –pospanóptica, precisamente contra la visión de Foucault sostenía que la soberanía que otrora le estaba reservada al Estado se ha reducido a una especie de gendarmería local, “impotente ad intra y ad extra frente a los arbitrios del nuevo poder (económica y militarmente, en una época en la que también desde un punto de vista estratégico el territorio ha perdido sentido)”[11], (Mateo Girón 4).

En la época moderna, la expansión europea respondía a la lógica de que el terreno pertenece a quien primero lo encuentra y lo conquista. En su obsesión cartográfica, la idea de un espacio vacío, no perteneciente a un Estado, era inconcebible. El espacio, vuelto un fetiche, tenía precio y dueño establecidos, una vez lograda la conquista. Hoy en día, resulta fácil neutralizar territorios enormes en un abrir y cerrar de ojos. El espacio, sostiene Bauman, ha perdido así todo su valor.

La narcomáquina, para la cual el Estado ya no logra fungir como contramáquina, se ha autorizado, como hemos dicho al inicio de este ensayo, para esparcir el espanto en el camino, su campo de exterminio ambulante. En una infernal fusión de la violencia disciplinante y la violencia difusa --de origen fantasmagórico--, la narcomáquina ha desplegado una violencia totalmente expresiva, que adorna los cadáveres de sus víctimas con mensajes que pretenden recordar, cual relojes o frutas podridas de las naturalezas muertas de la Holanda del S. XVII, que la muerte está cerca (“memento mori”) y que en la lucha contra el crimen organizado se muere tres veces: una, por la tortura en la que la persona es ontológicamente disuelta en su dignidad; la segunda, por la muerte efectiva; la tercera, por la muerte convertida en dato mediático.

Pero el crimen organizado es inasible; oculta en su expresividad las ganancias que persigue. Los cuerpos de sus víctimas, índices, como hemos dicho, de su violencia, huellas que parecen evidenciar la realidad y en el fondo la ocultan, se hallan al servicio de la máquina. Ya no nos hallamos frente a una violencia de corte utilitario, en que nos son manifiestos los motivos por los que se comete algún crimen. El cuerpo, despojado de su humanidad, víctima de sofisticadas formas de violencia, es desplegado sobre el ancho territorio conquistado por el poder total sin fines manifiestos.

Michael Löwy, en su ensayo “Barbarie y Modernidad en el siglo XX”[12], sostiene que en el origen de todos los genocidios del siglo XX se halla la violencia del Estado. Pues bien: he aquí que hemos entrado al siglo XXI, en que la racionalidad instrumental, a la que se le culpa con toda razón de ser la condición indispensable y necesaria para explicar la barbarie perfeccionada en Auschwitz, ha sido vomitada por la sociedad unánimemente –entiéndase, la sociedad unánime existe como un figmento, como una ficción; en la posmodernidad de la sociedad personal, situada en el suelo del cuerpo humano, el individuo existe como prosecución interior de una sociedad iniciada fuera y clausurada por él. He aquí, pues, que el vómito colectivo no ha tocado a los individuos y sus terrenos difusos e indómitos. He aquí que en los albores del siglo XXI, perfeccionamiento del progreso regresivo, en palabras de Löwy, el más grande genocidio no lo ha perpetrado el Estado per se. La guerra del narcotráfico, que ha cobrado más víctimas que la Guerra de Irak y de Afganistán juntas, arraiga su violencia en aquella máquina que hemos descrito y que no logramos comprender.

 

VIII.

 

El blog del narco… un mundo aparente, no verdadero.

 

 

 

Jean-Luc Nancy sostiene en su obra “La experiencia de la libertad”[13] que, hasta ahora, el único rostro que se nos ha develado de la libertad es el mal; el único momento de la libertad, que es la vida, se ha tornado maldad. Del bien no tenemos experiencia cierta; en cambio sí del mal maquínico, fracaso de la racionalidad instrumental.

