• Héctor Aguilar Camín/Día con día
  • 18 Febrero 2016
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El Papa y el castigo teológico de México

 

El Papa Francisco  ha hecho  dos alusiones   al diablo en relación con la actual violencia mexicana. Se preguntó en una entrevista: “¿Quién tiene la culpa de esta violencia?” “¿El gobierno?”

 

Contestó: “Esa es la respuesta más superficial. A México el diablo lo castiga con mucha bronca”.

 

Repitió su alusión más tarde,  con mayores resonancias teológicas.  Dijo: “Yo creo que el diablo le pasó la boleta histórica a México”.

 

La palabra “histórica” sugiere  aquí que México tiene una cuenta del pasado que pagar, un pecado viejo  que  está pagando hoy; un pecado que el diablo  le cobra   de más, con “mucha bronca”, suponemos que  a cuenta del buen Dios.

 

 No sé si exagero las implicaciones de las palabras , entre irónicas y punitivas, de Francisco, ni si traduzco  bien su sentir profundo.

 

La verdad, no se me había ocurrido que hubiera en las cuentas teológicas de la Iglesia  esta deuda histórica de la impiedad mexicana. Pero algo hay de eso aquí : con la violencia de hoy, el diablo le cobra a México una deuda histórica con Dios.

 

México ha tenido dos  guerras religiosas, ambas perdidas por la Iglesia: la de la reforma en el siglo XIX y la Cristera en el siglo XX.

 

Esta última ha sido la cantera  mayor de mártires y santos  mexicanos . La Iglesia de Roma no deja de voltear a ella y volteará nuevamente  en estos días con la canonización del niño de Sahuayo.

 

No seré yo quien diga que la guerra cristera  de los años veintes del siglo pasado fue una guerra justa del estado contra el fanatismo. Pero tampoco lo contrario.

 

 Hubo en el bando piadoso tantas atrocidades como en el otro,   suficientes para probar que la historia, sobre todo si anda en guerras, no está regida por la buena voluntad de nadie, digamos Dios.

 

Suponer que Dios cobra en la historia los agravios que él mismo ha puesto en ella, es suponer a un Dios cruel con sus creyentes y vengativo con los no creyentes. Es un Dios equívoco, más que todopoderoso.

 

Lo cierto es que la historia es un horror indigno de cualquier arquitecto supremo.



Misa el 12 de diciembre de 1928 en Coalcomán,Michoacán.

 

Francisco, el Diablo y La Guadalupana

He visto completa la notable entrevista de Valentina Alazraki en la que el Papa Francisco dice que el diablo castiga “con mucha bronca” a México.

 

La entrevista tiene lugar al pie de un enorme cuadro de la Virgen de Guadalupe. El pasaje literal dice así:

 

“No es el primer momento difícil que está pasando México. Engancho con la Santidad: México pasó momentos de persecución religiosa que engendró mártires. Yo pienso que a México el diablo lo castiga con mucha bronca. Por esto”. (Señala con el dedo a la Guadalupana).

 

“Creo que el diablo no le perdona a México que ella haya mostrado ahí a su hijo. Interpretación mía. O sea, México es privilegiado en el martirio por haber reconocido, defendido, a su madre.

 

“Y esto lo entiende usted muy bien. Usted va a encontrar mexicanos católicos, no católicos, ateos, pero todos guadalupanos. Es decir, todos se sienten hijos, hijos de la que trajo al salvador, que destruyó al demonio. El valor de la santidad también está unido ahí.

 

“Yo creo que el diablo le pasó la boleta histórica a México. En la historia [de México] siempre han aparecido focos de conflicto graves.Y por eso todas estas cosas.

 

“¿Quién tiene la culpa? ¿El gobierno? Esta es la solución, la respuesta más superficial. Siempre los gobiernos tienen la culpa. Sí, el gobierno. Todos tenemos de alguna manera la culpa o al menos no hacernos cargo del sufrimiento”.(https://www.youtube.com/watch?v=toU239Bg0LM)

 

La culpa profunda la tiene el diablo, nos dice Francisco. Y lo que el diablo castiga en la historia de México no es la impiedad, como sugerí en mi columna del viernes pasado, sino lo contrario: la religiosidad guadalupana.

