• Emma Yanes Rizo
  • 06 Marzo 2014
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La presente crónica o relato histórico, narra la vida de un trabajador ferrocarrilero y boxeador en los años treinta, en la colonia Guerrero. Cuando los deportes y el manejo del tiempo libre en la ciudad de México estaban todavía lejos del control televisivo. El box, el futbol y el beisbol, entre otros juegos, se regían a la par del mundo del trabajo. El tiempo libre de los obreros, en la cancha y en el cuadrilátero, enriquecía a su vez la cultura laboral y en esta se sustentaba una cultural nacional surgida de la revolución mexicana, que alardeaba de su componente popular. Sin embargo, ni el mundo de los deportes, ni el de los sindicatos, estaban todavía bajo la intervención directa del Estado, en su estrecha relación con el capital privado. De hecho existían las cooperativas de deportistas. Y se  peleaba, como dice el Puño de Oro de Camelia, protagonista de este relato: por amor al trompo.

         Los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, en las improvisadas arenas de Nonoalco y Degollado,  luego de la jornada laboral, eran parte del prestigio social que habrían de conseguir los trabajadores en los ferrocarriles y en el barrio. Se les respetaba. Y se les quería: los puños del vencedor eran un imán para las mujeres. Héroe del cuadrilátero, agasajo en la cama. Y a él, dice el mismo o quizás fue parte de su propia ficción, las damas lo adoraban. Para los pugilistas que empezaban en el barrio el dinero vendría después y no siempre. El salto de las cuerdas del barrio a la Arena Nacional o a las peleas estelares, estaba rodeado de riesgos.          

      En los años treinta, el box transcurría sin control  real sobre el peso de los boxeadores y la equidad física con el contrario. Los guantes, de tres onzas, eran casi el propio puño. Entonces contó más que nunca la habilidad de los pugilistas. Y las apuestas y la versatilidad de los managers fue lo común. Se buscaba satisfacer la demanda de un público mórbido: sangre. Y así se hicieron los grandes: el Kid Azteca, el Chango Casanova, el Baby Arizmendi, Carlos Pavón, el propio Puño de Oro de Camelia.

       En 1946, llega a la presidencia de la República Miguel Alemán Valdez, el cachorro de la revolución, el primer civil. La  modernidad prometida vendrá acompañada del control sindical y también del control sobre los puños de los pugilistas. En 1948, se dará el golpe conocido como “el charrazo”, contra el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana, con lo que se impuso por el gobierno una nueva dirección sindical, que no defendería los derechos de los trabajadores en el cambio tecnológico del ferrocarril de vapor al diesel. Al mismo tiempo, dejarán de existir las cooperativas de deportistas y el box se convertirá en un negocio privado que arrebató a los trabajadores el control de su tiempo libre, como parte de su prestigio social.  De eso trata el presente relato.

      Para quienes no están familiarizados en el lenguaje del box, del barrio y de los ferrocarriles, se anexa al final del texto un pequeño glosario.     

      La crónica fue publicada por primera vez en el suplemento de la revista Siempre, La cultura en México en 1983. Bajo la coordinación entonces de Carlos Monsiváis y la participación en el consejo editorial, entre otros, de Antonio Saborit y José Joaquín Blanco. Para ellos mi agradecimiento. (Emma Yanes)





Por amor al trompo

 

(Primera parte)

 

En 1935 era un muchacho de veintidós años y pocas veces no terminaba de pie una pelea. “Cuando uno se sube al ring el mundo termina. El público desaparece. Y aunque el público esté rugiendo, sólo se oye un murmullo, atrás, en la espalda. Daba lo mismo pelear en una arenita o en el Toreo —el público sólo existe antes o después de la pela o cuando la interrumpen a botellazos”. Sólo había perdido una pelea por knock-out; su primer estelar, contra Carlos Pavón, El Sheikh de San Miguel. Pero hubo revancha. “Para que baile el chango hay que tocarle. En mi segunda pelea contra Pavón le estuve dando música parejito, parejito en todos los rounds, hasta que lo dejé molido”. A él le dieron la victoria por decisión técnica. Algunos le reprochaban su falta de instinto como peleador, pero lo tenía sin cuidado. Otros decían que peleaba tan limpio como una iglesia; eso sí, con la izquierda daba cada campanazo como si Dios tocara a rebato. En 1935, ya tenía tiempo que lo habían expulsado de la escuela Belisario Domínguez, después de un recreo en que se dio con Gaona —por entonces su compañero de estudios— y hubo mucha sangre. Ese día la pelea terminó en los baldíos de la calle de Violeta. Los de su palomilla, los muchachos del Mercado Martínez —más pobres que él, pero más solidarios que los de su cuadra, a los que más de una vez había madreado—, cobraron dos centavos la entrada. Fue una pelea de toma y daca. Hubo apuestas. Se repartieron más golpes fuera de la pelea que entre él y Gaona. Ninguno tocó el piso. “Quince días nos duraron los ojos morados, pero no importó: nos fuimos juntos a empinarnos nuestras “macetas y melones” y a jugar rentoy a la pulcata El día y la noche. Con lo que juntamos de la pelea, los de mi palomilla compraron unos tenis y unos calzoncillos de baño para rentárselos a los chamacos que les gustaba sonarse en Violeta. Era una calle apartada a la que no llegaba la tira”. Ahora, a principios de 1935, la revista El Ring no se explicaba por qué no se organizaba una pelea entre Alfredo Gaona, campeón nacional de Peso Medio ( 79,384kg), contra el joven pugilista que, para entonces y desde hacía dos años, ocupaba el primer lugar abajo del campeón. También desde hacía dos años estaba en el primer lugar debajo de Kid Azteca, campeón nacional de Peso Welter (66, 678kg).



