• Judith Castañeda Suarí
  • 18 Julio 2013
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Por: Judith Castañeda Suarí

Diez años de Profética y la creación literaria.

Judith Castañeda Suarí es una joven escritora mexicana que pasa los días imaginando historias desde Profética. Como esta que ahora presentamos en Mundo Nuestro. Un relato que ella ha extraído de las piedras que soportan los muros de la vieja casona reconstruída para albergar Profética, Casa de la Lectura. En una línea que sigue a los textos presentados con motivo del décimo aniversario de este proyecto cultural, este cuento se reconoce desde la ficción en lo que ya ha logrado establecer Profética: es también el espacio para la creación literaria.


Por aquí debe estar, piensas, entierras las uñas intentando revolver el embaldosado. Nada, sólo siembras tu desesperación, la transparencia de tu sangre. Aunque ese matorral no devuelve a la entrada su apariencia primera. No es posible tal cambio en un día, en unas cuantas horas, no, te dices, repites una y otra vez como si rezaras. Y sin embargo se trata de la misma entrada, lo sabes con seguridad; es la esquina del convento, el amontonadero de escombros y piedras cundido de abandono.

No está, no lo encuentro, rindes al fin voz y hombros. Ahora, a solas, el eco de tus palabras aleteando muy cerca de ti, parece no importar la eternidad pasada en esta esquina, las veces que subiste la escalera hacia un pasillo sin barandal, hacia un rincón semejante al cielo raso de una capilla abierta. No lo encuentro, repites, y las renovadas alas de esa derrota hacen que voltees hacia el fondo. La pared amarillenta nada guarda de la otra, la acribillada de zonas sin yeso, de fisuras, la llena con su sombra.

Su sombra, dices, y es como si besaras al viento en los labios. Poco te queda de esa silueta larga, y menos conservarás de prolongarse los minutos sin encontrarla. Apenas la recuerdas; una línea, la fluidez de una curva, la ilusión de alejamiento cuando pasaba de un muro a otro. Va desvaneciéndose de a poco, y susurrar no te ayuda a recuperarla. Por el contrario, tus palabras vuelven gris, plano, un espacio donde antes, ayer, quizás, acomodaste la biografía que atesoras como si se tratara de un estertor último, de un diamante.

Su sombra, escuchas. No es un eco sino una respuesta que baja una escalera que no conocías, hecha con andamios. Sí, contestas a lo rasposo de ese sonido, por instantes más cercano. ¿Sabe usted dónde está?, no deseo olvidarla, es suya, la busco desde hace… Las siguientes voces te interrumpen. La varilla, descarguen el cemento, el yeso, hace falta apuntalar, dicen, apresuran a más de un hombre que traspasa tu cuerpo sin siquiera adivinarte.

¿Quiénes son? Esa duda no dicha derriba un par de andamios. Los hombres corren, estiran la mano para ayudar a otro a levantarse. No fue nada, ten más cuidado para la próxima, reclaman, alguien se obliga a sonreír, y tú dejas de observarlos en cuanto percibes un nuevo rumor.

El sonido es diferente. No fricciona las superficies, al modo de un carpintero, tampoco pone tropiezos en el camino de quienes acarrean metal y tablones. Parece más bien una alfombra, hilos gruesos que reciben el deslizarse de un tufo agrio, de aceite almacenado más allá de su caducidad.

Ignoras ese tufo. Comienzas a subir, los ojos en cada uno de tus pasos, sin ver la sucesión de días y anocheceres en la pared, blancos y negros que pintan un calendario en el cubo de la escalera. Ese tiempo, al gastarse, va limpiando la casa de escombros, de albañiles, de vagabundos, de tablones apartados para escapar a otro día sin techo.

Entre ese transcurrir de días el rumor se vuelve un casi silencio, un listón de seda que al rozar tu cuello trae el recuerdo de la sombra, su ausencia. Así acariciaba el muro del fondo y las habitaciones. Así subía a la azotea y atravesaba los pasillos cargando una cubeta de agua sucia, un cepillo, un montón de trapos viejos.

Así, como deslizándose, o eso quieres creer. Pues no es seguro que la biografía que desde siempre has acomodado en los resquicios de la sombra le corresponda en realidad. Recorrer las cuentas de un rosario, limpiar, atender religiosas durante el tiempo entre oficios, llenar mesas largas con platos, cucharas, agua y pan, ver cómo más de una parvada negra llega a arrastrar sillas, a acodarse, los ojos en el fondo de un plato vacío mientras allá, en el atril, once hombres se alejan llevando la voz de un recién ejecutado entre sus ropas… Cualquiera puede cargar con la pequeña responsabilidad de tales actos, ¿por qué sólo esa sombra lo haría?

Mientras piensas en ella una luz te clava justo a la mitad de la escalera. Alzas los ojos, caes sobre la rodilla derecha, una greca de cuatro puntas de frente a pecho. El dueño de la sombra debió presenciar el mismo milagro, el de la claridad sin velas, y como tú, rendir un tributo idéntico a la imagen trazada en el muro, se te ocurre al observar las dos líneas rojizas, el título nobiliario que cuatro letras otorgan a un muerto carmesí, de brazos abiertos, presente aun en cruces vacías.

Y no llegas más arriba. De pronto parece no importarte ver si ese rumor de seda flota sobre un cementerio de ángeles y catedrales, de mármol o de papel, si con su nata, esa sedosidad cubre también al dueño de la sombra, sirviente enjuto cuya presencia podría completar unos recuerdos cada vez más nebulosos.

Porque la biografía que guardabas pierde aristas de a poco. Porque en el pecho te queda un grito y nada más, la oscuridad de una celda al final del pasillo, un crucifijo rematando una cabecera de enfermo, un hábito negrísimo, un amasijo de mantas enrojecidas. Persiste sólo la cruz en el cubo de la escalera, nueva a base de retoques. Una cruz parecida a la de aquella celda. Ahí, tal vez… La esperanza de encontrarte con la sombra, de verla de nuevo manchando los muros, te hace rozar la imagen. Es apenas una caricia, un suspiro; aun así, a pesar de la levedad, una llovizna de yeso nace de la yema de tus dedos. Es la desesperación anterior, la maraña de hierbajos que sembraras en la entrada. Por aquí debe estar, es aquí que volverá, repites.

Una silueta negra te hace callar. No parece un hombro, ni un brazo. Es más bien cuadrada, larga y muy fina. Voces la acompañan, órdenes: retocar la pintura a más tardar para mañana, barrer el yeso suelto. Y tú piensas en la otra sombra; podría confundir esta vieja casona con una nueva, podría no regresar ya. Y no vas a permitirlo, ni la limpieza ni el retoque. Volteas. Alguien se acerca. Una escoba, una cubeta, como el dueño de la sombra. Nunca serás él, gritas, avientas la escoba lejos de la escalera, le arrebatas la cubeta. Y se aleja corriendo quien se acercara, resbala con el agua jabonosa. Si vuelve lo correrás de nuevo, piensas, lo harás cuantas veces sea necesario.

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