• Verónica Mastretta
  • 21 Noviembre 2014
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 Es viernes siete de noviembre. Al subirme al coche, el muchacho que me hizo el favor de lavarlo, se despide de mí con un saludo amable. Me quedo pensando que en México, en general, la gente es cálida y amistosa, aunque si  uno se guía por lo que dicen los medios de comunicación, somos, según las crónicas, básicamente un pueblo de cafres, asesinos y corruptos. No es así. Me niego a aceptar eso.

Al arrancar el coche, el radio está prendido en la estación  que el muchacho estaba escuchando. Son las tres de la tarde y escucho una voz que anuncia que en breve empezará la rueda de prensa que dará el Procurador Jesús Murillo Karam acerca del avance de las investigaciones del caso Iguala. El radio -decía el teórico de la comunicación Marshall McLuhan, es un medio caliente, igual que el teléfono. Cuando un mensaje nos llega por un solo sentido, por alguna razón el impacto es tan poderoso como un tiro de precisión.  Oigo por primera vez en mi vida la voz del Procurador Murillo, y por el tono, sin verlo, puedo sentir su pesar y puedo compadecerme de los padres receptores de su mensaje, puedo compadecerme también del portador del mismo, porque es claro que lo que dirá, no por presentido dejara de ser menos doloroso e impactante para todos. El exceso de información tiende a volvernos insensibles hacia los temas recurrentes. Me pregunto si es una forma de defensa del cerebro contra el exceso de información que le es imposible digerir. El exceso de información nos insensibiliza, miles de imágenes nos han dejado ciegos. Demasiado ruido nos impide escuchar. Y sin embargo, al ir oyendo la descripción de lo que muy probablemente ocurrió la noche de Iguala, un frío helado cae sobre el corazón. Todos hemos perdido como país con estos hechos. Todos vamos a necesitar compadecernos primero de los padres de los involucrados y luego de nosotros mismos para poder aprender de la dura lección de estas semanas. En síntesis, jóvenes pobres, cuyas esperanzas de salir adelante estaban en las promesas quiméricas que les ofrecían sus  escuelas rurales, han sido  asesinados de manera brutal por otros jóvenes cuya salida de la pobreza y marginación creyeron encontrar en el trabajo y el dinero que ofrece el negocio floreciente del narcotráfico de la heroína que se extrae de las amapolas de toda esa zona.

Otra cosa son los autores intelectuales. Para ellos no encuentro explicación ni compasión alguna. Carne de cañón fueron los jóvenes esa noche, como lo han sido en la mayoría de las guerras del mundo. Y México está sumido en una guerra, eso es un hecho. Por el número de muertos en estos años, podría catalogarse así. Es un horror lo que narra el procurador, pero más horrible es oír a los jóvenes narrar lo que hicieron a otros "chavos" de su edad, como ellos les llaman a los asesinados, en sus declaraciones. Pobres de los padres de los jóvenes muertos. Pobres de los padres de los vivos, cuyos hijos serán unos muertos en vida en una cárcel en donde perderán para siempre la juventud y la posibilidad de redención. Pobres de todos que no hemos sabido cómo parar esto que se ha vuelto parte de la vida cotidiana en muchos lugares del país, nunca de manera tan visible como en este caso, pero igual de masivos o más, como el caso de las tumbas de San Fernando o la masacre de familias completas en Allende y tantos otros crímenes que, por frecuentes, han caído en el olvido.

Cuando un suceso negativo es recurrente, es que algo está dañado en el sistema, y perdónenme ustedes, pero todos los adultos tenemos algo de responsabilidad, poquita o mucha, en todo esto.  Leí una frase que decía: "estamos como estamos porque somos como somos". Ya ni siquiera sé decir si es un dicho tramposo, pero sí creo que le debemos algo o mucho a nuestros jóvenes perdidos en la violencia. Y vuelvo a escuchar la voz del jovencísimo sicario narrando las barbaridades de esa noche. También en su voz de aparente frialdad e indiferencia hay  miedo y  dolor. Y escucho después a los papás de los desaparecidos que no quieren ni pueden creer lo que les dicen. Todos necesitamos despedirnos de nuestros muertos antes de dejarlos ir y  poder seguir viviendo. Necesitamos decirle adiós a sus cuerpos dormidos para siempre. Entiendo que para estos papás esa posibilidad muy probablemente ya no existirá. Veo en el internet el lugar exacto en el basurero de Cocula en donde sucedieron los hechos. Sobre la tierra negra donde se quemaron los cuerpos, en poco más de un mes ya renace la yerba: es la poderosa fuerza de la vida que no nos necesita para seguir adelante. Los peritos trabajan sobre los pequeños brotes verdes, entresacando de las cenizas pedacitos de lo que fuera un ser humano, un diente, un trocito de hueso. Y en nuestro corazón colectivo solo queda un manojo de escarcha helada y un cansancio válido por un momento, porque después de descansar tenemos que trabajar para reconstruir el tejido social de nuestro amado país desde nuestras pequeñas e individuales trincheras.

Es posible. Y sí, creo que se vale cansarse, se vale admitirlo. Lo que no se vale es claudicar, no se vale no hacer nada. No se vale  elegir el camino de la violencia ni la alternativa que nos avientan los violentos de siempre a la cara, la violencia irracional que hemos visto en las calles en los últimos tiempos, violencia que el jueves dejó un policía muerto a golpes en el aeropuerto de Acapulco, muerto por los que protestan por  el caso Ayotzinapa, un policía con familia, con hijos, humilde. Un policía por el que nadie guardará un minuto de silencio público, porque ser policía en México el día de hoy es un peligro, una deshonra, un estigma. Un policía antimotines de Acapulco lo declaró hace  dos días: "nuestras vidas no valen nada, somos como unos animales sin valor para nadie." ¡Qué equivocados estamos! En lugar de luchar por su depuración, su capacitación, mejorar sus salarios y por fortalecer una imagen de respeto hacia ellos,  se les mate también impunemente, ante el ojo frío de las cámaras fotográficas, sin derramar una lágrima por ellos, sin que nadie haga una sola protesta por su muerte también salvaje. Estos policías son, la mayoría de las veces, mexicanos haciendo su difícil y mal remunerado trabajo. Quienes protestan, que ya ni siquiera son los padres de los 43 desaparecidos, sino usufructuarios de esa oportunidad de venganza, quienes  piden justicia, la piden con violencia, piden paz usando la  violencia y nos están tomando de rehenes a todos. Ojo por ojo y todos acabaremos ciegos. Ante un estado paralizado y ausente, el reto es encontrar  y abrir como ciudadanos organizados caminos para una paz basada en la justicia, la legalidad y la paciencia. Hacerlo antes de que se nos congele definitivamente el corazón.

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