Como buen hijo de ferrocarrilero vivía en la calle de Camelia. El Ferrocarril Mexicano (de la ciudad de México a Veracruz, vía Orizaba) quedaba en Buenavista, los Ferrocarriles Nacionales —talleres y patio— daban a Nonoalco y Santa María La Redonda. Antes de ser boxeador profesional, había trabajado en el Ferrocarril Hidalgo como llamador, y no pensaba volver a hacerlo, en parte porque más de una vez, en la Peralvillo, los ladrones le habían disparado tomándolo por el sereno; pero en parte también porque no quería seguir el mismo camino que su padre, que era lo que más le pesaba. Su padre había sido maquinista, y tuvo varias mujeres,  abandonó a su madre por una de ellas. Por eso, desde muy chico, decidió sacar adelante a su familia —sin la ayuda del padre— con el box. Tenía muy buena presencia y un punch extraordinario, sorpresivo. Era alto, fuerte, blanco. Demasiado bien parecido, según los decires de las muchachas del barrio. Había quedado en doceavo lugar por peleas ganadas en la Época de Oro, y aún así, conservaba el rostro sin huellas. Había aprendido a cuidarse la quijada y la barba después de la revancha con Pavón y su triunfo sobre Portela. Casi todas las jovencitas tenían los recortes de periódico donde aparecía él en la época dorada. Lo que más las impactaba era que no tuviera el torso desproporcionado en relación a las demás partes del cuerpo, que era común en otros boxeadores. Pocas se atrevían a hablarle. A él, se decía, sólo le gustaban las putas y no todas las putas. “Cuando me conseguía alguna pollita que me pasaba, le la llevaba al Islas, el gimnasio, para lucirla un rato; me dejaba agasajar, que me comprara mis camisas y zapatos y esas cosas y ya luego la cambiaba por otra. Yo no andaba de a muchas, nomás de a las que se dejaban”. Era común oír los gritos de las muchachas cuando él subía al ring con sus zapatos de piel y su bata de seda. “No usé zapatos de piel ni bata sino hasta la segunda pelea de la Nacional, en la revancha contra Pavón. Antes peleaba con tenis y la pinche toallita en el cuello. Los zapatos me los mandé a hacer con uno de Camelia. A la medida. Le pagué la mitad. Si pierdo te pago la otra mitad, pero si gano ya estamos a mano, le dije. No tenía pa’ más. Con la bata hice lo mismo. Era de seda azul y se la bajé a un sastre en una apuesta. No alcanzaban las polainas para esos lujos”. Ganara o perdiera las mujeres le aplaudían. Después de pelear, como todos, se iba a los salones de baile. El Yate de la Alegría, el Salón México y el Filadelfia eran algunos de ellos. De ahí seguían los cabarets. El Guadalajara, el Edén Chiquito, el Gran Edén, La Hija de Moctezuma. La camisa blanca, de seda, el pantalón balón, los zapatos de dos tonos, el anillo en la corbata y el rostro tan limpio lo hacían codiciable, estelar de hembras. Además, se sabía, no acostumbraba guardar la dieta sin mujer, ni antes ni después de una pelea. “Nos juntábamos varios en el mismo burdel y las viejas se rifaban entre ellas a los boxeadores; para demostrarnos quién era el mejor, para que le hiciéramos de cinturitas y las defendiéramos. Nosotros las dejábamos hacer. A mí, con eso de la tocada de trompeta  y el sesenta y nueve, me traían como su trapeador. Yo la tenía de muy buen ver. A las viejas eso es lo que les gusta: agasajarse con la trompeta. Me la dejaban como trompa de elefante. Casi se me salía del calzoncillo a la hora de pelear. El hombre, por su naturaleza, cuando anda cargado, necesita vaciar sus energías en algo, sonarse el nabo, sino se agüeya, se atonta, pierde la pelea. Y las viejas siempre como si nada: les da fuerza el demonio que tienen en el infierno ese. Luego iban las muy canijas a buscarme a mi casa. Me las tenía que sonar a cada rato para que entendieran que no debían pisar mi hogar. Era lo único que me pedía mi jefa”. En los cabarets, más de una se lanzó a defenderlo con la punta del tacón de metal, para que se fijara en ella. Tuvo muchas, pero a ninguna quiso tanto como a la Estefania. Era rubia, delgada, alta. Trabajaba en la Hija de Moctezuma. Cantaba ahí “Peregrina”, nomás para los boxeadores. Se decía que había tomado clases particulares, que había sido de buena familia. Todo lo demás, sobre ella, era un misterio. Entre los boxeadores —aunque, claro, no siempre— se guardaban la línea. A él, por ejemplo, sólo le respetaban a la Estefania. Por eso era que las muchachas del barrio decían que nomás le gustaban las putas. Pocas conocían a María de Lourdes, la jovencita de Santa María la Ribera con la que él soñaba, y la otra, la que vivía por la Plaza de los Ángeles y a la que tuvo de novia una semana antes de hacerla su señora. Gracias a los consejos del Baby Arizmendi, en poco tiempo había llegado a ser un boxeador profesional. “Nos agarraba la noche en la vecindad del Arizmendi, en Mosqueta, aprendiendo a pelear. Nos decía cómo medir al contrario con el jab, a ponernos en guardia tapándonos la cara con el hombro; a cubrirnos la quijada y la frente con los brazos; a pararnos: la pierna ligeramente flexionada y el pie de atrás un poquito levantado del talón. A mirar al contrario siempre a los ojos; a tirar el jab, el recto, el upper, los ganchos; y a no telegrafiar los golpes. Ya con eso teníamos. Todo lo demás, decía el Baby, era maña. 





