• María Antonia Yanes
  • 13 Noviembre 2014
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Después de una intensa temporada de lluvias, el cinco de noviembre fue una de las mejores tardes en la ciudad de México.  A medio día la noticia se supo; habían detenido a Abarca, el ex. alcalde de Iguala , también habían encontrado varias fosas llenas de cadáveres, el número ya no importa ,- parece que se tratara de paja o de alguna cosa que ya no hace falta contar porque se mide por kilo -. En las redes sociales,  la gente avisaba que iba a ir a la marcha en protesta por la desaparición de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala. “Vámonos a la marcha” decía una  “A celebrar mi cumpleaños marchando” decía otro. Mientras leía este tipo de pensamientos en Facebook,  yo, no tenía planeado ir, ni siquiera tenía quien me acompañara. Mi hija se sentía mal. Fue un sentimiento repentino él que me llevó a ir ;  cómo es posible que yo tenga hijos  jóvenes de la edad de esos muchachos de Ayotzinapa, cómo es posible que yo no vaya y exprese mi indignación , cómo es posible  qué nadie sepa dónde están, que los desparezcan cómo si fuese magia, cómo es posible que no haya respuesta y el presidente esté en China, mientras estos muchachos están desparecidos,  como si se hubiera caído el autobús en el que iban  al mar, o estuviera perdido en el triángulo de las Bermudas donde operan fuerzas oscuras, lejanas a la razón y a la lógica.  Todo esto pensé mientras me ponía unos tenis para dirigirme al zócalo, o a Reforma o a donde fuera para gritar algo, para expresar mi enojo. Cuando tomé la decisión ya era casi la hora de inicio de salida, sabía que el punto final era el zócalo pero no cuál el lugar de arranque. Estaba indecisa si llegar directo al zócalo, pero entonces ya no estaría  en la marcha, tampoco sabía a  qué contingente me podía  unir. Me aventuré rumbo al metro, tomé un taxi, no era de sitio sino uno de la calle, no había tiempo. Le pregunté al taxista, un muchacho de unos veinte ocho años, que sería mejor; Voy a la marcha. -le dije,-  por lo de los muchachos de Ayotzinapa. Me dio una ruta posible, Barranca del Muerto, transbordo en Tacubaya.

  −-No estoy muy enterado de lo que me cuenta, ¿qué les  pasó? --me pregunta mientras busca dónde  hay menos tráfico--. ¿Y va sola?,  tenga cuidado.

 −En México generalmente en las marchas no pasa nada,  está más vigilada que toda la ciudad, le contesté.

  −Pues yo he oído que queman coches, saquean comercios.

 −Eso sucede muy poco, cada vez menos. − argumenté.

 −¿Y usted está de acuerdo?

 −No con el saqueo, no me gusta la violencia, pero no sé qué haría si me desaparecieran así un hijo.

  −¿Entonces qué va a hacer? −No le contesté de inmediato, porque en realidad no sabía bien qué iba a hacer. 

--Pues gritar --le dije, al tiempo que se paraba frente a Barranca del Muerto.

−Gritar… no pus tá bueno.

    Cuando vi la hora ya estaban a punto de ser las seis de la tarde,  me dirigí hacia Rosarito para transbordar en Tacubaya. En el metro le pregunté  a una muchacha dónde salía la marcha,  si le hubiera hablado en chino se habría sorprendido menos. Pregunté en Facebook: ¿Alguien sabe dónde empieza la marcha?  Lo peor es que le ponían likes a mi pregunta y nadie me respondía. Finalmente alguien me contestó “En los pinos”. Vi la hora; si llegaba al zócalo aún estaría muy lejos el contingente. Mi indecisión me hizo repetir entradas a distintas direcciones mientras el tiempo pasaba --creo que en realidad no quería llegar. Tenía miedo. No de los saqueos, ni  de que  me pasara algo. Miedo a ver el horror de lo que estaba pasando; toparme con los rostros desolados de  sus padres, ver a su hermanos, amigos, maestros, tíos, novias abuelos.

  Cuando salí de la estación Auditorio,  me recibió el viento tibio de la tarde. Avenida Reforma estaba cerrada. En la banqueta  se encontraban unos muchachos con una manta que tenía escrito es rojo las letras de  Ayotzinapa, les pregunté por la marcha, intercambiaron miradas, no sabían si los iba a agredir o a insultar, cuando  vieron mi interés me dijeron que ya había pasado hacia unos quince minutos. Me apresuré, corrí en busca de los marchistas. La avenida estaba cerrada a la circulación, por lo que solo se veían algunos peatones y varios ciclistas  disfrutando el  andar en bicicleta un miércoles en la tarde. Corrí sin sentido intentando buscar con quién gritar. No podía tomar ningún transporte. Empecé a caminar resignada. Sobre las fotografías de la exposición al aire libre de: “Cincuenta y tres fines de semana en la ciudad de México”. Empecé a leer las letras grafiteadas con spray: “Vivos se los llevaron vivos los queremos”, “Nos faltan 43”.  Sobre los paisajes e iglesias estaban pegadas pequeñas fotografías en blanco y negro; 19, 21, 20, 22, 18. Los números se siguen. Me detengo y veo sus rostros, conozco sus nombres, José Ángel,  Julio César,  Juan Antonio.  Están con el pelo relamido, la frente descubierta, sin una sonrisa. Parece que con su seriedad nos dijeran: “Has algo, me mataron, me desparecieron, me quemaron como se hace con la basura”.

 La circulación está  operando de nuevo. Han llegado varios vehículos con personal que trae tíner, estopas, jabón, guantes para limpiar las  frases de los insultos al estado, para llevarse las peticiones de justica, para desparecer  los rostros de los muchachos. El ángel de la independencia brilla. Todo está en calma, yo sigo caminando sin sentido, y con el corazón estrujado. No pude gritar, no encontré a la marcha. Como zombis me dirijo de regreso a mi casa, llevo los rostros de las fotografías de esos chicos en mi memoria. Somos varios los zombis que vamos en el metro.

Las noticias dijeron que quemaron un metrobús.

--¿Sabe usted cuánto cuesta un metrobús? , −pregunta el locutor−, por lo menos seis millones de pesos.

  Apago el televisor, es increíble que se digan esas cosas. Debe haber un noticiero , que hable sobre las fuerzas oscuras, que ponga en evidencia que el triángulo de las Bermudas se ha extendido a México , la gente desaparece por caminar, por mostrar su inconformidad, por darse un beso, por subirse  a un autobús , a un taxi, por ir a comprar el pan. Desparece y no vuelve. Solo nos dejan desasosiego e incertidumbre. Lo más terrible es que cada vez aparecen más triángulos de las Bermudas, están en las escuelas, en las calles en los cines.

  El viernes siete de noviembre,  en una conferencia de prensa el procurador mostró las descarnadas imágenes de los posibles cuerpos de los cuarenta y tres normalistas. Recuerdan a las fotos de los judíos exterminados por los nazis, solo se ven dientes, huesos calcinados y cenizas. Los testigos narran los hechos y el estupor ante el horror de lo sucedido, no me deja articular palabra.

  El triángulo  de las Bermudas – me digo-. Eso deseo, que no sea el ser humano el que haga esto, sino obra de algo que no está nuestras manos porque pertenece a otro planeta, a algo inalcanzable para la raza humana. Pero no es así, ésta es la sociedad, esto es lo que somos, un país en el que el único triángulo de las Bermudas es el del horror, la impunidad y la injusticia.

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