• Beatriz Gutiérrez Müller
  • 27 Junio 2013
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Por: Beatriz Gutiérrez Müller

17 de junio de 2013

3:45 am.

 

Amanecer en la colonia Morelos.

Hacia arriba, la inquieta luz de la luna.

Hacia abajo, el asfalto podrido, los hedores de las coladeras, la morbidez de la madrugada y los testaferros noctámbulos que comenzarán, horas más tarde, a trabajar.

La noche, en la colonia Morelos es como el día. Pareciera que pocos duermen en estas calles con nombre de oficios: Talabarteros, Jarciería, Panaderos, Marmolería, Hojalateros. Hay muchas luces prendidas, no solo las de la calle: prostíbulos, comercios abiertos, locales, recámaras, edificios completos, vecindades. Hay mucha gente en la calle: sentados en las banquetas, caminando, bebiendo, drogándose, merodeando no más. Hay varios de los que puede afirmarse que están coyoteando o en franca vigilancia de su territorio. Aquí asaltan, sí, pero sobre todo, aquí viven cientos de delincuentes que operan en toda la ciudad de México.

En este territorio, tan cerca de Tepito, todos, de algún modo, están enredados con el delito: por oficio o conveniencia; por necesidad o heredad; por opción o soledad, por silencio, complicidad o por la incapacidad, acaso también, de ganarse la vida de otro modo. La autoridad gubernamental hace como que ve pero todo sigue igual desde hace décadas.

Los antiguos vecinos se han marchado con el paso de los años. No es un lugar propicio para formar una familia; hay pocas escuelas y casi ningún parque. Los comanches se han ido apropiando de predios y viviendas a lo largo de los último 30 años, y los que no tienen otra opción más que permanecer allí, se encierran, se acostumbran a la zozobra y respetan a los nuevos huéspedes. Es raro, incluso, que un vecino sea asaltado por uno de estos comanches.

La Morelos hace honor al Generalísimo por la osadía y valerosa actitud de sus comanches: ellos son la autoridad; el terreno es libre y el tiempo, corto. Algunos ya merodean las calles esta madrugada. Como chacales, se asoman por las ventanas para tantear el cielo o el asfalto. Acaso más de uno ya haya mirado a la luna y, sintiéndose observado, haya preferido volver al cobertor. Acaso, haya dado aviso al resto de que allí los visita hoy la policía: son cuatro patrullas sin torretas prendidas, peinando la zona, deleitándose entre dientes ante el siempre inminente peligro y el paroxístico placer de atrapar ratas.

No hay batalla pero las calles con nombres de oficios se convierten, por unas horas, en el terreno del asedio. Policías y comanches se observan sin encontrarse a los ojos; se sienten, se perciben nada más a cada vuelta que dan las patrullas. Unos y otros no enuncian la ley del más fuerte sino el viejo adagio de que el rey dondequiera manda. Es curioso observar cómo la tensión sube y baja a cada cuadra mientras observo fogatas, altares prendidos con luz eléctrica o veladoras, incendio de llantas y grupos de jóvenes que ocultan sus botellas o de plano, echan a correr. Los dos son autoridad allí: unos por derecho, otros por Derecho. Se miran sin mirarse, se espían. Muchos comanches parecen inmóviles, como si retaran. La autoridad no ve flagrancia y sigue. La presencia de las patrullas es ya un hecho sabido por todos.

Así es esta tierra comanche, maloliente.

Las autoridades aseguran que el servicio de limpia es esporádico pues sus trabajadores son bolseados por comanches. Por eso, esquina tras esquina posan desordenados los restos de sus habitantes: botellas de refresco, pañales, bolsas vacías de frituras, corcholatas, cajas de cartón, envases de aceite, bachichas de cigarro, calcetines… Pero como en las calles con nombres de oficio lo que no sobra es miseria, los carricoches de hombres mayores, pepenadores o ropavejeros, hacen valer el proverbio viejo de que la ayuda es dada al que madruga. Tanto más está la luna en el cenit, más ganancia; en la medida en que el día quiere nacer, se va de pierde. Decenas de carritos se despliega por las calles. Sus conductores no riñen entre sí: hay respeto por cada cuadrante de trabajo. Como casi siempre acuerdan los comanches de cada banda: te dejo, me dejas. Un anciano que empezó temprano lleva el carricoche a tope. Pero sigue hurgando y ha obtenido de un bote un envase agujereado de agua Electropura y unas latas de Sprite que introduce en su vehículo. Cerca de él hay unos durmientes de la calle, unos seis, tapados por cobijas fétidas que ni se inmutan. En contraesquina, los policías supuran adrenalina momentáneamente cuando dos “sujetos” intentan no ser vistos y se resbalan hacia abajo del vehículo, escurriéndose por los asientos. Mala cosa: ambos, en el pasón y con cocaína. Baja la adrenalina. Esta es una victoria pírrica: “no vale la pena, no cuenta”, dice uno. “Esto es del diario”, le secunda otro. Y un tercero, el jefe, da la orden: “llévatelos a la barandilla”. Atrás, el caballero de la basura se ha ido a otra parte para seguir escarbando sin apercibirse de nada.