El Arizmendi era chaparrito, moreno, flaco. Sus hermanos, en cambio, unos grandulones. Siempre hay un lunar en la familia. A ellos les decían los Cancanes, y a él El Generalito. Donde peleaba él mandaba. Nuestro sueño dorado era que los chamacos de la vecindad se pelearan por agarrarnos los brazos, como hacían con Arizmendi”. Poco después, lo que le aprendió al Baby empezó a destacar en los gimnasios. En el Islas conoció a Luis Morales, que sería su primer manager. Primero, los muchachos del Mercado Martínez, los de su cuadra que ya lo reconocían como ídolo, toda la colonia Guerrero después, lo siguieron de la arenita de Nonoalco a la Degollado, de la Degollado a la Nacional, y de la Arena Nacional al Toreo, en 1932. De cuarenta y seis peleas, quince ganó por decisión, doce por knock-out,  una por foul. Sólo perdió una por knock-out , dos por knock-out técnico y cinco por decisión. Siempre, hasta en las derrotas, recibió aplausos. Por eso El Ring, a principios de 1935, al pie de la foto suya en la portada, lo proponía como el más indicado para pelear con Alfredo Gaona, campeón nacional de Pesos Medios. Y contra Kid Azteca, campeón de Peso Welter.

           Tenía veintidós años y el rostro casi intacto, cuando dejaron de salir fotos suyas en los periódicos. Pocas revistas deportivas seguían ya sus pasos. Decían que estaba peleando en la provincia, pero bien a bien no se sabía nada. Las muchachas del barrio dejaron de corretearlo, se lo encontraban con menos frecuencia. Había que estar con la estrella del momento: Kid Azteca, Gaona, o Casanova. Eso no era mal visto, aunque tuvieran el torso desproporcionado. En su casa recibía pocas visitas. Durante semanas, dejó de ir a ver a su madre. Pero eso sí, nadie dudaba de su punch extraordinario: donde metía un jab, un recto, ahí quedaba el contrario, tendido en la lona. No necesitaba estar borracho para opinar de los demás boxeadores. “Paco Cabañas y Miguel Araico fueron los primeros en traer innovaciones cuando regresaron de la Olimpiada: la rapidez para moverse, la habilidad para no cerrar los ojos. Alfredo Gaona, El Estela del Ring, tenía una rapidez asombrosa y sabía colocar muy bien los golpes, pero no aguantaba nada. En cuanto lo tocaban, disminuía su pelea. David Velasco, ese sí era buen pugilista: le entraba a los golpes le mandaran lo que le mandaran, con tal de tumbar no le importaba los que le dieran. Tenía un buen gancho y era constante. Así, como el Manuel Villa, Paco Cabañas, Peso Mosca (entre 48 y 50 kilos), no sirvió de pugilista: era muy frágil, no tenía naturaleza. El Chango, ese sí era buen peleador: peleaba con todo, pero se acabó pronto, por lo del chinguere y las viejas. El Arizmendi era bueno: no soltaba un golpe hasta que no sabía que iba a sonar hasta el fondo de la arena, que iba a tumbar al contrario. Esa era la diferencia entre uno como el Chango, que tiraba hasta morir, y un boxeador como Arizmendi, que sólo lanzaba un golpe cuando sabía que iba a dar en el blanco. Yo quería ser boxeador, no entrar al ring como en las peleas callejeras”. Así hablaba siempre. Pero para entonces ya no salían sus fotos. La Estefanía, a pesar de que se había encariñado, lo dejó. Necesitaba boxeadores con cartel. No tanto para que la defendieran, sino que se trataba de cotizarse entre los clientes. “Fui a buscarla a la calle de Degollado. No me daba la cara en La Hija de Moctezuma: ya no cantaba ahí. Sabía que mi Estefanía la rolaba por la Degollado, y fui allí, arriesgando el pellejo, pero no me dieron razón de ella. Me decían que sí: sí, por aquí vive, pero ya no la hemos visto, no señor, yo no la conocía, a lo mejor le dieron mal la dirección. Nomás se hacían pendejos”. La Estefanía, simplemente, se había ido a