 

El crimen organizado se nos revela como un ente fantasmagórico que actúa con total libertad, es inasible, hemos dicho, es incomprensible, es libre. El sentido de la vida conocido hasta ahora por nosotros siempre como un fundamento (idea, substancia, Dios, sujeto, tecno-cultura, economía), ha sido construido mentirosamente, sostiene Nietzsche. De esta manera, se ha creado un mundo aparente, no un mundo verdadero. En la clausura de esta racionalidad, iniciada ya por Heidegger, continuada por los existencialistas franceses, por el estructuralismo, por Lyottard y los posmodernos, no solo no se ha encontrado un nuevo argumento onto-veritativo ni una moral ni un suelo estable, sino que se ha hecho del sujeto una hiperrealidad, un ser replegado sin decoro sobre su apariencia como nuevo estatuto ontoveritativo, contradicción total en los términos.

 

Así, una de las respuestas que se ha dado al fenómeno del crimen organizado –respuesta fatídica e inconsciente-- ha sido el ignorarlo, el pretender situarse fuera del lugar de los hechos, en una realidad paralela en que no nos toca la desgracia, precisamente como sujetos dueños de un territorio enemistado con todos los demás territorios autónomos, con todas las demás corporeidades; o bien, el crear chat-rooms en que los usuarios se insultan, comparten comentarios obscenos sobre los vídeos que se proyectan en el centro de la página del Blog del Narco; la actitud bizarra, perversa y morbosa es propia, lastimosamente, del ser humano y debe ser entendida como tal, pero no justificada.        

 

IX.

 

 

“Es necesaria la acción política…”

 

 

 

Existe en La Barbe Bleue un segundo rasgo relativo a la hospitalidad con el que quisiera concluir:

 

 Después de atreverse a romper el orden y entrar en el gabinete oculto de su esposo, nos es contado que la llavecita que daba acceso al secreto de Barba Azul cae al suelo, se mancha de la sangre de las víctimas, y por más que la valiente mujer la intenta lavar, la sangre aparece en uno u otro lado de la llave.

 

La esposa de Barba Azul ha adquirido conciencia de que la muerte que sigue es la propia, de que se encuentra habitando la casa de un asesino; de que la casa que habita, no es suya, de que ella misma es un huésped; huésped del mayor enemigo pensable. La nimia llavecita ensangrentada no puede ser más que una metáfora de la conciencia, de la verdad revelada, que siempre sangra, que nunca deja inmaculado el cuerpo, que nace en el peligro y es peligro y no dejará de serlo.

 

Releyendo este cuento, he llegado a pensar que tal vez la actitud de la esposa, inicialmente ingenua, y que posteriormente salva la vida, es la actitud que nos toca tomar: rebelarnos ante un huésped que no es tal y que no quiere ser tal. No tener miedo de las manos manchadas de sangre, del peligro del propio asesinato. Que el miedo frente a la realidad que nos desgarra en este país, y cuanto más por los hechos recientes, sea más bien el de cohabitar para siempre como extraños en un país regido por un estado, apéndice de la narcomáquina, que, tarde o temprano, se volcará contra nosotros, como ha hecho ya con tantas otras esposas ingenuas que ha seducido y degollado en su propia casa.

 

