• Verónica Mastretta
  • 13 Junio 2013
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Por: Verónica Mastretta

Al antiguo barrio de Xonaca  nos llevaban de niños. Mi abuela tenía por ahí unos terrenos en los que estuvo una ladrillera. Ahí, en lo que ella consideraba las afueras de la ciudad, le encantaba criar gallinas y engordar puerquitos. Se llegaba por las faldas del cerro de Loreto, por la calle de la Cruz Roja hasta llegar a la inquietante "Fuente de los Muñecos", construida sobre un pozo  seco en memoria de los hijos de un caporal de Maximino Ávila Camacho que  en una tarde de lluvia se perdieron rumbo al colegio. Se asumió entonces que se los tragó el pozo. A mí esos niños  de talavera adentro de la fuente siempre me dieron miedo aunque hasta hace poco supe  de su leyenda. Sus esculturas y su fuente tienen algo de fantasmal. Al pasar la fuente se entraba a un mundo misterioso y remoto. Xonaca era entonces  parecido a algunas calles de Coyoacán. Tenía una Iglesia de piedra sin estuco, con un atrio sembrado con fresnos que ya entonces eran enormes, y frente a ella, un edificio abandonado. Nada menos que el antiguo palacio episcopal en donde muchas noches durmiera Juan de Palafox cuando quería descansar y retirarse al campo. La iglesia, como ahora, se erguía bien conservada y con un culto vivo y ferviente; no así el palacio, que estaba entonces  cayéndose a  pedazos. El barrio, uno de los primeros de Puebla, recibió su nombre del cerro de Xonaca. Cuando se fue edificando, todo ese rumbo estaba lleno de arroyos y ojitos de agua que desembocaban en el Río San Francisco. Hoy solo quedan vestigios de todo, tanto del entorno natural como de lo que fuera el barrio con su carácter colonial, sus arcadas, su pequeño acueducto. En medio del desorden urbano y avenidas enormes, de repente, como un regalo, una sorpresa y don, aparece el pequeño espacio en el que está la iglesia, dividida del palacio por una callecita  en la que reina un fresno que debe de estar cumpliendo ya los 200 años. Está casi al final de su vida, porque los fresnos no suelen vivir  mucho más. Como dice José Luis Escalera, mi acompañante y guía el viernes pasado a ese recorrido por el pasado y la memoria, ese fresno es el más hermoso de Puebla. Es perfecto. No ha recibido "podas de equilibrio" ni otras aberraciones que suelen hacer los  humanos sobre los árboles. ¡Seguro no lo han visto los de parques y jardines de ninguna administración! ¡Dios nos libre de tal desgracia!  Una mano anónima en el pasado le ha creado alrededor un redondel enorme para enmarcar su belleza y protegerlo de los coches y los vándalos. Su sola contemplación y su presencia crean una "experiencia religiosa", que diría una canción, y entendiendo a la palabra religiosa desde su raíz, que es  re-ligar con el espíritu superior. El antiguo palacio episcopal fue comprado por una empresa transnacional que opera los restaurantes "El Portón"; lo ha restaurado y ha creado ahí uno de los espacios más interesantes  y entrañables de Puebla. Por supuesto que hubo quién se cortó las venas por ello, pero antes, a nadie le interesó ni comprarlo ni restaurarlo, ni a la misma iglesia católica ni a los gobiernos,  que ambos, por dinero cuando quieren, no paran. En Puebla, como decía una amiga de México que se volvió más poblana que el mole, da miedo ver a un árbol bonito y grande. Basta admirarlos para que al día siguiente aparezcan podados, mutilados o de plano, talados. Este árbol sin defecto, perfecto y maravilloso, con un tronco enorme y sin cicatrices, al igual que el antiguo palacio episcopal han sobrevivido a la barbarie de los poblanos de los últimos setenta u ochenta años. Mi mamá heredó de sus papás en esa zona, en 1975, un terreno que  afortunadamente expropió Marco Antonio Rojas para hacer ahí un parque. Ella era una persona generosa y  amaba a su ciudad; no se opuso y aceptó las bajas indemnizaciones de entonces.-"Es para un parque, así que está bien", nos dijo.  El viernes terminó ahí nuestro recorrido al pasado: viendo jugar a los niños y a los jóvenes en uno de esos escasos oasis que son los parques de Puebla. Jóvenes, viejos y niños disfrutaban del espacio sin discriminación de edades. Quiero guardar en mi memoria la imagen del fresno de Xonaca, lo que queda del carácter del barrio, la silueta del antiguo palacio y la agradable conversación entre José Luis y yo, unidos por el cariño que se tuvieron nuestras mamás y que queremos honrar con un pequeño proyecto de rescate de un rinconcito de Xonaca. En eso andamos. En ese rinconcito cabe un nuevo fresno o una jacaranda que queremos dejar ahí, para que alguien, en 200 años, los contemple. ¡Junto a árboles así, nada es el hombre!, decía un poeta cuyo nombre no recuerdo.

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