trabajar a la colonia Roma. Volvería a los cabarets de la calle Guerrero, pero luego. Por lo pronto, él, en provincia, había ganado muchas peleas. Más de una vez se había tenido que enfrentar  contra pesos completos (86,183 kgm) y semi completos (79,389 kgm), a pesar de la muerte reciente de su amigo Eloy Álvarez, en Puebla, al enfrentarse a un boxeador dos pesos arriba que el suyo. “En provincia pagaban todavía menos. Ni siquiera el público era conocedor. Había quien peleaba como en una preliminar a cuatro rounds. Y ni quien abriera el pico. Lo que les gustaba era la sangre y, claro, había sangre. Nomás ibas a darles dos o tres golpes a los gallitos locales y la hacías gacha. Te ofrecían muchachas a montones, como ramos de flores. En una de esas me di contra Eduardo Carrillo Negrete, el Campeón de Guanajuato, peso completo. En los vestidores, mientras me ponía la gasa y los dos metros y medio de tela adhesiva, me advirtieron que el jefe de policía de Celaya había apostado a mi favor. Días antes le había dado un buen punch a Ramón Bustamante, el campeón de pesos medios en Celaya. Me odiaba su raza. Hicimos, como siempre, el saludo oficial: las manos extendidas dentro del guante tocando con la punta de los dedos las del contrario. Y empezamos a repartir golpes. El que suelta el primero es el que gana. Yo solté el primero —fue un gancho—. En el tercero me tiró un golpe a la mandíbula que casi me deja fuera de combate. Las piernas me temblaron y todo lo vi borroso. Casi no reconocía el bulto del contrario. Me había partido la muela del juicio. Le hice una señal al second para que no aventara la toalla. Seguí peleando con la boca abierta y ensangrentada y tirándole golpes que le rebotaban en los brazos. Dicen que el público estaba feliz. Pero yo no oía nada. Me fui a la esquina y me puse a escupir sangre. Los míos ya no me querían dejar pelear. Carrillo era un imbécil, ni siquiera se sabía parar en el ring. Sólo lo ayudaba el peso. En el sexto le abrí toda la guardia y le empecé a meter rectos en la cara, del lado izquierdo, del derecho, le giraba la cabeza. Yo seguía sangrando. Por esos tiempos no había protector para la boca. Los guantes eran de tres onzas y tres onzas y media, no de seis. Además, para pegar más duro, les quitábamos el fondo de cerda. Los golpes dolían a madres, sobre todo en la cara. Lo pude noquear hasta el noveno; también le abrí la boca. Vi como se iba haciendo chiquito, como se le hacían las piernas de hule, como se iba pa’bajo, mientras yo me iba pa’rriba, de pie en el match. Más de uno me amenazó con filero en mano cuando bajé del ring. Los gallitos no me dieron tiempo ni de vestirme. Me fui en calzoncillos hasta la estación de ferrocarril escoltado por la policía”. El público no quería aceptar la derrota y hubo balazos por lo de la apuesta. Después de todo, había ganado el jefe de la Policía.

            Después le ofrecieron una pelea en Mérida, contra el Chileno Aguilar, que sólo estaba un peso arriba del suyo. Aceptó. Tenía poco tiempo de andar de un manager a otro. No quería problemas con nadie, ganaba muy poco, no le gustaba repartirlo entre mucha gente. Se valía por sí mismo. En la provincia más de una vez peleó sin manager y con un solo second. El Chileno ya era héroe de doscientas batallas; en cambio él apenas tenía tres años de profesional. El Chileno le fracturó el brazo derecho, pero él ganó la pelea por decisión. Ya había aprendido a esquivar los golpes, a tirarlos sólo cuando estaba seguro de dar en el bulto del contrario. Al día siguiente, en una pelea que no fue oficial, en Mérida, le soltaron a Kid Azteca. Fue algo inesperado y no duró mucho. En second aventó la toalla en el tercero. No había mucho que hacer con un brazo muerto.

