• Emma Yanes
  • 04 Abril 2013

El corazón del bosque.

Emma Yanes, 52 años, historiadora.

La historia de Tetela de Ocampo en la Sierra Norte de Puebla es la de un pueblo  que prefirió el bosque al oro.

 --Porque el oro es el corazón del cerro --dice un lugareño--,  y si se lo quitas, morirá el bosque y nosotros con él: no habrá entonces más pinos, ni agua, ni niebla, ni cascadas, ni ríos limpios.



Frente al Zotol y sus cascadas de niebla y vida, los humanos somos diminutos, pero algunos de ellos tienen la posibilidad de destruir la serranía circundante con la tecnología de la minería a cielo abierto. ¿Sabrá aquél hombre que quiere su mina de los colibríes, las mariposas en flor, el agua cristalina que se ofrece espléndida a cada paso, sin pedirnos nada a cambio? O simplemente pretende tener más de lo que ya tiene a costa de los otros, por la simple confusión del que cree que la felicidad no está en el respeto a lo que la naturaleza ya nos ofrece, como el agua misma, sino en saciar negocios millonarios de corto beneficio para la población afectada. En fin. Quiero invitar a aquél minero a nuestro viaje por estos paraísos, en el que ciertamente el dinero se necesita muy poco.

El miércoles santo nos hospedamos al pie del Zotol en la casa del pintor don Rafael Bonilla, con su patio rodeado de flores y esculturas. Cada cuarto está adornado con cuadros que en su mayoría escenifican a Tetela y sus cerros. En el comedor y la cocina las paredes están ataviadas con jarros  y cazuelas de barro, la mesa y las sillas son del tronco de algún árbol. Afuera hay un estudio y una sala de estar, donde los niños pintan piedras. La luna llena y la fogata nos acompañaron la primera noche. 



Al día siguiente fuimos a las cascadas. Los encinos, helechos, flores y liquidámbares nos custodiaron en la bajada hacia la poza. Devoción es lo que sientes cuando el agua fría te vuelve a la vida. Fue una noche de estrellas.

El viernes salimos temprano rumbo a Ahuacatlán. Me pregunto cómo pueden multiplicarse tanto los cerros, los árboles y la niebla sin cansar la mirada. Las huellas de los derrumbes de  las lluvias de octubre de 1999 siguen ahí. Pero la naturaleza poco a poco se reconstruye. Dice el tío Carlos que lloró rumbo a Tepenzintla ante la magnitud de la montaña. Y los niños jugaron en el río. Con la niebla todo está ahí, sin estarlo, en un suspiro lo grandioso desaparece, para resurgir después magnánimo.

Y tú eres nadie. Llegamos a Ahuacatlán. En su iglesia cada santo es como una figura de merengue, un pastel toda ella, con el mismo aire de la Casa del Alfeñique en la ciudad de Puebla. Habrá que imaginar a los evangelizadores cruzando el bosque sin vereda alguna para dotar a los indígenas de una nueva doctrina, que aún hoy escenifican puntales: sangre corre en efecto de las heridas del joven que actúa de Jesucristo. Un rebozo de hilo manufacturado en telar de cintura me cubrió del frío. Algunas mujeres usan aún falda negra, cinto rojo y blusa floreada, los hombres pantalón de manta. De nuevo fue noche de estrellas. Y el olor del limonero apaciguó mi sueño.



El sábado fuimos a La Cañada, donde todavía está el cascarón de la antigua mina, que fue de cualquier manera más amigable con el medio ambiente. La montaña nos recibió espléndida, a pesar de nuestros ridículos trajes de baño y sombreritos. Encontramos diversas caídas de agua a lo largo del camino, descansamos al pie de una pequeña poza. Ahí, Ana y Paulina jugaron con el agua. Mateo convirtió en resbaladilla una enorme piedra. Maru del Valle volvió su sombrero un arreglo floral. Una mariposa se posó sobre la cabeza de Casandra. Sergio dio el toque final creyendo que había perdido las llaves. Comimos en casa de la familia Larracilla, un lugar formidable rodeado de bosque y de agua, y con una jacaranda en flor. Una casa de descanso, una familia de paz que festeja cada año en el sábado de gloria, el cumpleaños del anfitrión, mismo que invita al parecer a casi todo el pueblo. Una familia intranquila ahora por la amenaza en su propio terreno y los cercanos por el proyecto de la mina a cielo abierto. Y ellos dijeron no. Y se los agradece el bosque y el pueblo. Y nosotros se los agradecemos con nuestros ojos aún impregnados de los verdes y ocres de los encinos y el rojo de la bromelia que parece encender los árboles. Una familia de paz, contra la mina a cielo abierto, sin más remedio. Porque no hay mayor riqueza posible, dicen por aquí, que la del bosque, el agua y la niebla. 

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