Ilustración de portada: Casandra Robredo Bretón, mayólica. 2013 En su memoria, Mundo Nuestro publica el primer capítulo de la novela. Publicamos, además, un texto de la escritora Ángeles Mastretta (El rebozo de Esther), y el arranque del texto Aroma de Luto, de la historiadora Emma Yanes Rizo, publicado por la revista Artes de México. Esther Rizo Campomanes (1921-2013) Memoria de Esther Rizo Por Paulina Mastretta
16 de septiembre Hace 203 años un pueblo quiso ser libre. Ayer murió otra heroína de la patria, Un momento que me dejó paralizada Una vez alguien dijo: “Uno no muere Recuerdo claramente que juntas Gracias tía, gracias por tu sonrisa Descansa en paz.
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Cuando llegaron a Orizaba –le relató Juana a su hija el viaje que había emprendido con su familia hacia el exilio—el hotel les pareció un oasis. Su amplia terraza con mecedoras de madera blanca daba al jardín, cuyo buen olor a gardenias y jazmines parecía refrescar el aire que penetraba hasta el comedor, en el cual se notaba el movimiento que precedía a la cena. Su ánimo mejoraba con las conversaciones en voz alta y la risa de huéspedes que, como ella, buscaban un refugio temporal, un paréntesis para preparar su regreso a la capital o la continuación del viaje hacia el extranjero.
Carmen y Juana apresuraron a su padre para que las condujera a las habitaciones que ocuparían él y su madre, a quien tomaban por la cintura, pues casi no se sostenía sobre sus pies.
Les encantó la amplitud de la recámara, la inmensa cama de latón con sus balaustradas de cobre recién pulidas. Los mosquiteros blancos y la lencería de Brujas; les confortó saber que, a pesar de tanto borlote, todavía, en algún lugar, quedaba un resto de buenas costumbres. Un aguamanil de porcelana blanca decorado con flores y, haciendo juego, una gran jarra llena hasta el borde que le servía para asearse. El tocador con su amplia luna biselada y su banqueta, un pequeño sofá, dos sillas doradas y los sólidos burós, a cada lado de la cama, todo en el más puro art nouveau, completaban la decoración.
Tenían la intención de ayudar a su madre a desvestirse, y así poder liberarla del apretado corsé que con dificultad le permitía respirar. Primero le quitaron los zarcillos de perlas y el collar de tres vueltas. Desabotonaron lentamente su vestido de viaje de brocado gris. La despojaron de los apretados botines de cuero, de los innumerables refajos y, por último, del corsé que había encajado sus varillas en la piel, de tal manera que parecían marcas de latigazos.
Era la primera vez que miraban su desnudez, sus caderas y sus senos mórbidos. La lavaron con agua de rosas y aceite de romero. Deshicieron el alto moño construido con sus trenzas castañas, despojándola de horquillas y ganchos. Con su cepillo suave alisaron sus largos cabellos que llegaban a la cintura y los ataron con un listón. La espolvorearon con su talco preferido de la casa Coty y la vistieron con un camisón de lino blanco, abotonado hasta el cuello rematado con un lazo del mismo color que el de sus cabellos.
Cuando lograron acostarla, animadas por sus suspiros de alivio, se atrevieron a preguntarle cómo se sentía. Les respondió solamente con una tierna sonrisa de despedida.
Su madre no volvió a pronunciar palabra. Se había quedado enredada en sus adioses. Ella, que nunca quiso irse de México, había sido invadida por el silencio. Inhábil para descubrir bellezas extrañas, demasiado cansada para intentar emprender nuevos caminos, se quedó atrás, sin sueños ni palabras.
El corsé descansaba sobre las losas del cuarto, como una muñeca rota.