            Regresó al capital —cansado de la provincia—. Pensó vender su bata de seda y sus zapatos de piel. Joel, un muchacho del Mercado Martínez, lo convenció de que no lo hiciera: él podía prestarle dinero si era necesario. Seguía viviendo en Camelia, y pese a todo, muchachas no le faltaban. Siempre hubo alguna que le comprara sus camisas de seda en los almacenes de Tacuba, alguna que se impactara con su bien vestir. Seguía parándose en La Hija de Moctezuma, en el Gran Edén. Pero cada vez se le veía menos entre los boxeadores. El mismo Lozada, con el que había iniciado su carrera de pugilista, lo veía poco. Por entonces, Luis Morales, el que había sido su primer manejador, Pancho Rosales —uno de los grandes conocedores del box— y el Cuyo Hernández, ayudante de los dos, cubetero, tenían serios problemas con Jimmy Fitten, el matchmaker de la Arena Nacional. Habían quedado atrás los tiempos de las cooperativas de deportistas organizadas por el gobierno, entre otras cosas, para combatir el desempleo. Jimmy Fitten, italoamericano que trabajaba dentro del círculo boxístico de Estados Unidos, había sido llamado por Juan Nunó (director del periódico La Afición) para que con Laverne (por entonces miembro de la Comisión Nacional de Box) Fitten sacara el box mexicano de las pequeñas arenas de barrio y de los éxitos de los púgiles sin finanzas. Y claro, después del éxito financiero de la Época de Oro y de la recién creada Arena Nacional, Fitten impuso sus condiciones. Empezaron los problemas con Morales, el Cuyo, Pancho Rosales. Por lo pronto, a él, como a otros boxeadores, los dejaron desprotegidos. Por eso, él —junto con Paco Cabañas y Chucho Nájera— prefirieron no hacer caso de la presiones de Fitten para firmar un contrato exclusivo con la Arena Nacional. Al principio, no le preocupó conseguir peleas por otro lado, con o sin manager, con o sin second. De todas maneras, siempre terminaba de pie las peleas. Por lo demás, conocía muy bien la guardia de Gaona, había aprendido a medirse con el jab, desde sus peleas callejeras, hasta romperse las costillas, en los baldíos de Violeta. Si no se lo saltaban, pensaba, era porque sabían que Gaona perdería. Por eso, el asunto lo tenía sin cuidado. Todo era cuestión de tiempo.