La noche quiere dejar de serlo. La humedad de madrugada, fría por la lluvia, empieza a calar pero eso no inhibe a los comanches: muchos ya han salido a trabajar. Se les puede reconocer. Son gazapos del bien vivir que van escribiendo en su rostro, año tras año, su fascinación por la clandestinidad, los subterfugios, la taquicardia, el peligro, la sedición, el atrevimiento. Pueden camuflarse de obreros en pos de su jornal a punto de abordar el pesero; pueden, incluso, combinar su noble trabajo con el delito, cubriendo un turno y otro. Es muy interesante saber que los fines de semana, el índice delictivo en la ciudad tiende a bajar.



Un joven esbelto y fornido, prieto, se recarga de pie en un poste de luz. Tiene las manos en los bolsillos del pantalón, las piernas cruzadas y la mirada puesta en las patrullas. Es oreja o un filósofo matutino; un desempleado o un novio celoso que vigila; es un comanche en descanso o un puntual panadero. No sé, pero mira el convoy de patrullas que, después de dos horas, ha optado por la dispersión: de cuatro solo quedan dos peinando las calles, ávidas de hallar flagrancias o pájaros de cuenta.

Pantallas y focos domésticos comienzan a encenderse. En menos de una hora y media, la ciudad se desatará: autobuses, camiones, vehículos; niños, viejos, mujeres; obreros, burócratas. El mundo de gente vivirá un día más. Pero aun es madrugada y los comanches siguen en vigilia. Siguen los pitazos. Difícil no creer que todo el barrio ya sepa, a las 5:00 am que por ahí merodean sus ávidos captores.

Debe haber sido la víspera cuando algunos acudieron a rogar ante una de las muchas imágenes de la Santa Muerte o “la niña blanca” que están empotradas en decenas de esquinas. De hecho, en la colonia Morelos está el “Único Santuario Nacional”, en Nicolás Bravo No. 35, donde se llevan a cabo misas por los presos, por los difuntos; exorcismos, curaciones y hasta bautizos, primeras comuniones, XV años.

La que veo es llamativa: está iluminada por dentro, con focos, y por fuera, con velas. La imagen debe medir lo que un adulto medio y se encuentra colocada en un pedestal. La ermita ha sido, hace poco, un “punto de reunión”. Bajo los cristales que la rodean y la protegen hay secuelas: las colillas de Raleigh aun se detienen en las zanjitas que tienen los ceniceros; son veinte manzanas o más, puestas en derredor de los cristales, por fuera, que no han sido robadas ni están podridas. También hay dos vasos con tequila y cinco ramos de rosas frescas. La creencia es que el culto a Ella por la noche hace emerger las “fuerzas ocultas” que dan poderes a los creyentes. No me quedé a comprobarlo.

El alba llega y la movilidad de la ciudad es ya inevitable. Las calles se pueblan para regalarnos su frenético ritmo, como todos los días. Los negocios alzan sus cortinas o abren sus puertas; en torno a las escuelas transitan novios besucones que en diez minutos comenzarán su clase de Matemáticas. Madres apuradas jalonan a sus chamacos. Una que otra aun trae un tubo prendido en el copete. Taxistas pirata y otros no, recogen pasaje. Se escucha la inefable serenata de la ciudad de México: bocinazos, arrancones, ruidos de motor, alharacas… Enfermeras, franeleros, ambulantes, pensionados, desempleados, todos, al mundo de la calle.

Al alba, también, los comanches van saliendo de sus alcazabas.





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