 

En la visión escatológica de Francisco, México es el escenario de la batalla del diablo contra  La Guadalupana, un escenario, “privilegiado en el martirio por haber reconocido, defendido, a su madre “.

 

Esta interpretación de la batalla teológica de México tiene algo de condena fatal. Si las desgracias de nuestra historia son el precio del guadalupanismo, no tienen cómo acabar: mientras dure la fe guadalupana durará el martirio.

 

No es la impiedad entonces lo que habría que corregir para expulsar al diablo de nuestra historia, sino la fe.

 

Según la implacable lógica teológica de Francisco, México será privilegiado por el martirio mientras sea guadalupano, y se curará de las desgracias que lo agobian cuando deje de creer.


Fusilamiento del sacerdote Francisco Vera el año de 1927 en Jalisco.

 

 

La Cristiada y el martirio

 

He leído las páginas arrebatadoras de Jean Meyer sobre el martirio cristero, las inspiradas páginas que nadie debe perderse en el tercer tomo de su extraordinaria historia de La Cristiada. (Siglo XXI Editores, Vol. 3,pp-297- 323).

 

Quien lea esas páginas entenderá por qué Roma vuelve una y otra vez a esos años terribles y por qué ha recogido en ellos a la abrumadora mayoría de los santos mexicanos.

 

Vistos desde el interior de su fe, los cristeros representan un momento único de la historia religiosa,  son un recordatorio cabal, en pleno siglo XX, de la llana entrega de la vida por la fe atribuida a los primeros cristianos.

 

La suspensión de los sacramentos, antes que la persecución política, echó a estos campesinos del occidente y el norte de México a la rebelión. En muchos sentidos buscaban más la muerte que  la victoria, pues la muerte era para ellos una señal de salvación, la prueba de que eran del plan  de Dios  para el advenimiento de su reino.

 

“Qué fácil está el cielo ahorita, mamá”. Esta frase multicitada del beato Joselito, el joven cristero asesinado en Sahuayo  y santificado en estos días, era moneda corriente en la Cristiada, abundante de madres que mandaban a la guerra a sus hijos únicos, recibían la noticia de sus muertes con lágrimas mezcladas de pena y de gozo.

 

Durante los tres años de su rebelión, (1926-1929), la grey cristera vivió una experiencia única, del todo inesperada, que iluminó sus  vidas  con un resplandor  sangriento y sobrenatural.

 

Su aventura, dice Meyer, “más que una cruzada es una imitatio christi (imitación de Cristo) colectiva. . . De pobres diablos insignificantes, se convierten en mártires”

 

El jefe cristero Aurelio Acevedo dijo a su confesor: “Si voy a morir por Cristo, no necesito confesarme”. Años después le explicó a Meyer: “La mayoría de nosotros pensaba igual. Es el bautismo de sangre, que dicen que es mejor que el bautismo ordinario”.

 

Concluye Meyer: “El pueblo, aislado de la fuente sacramental, se daba el sacramento global del sacrificio cruento”.

 

Si el  espectáculo descrito por Meyer  es conmovedor para un lector laico como yo, entiendo que sea un imán irresistible para los creyentes y para los ojos atentos de Roma.



José  Sánchez del Río, Joselito.

 

Los santos y la guerra cristera

 

De los 31 santos mexicanos, 26 son cristeros. El último es  José  Sánchez del Río, Joselito, santificado por el papa Francisco el 16 de enero  pasado y celebrado ayer en Michoacán.

 

En la guerra cristera hay todavía mucha tela santa de donde cortar. Dice Jean Meyer en La Cristiada que    podría haber una lista de hasta de 250 “mártires verdaderos”, medidos según los criterios de “resignación, dificultades extremas de la resistencia, atrocidad de los sufrimientos, magnitud de la tentación, etc.” (vol. 3 p. 298).