            Fue cuando aceptó pelear en la capital contra Ray Macías. El Gorila Ramos, el tal Frisco. Venció a Macías y a Ramos, pesos semi completos  (79,389 kgm) —Los toros se ven mansos desde la barrera, pero no entrando al corral— le decía su madre, los días que llegaba a verlo antes de una pelea. No había protector, los guantes eran más ligeros, y las conchas para proteger los testículos eran de aluminio, no de hule, y con los golpes se sumía el aluminio. En los primeros tres asaltos, El Gorila —ranqueando treinta y dos en 1932— le pegó “hasta con la cubeta”. El referee, estando cerca, no podía explicar lo que pasaba. Los pedazos de colodeón adornaban sus cejas, colgaban sobre los ojos, y de hecho tenía abierta la ceja izquierda. Su cabeza danzaba por los cuatro puntos cardinales, llevada por la dura derecha del Gorila —que días antes había tumbado la dentadura de Portela— o por su izquierda, que tampoco le hacía caricias. En el cuarto y quinto raund abundaron los clinch y los golpes a los brazos. Pero él había decidido quedar bien. La Arena Nacional estaba llena. Ninguno de los dos dejó de tirar golpes. Y los de él, siendo menos, eran más efectivos. En el séptimo round, más de una vez logró meter la zurda, la suya, la famosa, a la cara del Gorila. Supo ir guardando los golpes hasta colocarlos todos juntos en el octavo y el noveno. Varios rectos fueron a parar en la quijada, en la barba del contrario que, ya para entonces, tenía abierta la ceja derecha. El respetable aventó botellas, orines. Más de una vez, los jueces tuvieron que quitarse del ringside. Pero ninguno de los seconds se arrimó a la toalla. El Gorila pesaba setenta y cinco kilos, mientras que él andaba en los sesenta y tres. El impacto de un golpe en la quijada del Gorila le fracturó la mano. En el noveno, el Gorila ya peleaba con el puño abierto y el pulgar, más de una vez, salió a encontrar el ojo del contrario. El público chiflaba. El referee, como si nada. Minutos después, en el vestidor, devolvía lo poco que traía en el estómago. Durante media hora, el médico del ring, el Dr. Cortés Texeira, estuvo a su lado. “Cuando pelié con El Gorila, en el tercer raund me dieron agua con amoniaco. De pura suerte no tragué. Lo retuve en la boca y lo escupí. Se lo dije al juez y al manager —que no era Luis Morales, ya ni me acuerdo quién era— y no me hicieron caso. Antes no se hacían contratos con los managers; era nomás cosa de apalabrarse y ya. Me contestaron que por error había esto la botella cerca del agua. Por eso, en el cuarto, empecé a pelear como si fuera el último día de mi vida. En el sexto me propusieron que me dejara caer, que después me daban la revancha. Me ofrecieron diez pesos. Fue cuando le partí la ceja derecha y así hasta que empezó a encogerse en su esquina. Me dieron la decisión. Una semana entera no pude pararme de la cama”. Más de una vez, incluso después de lo del contrato, le ofrecieron hacerlo Campeón Nacional. Había que tener paciencia. Partirse la madre por amor al trompo. Por lo demás, pagaban muy poco por “rajarse la maceta”. Después del pleito con El Gorila, no pudo llevar dinero a su casa. Todo se lo gastó en el Gambrinos, apostando. La ropa y la comida lo tenían sin cuidado —para eso estaban las putas—. Se dejaba agasajar, las defendía una o dos veces, después se olvidaba. A ninguna la quiso como a la Estefanía. Ya tenía tiempo que no se compraba traje nuevo y no le gustaban los zapatos de dos tonos que le regalaban las muchachas. Hasta eso, la Estefanía era, además, la de mejor gusto. Por esos días en el gimnasio Islas, habían encampanado a su hermano —que andaba de mirón— para ayudarle a un boxeador profesional. Al púgil se le pasó la mano y lo resquebrajó. Era nada menos que Kid Azteca. Lo buscó, hasta encontrarlo una noche en la calle de Zaragoza, en un fotingo. Pero el Kid, en lugar de bajarse del coche a dar la pelea, le aventó el carro encima. Una muestra más, para él, de que el Kid le tenía miedo a sus puños.



            Después vino la pelea contra Frisco, peso completo (86,183kgm),  en la Arena Degollado. La definitiva. A falta de sesiones en la Arena Nacional, el profesor Arnaiz desarrolló sus programas de peleas en la Degollado. En la última pelearon él y Frisco. En el primero y segundo rounds, Frisco lo dominó: era muy ágil con la derecha. Y sin embargo, Frisco empezó a pelear sucio. Primero los codazos, después el pulgar en la garganta. En el sexo, en medio de la furia del público que no dejaba de chiflar, Frisco empezó a dar de cabezazos sobre las cejas del contrario. Este siguió peleando, ya con poca guardia, buscando su esquina. Varias veces rebotó en las cuerdas, se detuvo en ellas. En el noveno, después de un fuerte impacto en la cabeza, el muchacho se fue contra la lona para ya no levantarse. Más de una botella fue a dar contra la esquina de Frisco. El referí levantó el puño de Frisco en son de victoria. Esa misma noche, había peleado Carlos Ibarraga contra Gonzalo Rubio, y el olímpico Miguel Araico contra Battling Frid, sin ninguna irregularidad. Las mentadas de madre siguieron a Frisco hasta los vestidores. El muchacho seguía tirado en la lona. El médico hacía todo lo que podía. “Cuando se pierde por knock-out no se siente nada, no se siente ni madres. Te desplomas y ya. Como si te metieran de pronto a un cuarto oscuro y silencioso de donde se tarda mucho en despertar. Después de la pelea con Frisco, tenía la cara hinchada, hecha mierda. Cualquier puta me hubiera escupido en la cara, del asco. Me salía sangre de la ceja, de la nariz y no podía abrir los ojos. Vomité varias veces aunque tenía el estómago vacío. Joel se encargó de que no salieran fotos en los periódicos: no dejó entrara a nadie. Mi madre se hubiera muerto de horror. Luego supe que varios del público habían tratado de acuchillar al Frisco. Quién sabe. Pero ya no le volvieron a dar peleas aquí. Se fue de pugilista a los Ángeles. Allá lo mataron de un balazo, creo que en 1936, al salir de una arena”. Estaba bien que Frisco le hubiera roto la cara; estaba bien. Que bueno que la Estefanía se había largado. Había que “colgar los guantes pero no los tenis”. La María de Lourdes, la muchacha de Santa María La Ribera, nunca iba a ser suya; después de todo, igual que las demás, era una puta. Había que tener un oficio, formar un hogar. Para eso, nadie mejor que la chiquilla de quince años que vivía por la Plaza de Los Ángeles. A ella no le gustaba el box, ni los boxeadores. A él lo quería porque le había prometido abandonar el deporte. “Cuando uno se encuentra una buena paloma, hay que agarrarla ahí mismo y cortarle las alas. Después hay que amarrarla de una pata para que no se vaya a escapar andando, para que no se la robe ningún cabrón”. Que mejor que hacerla a ella su esposa; a ella que además de parecerse a María de Lourdes, se llamaba igual. Así se llamaría también su primera hija.