A pesar de la crudeza y de aparentemente regodearse en los detalles incómodos, es necesaria la activación política, ya sea a través de la aguda labor periodística, de las manifestaciones públicas, como las que estamos presenciando (aún a sabiendas del enorme riesgo que se corre en ellas de renunciar a la búsqueda del límite entre el cuerpo otro y el propio, y el riesgo aún peor de no hacer del otro un huésped sino un hostis, un enemigo, de perder de vista su rostro; el riesgo, pues, de emular la política de Estado, encargada de borrar el rostro del otro y recuperarlo odiándolo, el narco como enemigo a batir y a censurar, mientras el Estado, supremum bonum incarnatum, funge como pedagogo, juez y condenador del propio pueblo; el riesgo de anular la posibilidad  real de crear una domus común –una especie de atrio transitado y cohabitado por todos-). Esta resistencia ante la barbarie obstinada por exterminar el menor rastro corporal del ser humano, con toda su fragilidad y posible evanescencia, constituye la primera búsqueda de la negación de la precariedad de la vida, el tono que dice que hay libertad / y que alguien no paga impuesto al César[14], como canta Tranströmer, las piedras violentas que atraviesan la casa de cristal que queremos construir y dejan, inexplicablemente, cada ventana intacta. Es necesaria esta negación, como resistencia al silencio al que, a través del miedo, la narcomáquina y, cada vez con mucha mayor evidencia, el narcoestado, intentan orillarnos. Si renunciamos siempre de nuevo a la muerte y la desolación es precisamente porque antes hemos renunciado a someternos al poder destructivo del estado y el narco, que obligan a sus víctimas a callar, a dejarse morir[15]. Cuando el mundo exterior disminuye, se desvanece –como sostiene Bachelard-, el soñador de una casa por todos cohabitada ha de conocer un aumento de intensidad de todos los valores íntimos[16], ha de defender ese consuelo y condensarlo, y no al revés. Son la indignación y el peligro, la puerta por donde el cuerpo estrellado contra el suelo hasta la animalización deben entrar para estar a salvo; la voz del hostis, del extraño, desde esa puerta no se llega a oír; es desde esa puerta –por donde tantos en estos meses han osado transitar-- donde se puede entrar y salir y encontrar pastos, y encontrar paz.

 

 

 

NOTAS

 

[1] Foucault, Michael. Vigilar y castigar.  México, D.F.: Siglo XXI Editores, 1976.

 

2 Perrault, Charles. "Barba Azul". En línea: www.ciudadseva.com [Consultado el 20 de febrero de 2015]

 

3 Ídem.

 

4 Ibídem.

 

5 Foucault, Michael. El cuerpo utópico: las heterotopías. Argentina: Nueva Visión, 2010.

 

6“El suelo portátil” es un extracto modificado de El Territorio Instantáneo de la Comunidad Posmoderna, en:A. Lindón (2000): La Vida Cotidiana y su Espacio-temporalidad. Barcelona; Anthropos.

 

7 Yehya, Naief. Pornocultura: el espectro de la violencia sexualizada en los medios.  México, D.F.: Tusquets, 2013.

 

8 Zapata Cano, Rodrigo. "La dimensión social y cultural del cuerpo." Boletín de Antropología 2006: 251-264.

 

9 Carreres, Ángeles. Cruzando límites. La retórica de la traducción en Jacques Derrida. Oxford, Bern, Berlin, Bruxelles, Frankfurt am Main, New York, Wien: Peter Lang, 2005.

 

10 Ídem.

 

11 Reguillo, Rossana. “La narcomáquina y el trabajo de la violencia”. En línea: www.hemisphericinstitute.org. [Consultado el 20 de febrero de 2015].

 

12 Mateo Girón, Javier. "Zygmunt BAUMAN: una lectura líquida de la posmodernidad." Revista Académica de Relaciones Internacionales Oct. 2008: 1-26.

 

13 Löwy, Michael. “Barbarie y Modernidad en el siglo XX”. En línea: www.revoltaglobal.cat.

 

14 Nancy, Jean-Luc. La experiencia de la libertad.  Buenos Aires: Paidós, 1996.

 

15 Tranströmer, Tomas. El cielo a medio hacer. España: Nórdica Libros, 2010

 

16 “Resulta interesante que, entre los muchos videos que circulan en internet de las diferentes agrupaciones criminales, solo haya algunos pocos donde las víctimas supliquen o intenten defenderse. Una excepción es un video de una joven a la que un sicario tiene en el piso mientras la patea y le pisa el rostro. Ella asegura no saber nada de lo que se la acusa y llora pidiendo clemencia. No parece ser ese el mensaje principal que buscan los cárteles; por el contrario, se pone énfasis en la aparente calma de quienes van a morir. Es decir que, aunque el dolor mortal está presente, de alguna manera la víctima asume su destino con fatalidad, sin gritar ni expresar su miedo, como si se le arrebatara hasta ese último derecho.” (Yehya, Pornocultura, p. 273)

 

17 Esquinca, Jorge. "Luis Barragán: la casa como un templo." Crítica BUAP Nov.-Dic. 2014: 8-11.

 


Click HERE is best bookmaker in the world.
Offers Bet365 best odds.
All CMS Templates