 

Un criterio seguido por Roma en la elección de estos santos es que hayan padecido el martirio sin resistirlo, es decir, sin ser haber sido, desde su bando, parte activa de la violencia que los destruyó, exigiéndoles renunciar a su fe.

 

Hay algo que discutir históricamente sobre si personajes santificados como Miguel Pro, que facilitaba las acciones violentas de su hermano, o Anacleto González Flores, que dio la orden de rebelión general en 1927, cumplen con estos requisitos.

 

Y si el solo hecho de combatir con las armas en la mano, no descalifica a la Cristiada toda como martirológica.

 

Las atrocidades cometidas en el curso de una guerra, como el sacrificio de no combatientes, son consustanciales a la plaga de la guerra, no al  martirio.

 

Martirio es el padecimiento voluntario de la muerte en defensa de la fe, cosa que la guerra cristera en su conjunto estuvo lejos de ser.

 

Según las cuentas de Jean Meyer, esa guerra produjo entre 70 mil y 85 mil muertos, una media de 2 mil muertos mensuales, de los cuales al menos una tercera parte, fueron anticristeros.

 

Una guerra desigual, pero una guerra. La diferencia esencial es que unos morían en el alivio  espiritual de su fe, y los otros morían sin creer bien a bien en nada, por disciplina política o militar.

 

Vista sin el velo religioso que a la vez la santifica, la justifica y la encubre, la verdad no hay nada terrenal que celebrar en aquella guerra cruel, estúpida y fratricida, como todas las guerras.

 

La noción de santidad le viene mal a esta guerra productora de santos.

 

La carrera de los santos

Es difícil precisar para un no especialista cuántos santos hay en la Iglesia Católica. La cifra no es accesible con certeza en ninguna fuente de fácil consulta, La que he encontrado dice que puede haber  10 mil  santos católicos, uno por cada cien mil creyentes. http://bit.ly/1QcArSX

 

En las últimas décadas el Vaticano ha vivido una especie de carrera de los santos. Juan Pablo II otorgó 483 santificaciones, más que todos sus antecesores en medio siglo, entre ellos la de 117 mártires vietnamitas, reconocidos en 1988.

 

El papa Francisco ha dejado atrás esa cifra con sólo un golpe de mano, al santificar a los 813 ciudadanos de Otranto que , en el año 1480, rehusaron convertirse al islam, y fueron decapitados por ello.

 

A las santificaciones les conviene la distancia histórica, el velo del remoto pasado, entre otras cosas porque los santos deben cumplir con dos requisitos complicados después de muertos.

 

Primero, ser beatificados por su fama de santidad, por sus virtudes heroicas o por su proceso de martirio.

 

Segundo, haber producido un milagro, que ha ser médico o físico, no moral. En ambos casos debe tratarse de un hecho inexplicable para la ciencia.

El  milagro de los mártires de Otranto fue la cura, en 1981, del cáncer de ovarios de la hermana Francisca Levote. Fue un milagro médico sujeto a sospecha, pues los doctores dijeron después que la religiosa había sido sometida con éxito a quimioterapias y radioterapias.

 

Un milagro no médico ocurrió en Badajoz ,  el 25 de enero de 1949, donde , por intercesión de San Juan Macías, tres tazas de arroz dieron para compartir bastantes ollas de arroz hervido, como pudo atestiguarlo todo el pueblo. (http://es.catholic.net/op/articulos/24010/el-proceso->de-beatificacin-y-canonizacin.html).

 

José Sánchez del Río, Joselito, fue beatificado por su “proceso de martirio”. El milagro que lo hizo nuevo  santo mexicano, es la cura inexplicable, en 2008, de la niña Paulina Gálvez Ávila, bebé de cuatro meses diagnosticada con daños cerebrales irreversibles, que regresó de esa condición a la normalidad luego de los rezos hechos por sus padres al ya entonces beato Joselito.

 

Los hechos, supuestamente sucedidos en un hospital de Aguascalientes, no han sido desmentidos por ninguna instancia médica. No los puede confirmar ni desmentir esta columna.

Cristeros ahorcados en Jalisco.

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