            A finales de 1935, apareció en El Ring su última fotografía. Era una foto sacada a principios del año y que ya era vieja para entonces: porque no tenía las cejas sumidas por los cabezazos de Frisco, ni la quijada desviada por la derecha del Gorila Ramos, ni el brazo fracturado por la potencia del Chileno Aguilar. Era la foto de un muchacho parado en el ring, con el rostro limpio y el torso bien proporcionado. La foto que para él había sido la del reto y para El Ring la de la advertencia: la misma que esa revista había sacado en su portada llamando a que el pugilista se enfrentara contra Alfredo Gaona, contra Kid Azteca. Pero ahora, el pie de la foto era distinto. El peleador se retiraba del box para ingresar a los Ferrocarriles Nacionales —los de Nonoalco, como su padre.

            Guardó la bata de seda, los zapatos de piel y los guantes, en un baúl, para lo que se ofreciera. Se cambió de casa, a una vecindad de Arteaga, más cerca de Nonoalco. De 1936 a 1948 trabajó en el ferrocarril. En el treinta y seis entró a la especialidad de transportes, como colilla, ayudante: limpiaba los cabuces, las lámparas, los marcadores, todo lo que pidiera el mayordomo. En 1948 ya había subido de colilla a garrotero de patio, y de mayordomo de patio a garrotero de camino, hasta llegar a conductor de tren.

            Tenía las manos sucias, la cara negra por el polvo y el humo. El traje lo dejó para las noches. Ahora, en el trabajo, usaba los pantalones angostos en el tobillo, camisas sueltas, zapatos con resorte en los extremos, para evitar accidentes. Era, como todos los ferrocarrileros, un chorreado. Así les decía a los del riel el barrio. Aireros, fogoneros, talleristas, y hasta garroteros, maquinistas y conductores no podían escapar de la grasa de las máquinas de vapor; sucias de carbón, petróleo, polvo del camino. Por las noches, en los cabarets, los salones de baile y las casas de cita, los chorreados se convertían en el maquinista de pantalón balón y zapatos chatos de botones a los lados; en los jóvenes —no ya los colillas, los extras del ferrocarril—, que, como a él, el público los rodeaba para verlos bailar danzón, tap-tap, charleston. Ya no le importaban, cada vez menos, las cicatrices en la cara. Aprendió a hacer que las mujeres lo quisieran por eso. Por las cicatrices, y por aquello que se decía tenía de buen ver. Las cicatrices, en donde las putas de la calle de Guerrero habían leído sus derrotas como boxeador, la pérdida de clientes para ellas —como la Estefanía, claro, la Estefanía—, se convertían para las putas de los alrededores de Nonoalco —de menos vuelo que las primeras—, en las huellas de sus éxitos como pugilista, en el cartel, en mayor demanda para ellas, las de Nonoalco.

            Nonoalco, los patios de recibo y de salida, los andenes y las interminables vías: las diecinueve de vía ancha, y las once de angosta, que se entrecruzaban de un lado a otro, con sus carros, furgones y cabuces. Las vías, con sus máquinas de patio y de camino, de vapor, que silbaban sacando humo por todas partes, al entrelazar el tren con el Ferrocarril Hidalgo, el de Cintura, el de Montealto. Los accidentes, las muertes en el trabajo, eran cotidianas. Los patios sucios, polvorientos sobre las ruinas de Tlatelolco; la cima de las pirámides se reconocía de entre la tierra, a un lado de la aduana del pulque. La iglesia colonial, también allí, en ruinas. Los trabajadores del último turno decían que, por las noches, los antiguos se despertaban de sus tumbas y se subían a atacar la iglesia desde las máquinas de vapor; la máquina silbaba cuando daban en el blanco.

