Frunció la boca. Había amanecido con la conciencia puesta en la obviedad de que su cuerpo estaba envejeciendo. Lo miró bajo la piyama de pantalón y camisa con botones por la que había cambiado el camisón de encaje del que le salían los brazos firmes y los pechos en el lugar correcto. Se había vuelto señora de piyama, se estaba pareciendo a su mamá. Metió la panza, levantó los hombros y caminó hacia un extremo del cuarto.
Ahí dio veintiún vueltas sobre sí misma, hizo veintiún abdominales, veintiún levantadas de cuerpo sobre las manos y hacia arriba, veintiún torcidas de espalda yendo para atrás, hincada y con las brazos hacia abajo, veintiún mariposas: Respiró.
Concentrada en la urgencia de moverse, no se fijó en que por una rendija de las sábanas su marido la estaba espiando. Sonreía para sí. La miró hacer todo tan rápido que le pareció ver sólo un ejercicio de cada uno. “Aquí viene el sol” imaginó que cantaban los Beatles a sus espaldas. Cuando la sintió detenerse volvió a fingir el sueño. Le gustaba mirarla mientras ella no se daba cuenta. Mirarla y adivinar.
A veces andaba ensimismada, tenía ratos en que la enardecía mirarse al espejo. Le había dado por pensar en la vejez y él lo sabía tanto como sabía que él andaba en lo mismo, aunque lo hablara menos.
Tenían veinte años de vivir juntos y les habían cambiado algunos gestos, cada uno andaba en lo suyo, los dos ponían entre ellos algunas gotas de misterio y los dos sabían en dónde tenía cada cual su precisa dosis de claridad. No estaban lejos sus almohadas, ni había en su cama un hueco a cada lado y una protuberancia en medio del colchón. También él sentía a veces en el cuerpo las mismas dudas bajo la piel más arrugada, el ánimo más ávido y el cielo viéndolo vivir con la ironía de siempre: “¿A dónde vas que más valgas?”
Ella aún tenía el clítoris encendido y, según él podría dar fe ante quien fuera, tenía casi todo, ni se diga la cabeza, mejor puesto que nunca. Aunque sus pechos ya no anduvieran en las nubes.
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