• Verónica Mastretta
  • 17 Agosto 2015
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Mi suegra era una señora muy simpática, con una inteligencia privilegiada y una capacidad para volver cualquier conversación en algo divertido, porque condimentaba sus historias con sencillos sucesos de la vida cotidiana. Era una creyente en que existían las malas influencias, las compañías perjudiciales y los malos ejemplos.

 

Dichas creencias las ilustraba contando la historia de un pato blanco, muy limpio y metódico y que vivió en su casa. En el jardín  había una fuente en la que el pato se daba regios y soberanos baños varias veces al día. Entraba y salía del agua para luego ponerse al sol y dedicar mucho tiempo a alisarse el plumaje con el pico, dar unas vueltas por el jardín, y a la menor mácula, volver a  la fuente hasta quedar albo como sábana de altar. Un día, una amiga le ofreció regalarle un pato para que le hiciera compañía al suyo; el pato de la amiga vivía en un patio donde no había fuente, vamos, ni siquiera una tinaja. Llegó el pato, cuyo color original  también era blanco, pero llegó negro de mugre. Pasaron los días y el nuevo pato no solo no se metía a la fuente más que en escasas ocasiones, sino que además se la vivía revolcándose en la tierra de los rosales del jardín.  Si acaso se metía al agua era para después poder enlodarse mejor. En menos de un mes, el pato blanco de mi suegra había adquirido las costumbres del pato mugroso; los dos se revolcaban a gusto en el lodo  y perdieron toda blancura, además de dejar a la fuente convertida en un estercolero. Los patos acabaron guisados en escabeche. Ella decía que conocía a muchas personas a las que les había pasado lo que a su pato, y que le constaba que era más poderoso el mal ejemplo que el bueno. Algo tendrá de atractivo el camino de la perdición y los lodazales.

 

 Todo esto viene a cuento porque hoy lunes nos despertaremos con la segura victoria del triunfo de Ricardo Anaya para dirigir al otrora prístino Partido Acción Nacional. Mucho se ha escrito sobre las malas mañas que ahora enlodan los procesos internos del panismo. Cuando éramos chicos, los domingos por la tarde mis papás nos llevaban  a dar una vuelta por el centro de Puebla. En una de las calles cercanas a la  catedral había  una casa pequeña y  desolada,  pero que llamaba la atención porque tenía sobre su puerta un letrero grande,  iluminado de tristes luces azul pálido que decía "PAN". Yo era preguntona e invariablemente le preguntaba a mi papá: ¿Por qué en esa panadería nunca hay nadie? Y mi padre, que además de  sarcástico era un desilusionado de la política partidista, me contestaba- "Porque lo que venden gusta a muy pocos".  ¿Y por qué, si no venden nada ni entra nadie, tienen ese letrerote que dice PAN? "Pues será que algún día tendrán un pan que guste". Mi madre, que  venía de una familia en la que a los niños se les mantenía en el mundo de la fantasía hasta edades los más tardías posibles, decía: "Carlos, Carlos, no empieces con esos temas". La solitaria y desangelada panadería azul con su inmenso letrero, siguió siendo un misterio por muchos años, esperando dar con la receta de un pan que gustara y se vendiera.

 

Y ese día llegó, pero no de la mejor manera. Patos grises y proclives al lodazal se fueron acercando a los cautos e insulsos patos blancos y les fueron enseñando sus mañitas para enlodarse y venderse mejor. Introdujeron exitosamente en el corral de los patitos panistas ciertos modos que no son privilegio de ningún partido, sino que se encuentran dispersos en la sociedad aquí y allá. Pero como decía mi suegra, suele pesar más la mugre como ejemplo que el amor a la transparencia.