            A él, en la chamba, no lo jorobaban, o lo hacían menos que con otros trabajadores. Pronto ascendió a garrotero y a mayordomo de patio. Tenía buena fama por lo del box. Por entonces, Rodolfo Ramírez, un chamaco que trabajada con él, ingresa al boxeo profesional; fue en 1937. “Yo enseñé a chambear al Ramírez. Era de la calle Zaragoza. Sin chiste, chaparro y fornido. Se fue haciendo grande. Lo traía de colilla conmigo; le enseñé a ponerse abusado entre tanta vía. A cuidarse de que la máquina no le rebanara el atractivo. A cortar los cambios. A pararse en el riel, a hacer las señales. Lo enseñé. No era cábula. Sacaba el trabajo. Nos íbamos juntos dizque a almorzar al patio de Buenavista, a la sección de básculas. Y cuál almuerzo. En lugar del sope, sacábamos los tenis; en vez del café y la torta, la toalla y los guantes. Allí, en la sección de básculas, había un terrenito donde entrenábamos: teníamos hasta un costal. A veces, sí, yo extrañaba el ring, el trompo. Se juntaba la bola de chorreados y llovían los golpes. Al Ramírez, cuando le tiraban uno, respondía con lumbre, tupido. Luego, otra vez a hacer cambios. A entrelazar furgones. A amarrar como fuera los de vía ancha con los de angosta. A hacer composturas de reparación ligera —aunque no fuéramos mecánicos— para que las máquinas pudieras salir al camino. Y cuál almuerzo. Saliendo de la chamba le llegábamos a los cabarets de Pesado, a la vuelta de Nonoalco. Nos amanecía. Era “buena reata” Ramírez. Ramírez traía lo suyo dentro. Yo mismo se lo llevé a Luis Morales, al Islas”. Para entonces, J. Fitten ya se había entendido con Pancho Rosales, Luis Morales y el Cuyo. El Chango Casanova, ya campeón, no podía dejar el chínguere, el chupe. Su manager, el Tío Torres, se peleó con él; no lo quiso dejar enfrentarse contra Sixto Escobar, por el Campeonato Mundial de Peso Gallo (52,163kgm), en Montreal. El general Palma, amigo del Chango, lo encerró en un cuartel, para quitarlo del vicio del alcohol. El mismo general mandó llamar a Luis Morales para que en adelante se hiciera cargo del Muñeco de Manila. Y así fue. Con la carta fuerte del Chango en sus manos, Morales volvió a negociar con Fitten, y a este no le quedó más remedio que abrirle las puertas de nuevo de la Arena Nacional. Nadie sospechaba que, en menos de media hora, en ese 1937, la Catedral del Boxeo desaparecería presa de las llamas. El accidente fue inexplicable. No quedó nada de la Arena Nacional. “Sí, en el treinta y siete, por ái más o menos, le llevé al Ramírez al Islas. Luego, luego Morales lo subió a entrenar con el Campeón Pluma (57,153kgm) de entonces, ya no recuerdo quién. Ramírez no me quedó mal. Sabía mirar fijo a los ojos del contrario. No telegrafiaba el golpe. Era bueno pa’ dar golpes bajos. Duro con los ganchos y los upper. Supo dar pelea aquella tarde. Morales y el Cuyo se quedaron con él. No dejó el ferrocarril. Era mi colilla. Yo le enseñé. Se sonaba en el ring. Se jodía en los patios. Sacaba permisos para faltar a chambear. Así llegó a ser Campeón Nacional de Peso Ligero  (61,503kgm)”. Dos años después, en 1939, el manager Luis Morales, moría en un accidente automovilístico. Se le chorrearon los frenos, dijo la prensa. Los principales pugilistas de Morales —Kid Azteca, Rodolfo Ramírez, Ricardo Manzanillo— se quedaron con el Cuyo Hernández, hombre de confianza de Morales. Pronto el Cuyo manejaría a dos campeones del mundo: Manuel Ortiz y Juan Zurita. También en 1939, Roberto Jiménez, el Tío Jiménez, reconocido manager de 1939 a 1982, se iniciaba como tal en la Arena La Afición. Empezó solo, trabajando por su cuenta con muchachos de la colonia Obrera. No era fácil acceder a pugilistas de más categoría. No era fácil, mucho menos en los cuarentas, caminar el sendero que ya habían recorrido Pancho Rosales y el Cuyo Hernández. Pero en poco tiempo, el Tío Jiménez se haría amigo de Pancho Rosales, quien le abriría las puertas del box profesional. Raúl, el Ratón Macías, Baby Vázquez y Juan Fabila, todos campeones a la larga, pasarían por sus manos. Por lo pronto, el Cuyo Hernández y Pancho Rosales, seguían siendo los entrenadores principales. “Cuando el Ramírez llegó a Campeón Nacional, lo traía el Cuyo. Luego Ramírez se empeñó en disputarle el Welter al Azteca. Fue una pelea de perros en la que Ramírez perdió el ojo. Regresó al ferrocarril. A los patios de Nonoalco. Nunca se fue. En una de esas, cuando Ramírez andaba de garrotero de patio —yo ya era conductor—, una máquina se le adelantó en un escape y le agarró una pierna. Así son las máquinas. Así es el ferrocarril, traicionero”.

 

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