 

Muchos años después de que el PAN dejara de ser un partido que se mantenía solo, y de que nuevos panaderos, atraídos por el creciente mercado y los subsidios a su panadería les enseñaron a hacer no solo pan de agua simple y bueno, sino a usar levaduras corrientes, huevos falsos y manteca vegetal que les permitiera  producir en gran escala los panes a los que se fue acostumbrando el país, el viejo PAN no solo perdió su receta  sino que  la olvidó; copió las nuevas y aprendió las mañas que les permitieron crecer en cantidad pero disminuir en calidad. Le pasó lo que al pato. Aprendió bien lo malo. Ahora copia muy bien mucha de las prácticas de alteración de padrón de militantes, operaciones de acarreo, petición de dinero a cambio de obras o favores y buenos modos de enriquecimiento para los buenos y hábiles panaderos. Como en todos los partidos,  también hay buenas personas, pero lo que se lleva y domina son las costumbres de las guerras del lodo. La elección de ayer estará muy lejos de ser como lo fueron las elecciones panistas de hace veinte y treinta años. Dirán los cínicos que de qué les servían tan elegantes y correctos modos, si su panadería estaba vacía. Hoy no sé qué tan llena vaya a seguir. Igual y acaban como los patos, convertidos en escabeche. Ya se verá en el 2016 y en el 2018, porque la realidad es que lento pero seguro sí  que era el camino que sus militantes transitaban para conseguir un país de instituciones sólidas y dignas de admirar. Hoy son parte del amasijo de pan caro, insulso y sin nutrientes que reparten todos los demás partidos. Las consecuencias para sus malos militantes no se han dado, más bien, se premian las conductas del lodazal sin posibilidad de acabar en escabeche, sino más bien de dueños de la cocina.

 

No escribo esto para decepcionar. No se trata de alejarse de la política sino de aferrarse a la manera correcta y transparente de hacer las cosas, de buscar la claridad del agua y del sol y no la oscuridad del lodo. No es privilegio de ningún partido tener  a los buenos o malos militantes. La materia prima viene de la sociedad misma, pero los malos ejemplos suelen ser más contagiosos que los caminos difíciles de la austeridad y la honradez, en especial cuando lo que se busca es el poder para poder. La cuestión es ¿poder para qué? Quiero creer que es poder para que tengamos la capacidad de construir una sociedad más armoniosa, menos polarizada, más arropadora para el conjunto. La política es una herramienta, y como toda herramienta no hay nada malo en ella, depende tan solo de la mano y la inteligencia que la maneje. Con un martillo y unos clavos uno puede construir una hermosa mesa. Con un martillo también puede uno partirle la crisma a una persona. No es culpa del martillo ni por eso deben de ser prohibidos o satanizados.

 

Debemos de acercarnos a la política, sí, pero sin copiar los modos de los patos mugrosos.  Y que me perdonen los que reniegan de ella, los que se sienten buenos porque no quieren hacer ningún tipo de política, ni social, ni empresarial, ni parroquial, ni vecinal. Es como renegar del cuchillo que corta el pan o del martillo que nos ayuda a hacer nuestros muebles. Releí algo que escribiera el poeta alemán Berthold Brecht , quien muriera a los 58 años en 1956.   Aquí se los dejo:

 

 "El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos, ni siquiera de los más cercanos a su comunidad. El analfabeto político se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. Pretende ignorar que su lugar lo ocuparan otros que harán el trabajo por él.  No sabe que de su ignorancia política nace el niño abandonado a su suerte, la prostitución por hambre,  el acaparamiento de los bienes por unos cuantos,  y el peor de todos los bandidos  que es el político corrupto, el servidor y lacayo del capital depredador, el que no tiene patria ni más interés que el del dinero por el dinero mismo. Aún los pequeños empresarios ambiciosos no dudan en emprender devastadoras guerras para ganar dinero.Ser analfabeto político no es ningún mérito"

 

Berthold Brecht se salvó del nazismo huyendo a Dinamarca en 1933. Su vida fue todo menos fácil. Se volvió un eterno emigrante y continuó siendo un férreo escritor. Hizo política a su manera aún fuera de su país, en Dinamarca, Estados Unidos, Suiza y, finalmente y de nuevo, en su país; escribió poemas y obras de teatro cuyo tema central era  el dilema de sobrevivir siendo virtuoso. Pudo regresar a Alemania hasta 1948. En Brecht se encuentran siempre unidos el fondo y la forma, la estética y los ideales. Mi padre y Brecht murieron a la misma edad, a los 58 años. Los dos encontraron su forma de hacer política por medio de la escritura. Cada quien sabrá cómo superar su analfabetismo político y en dónde ser útil, pero es un hecho  que siempre habrá una manera de hacer buena política, de dejar los lodazales y llegar a la fuente de agua clara y al sol que nuestro mundo necesita.

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