Presentación del libro Diásporas (s). Viernes 19 de junio, Profética
Esta reseña publicada por el portal in-cubadora.org en marzo pasado revela la importancia literaria del libro que se presenta este viernes 19 en Profética, Casa de la Lectura, antología Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas. Grupo Diáspora(s) 1993-2013, editado por Cabezaprusia este mismo año. Y nos permite avizorar lo que se viene para la isla en esta etapa de refundación de sus vínculos con el mundo a partir del reciente reacomodo de sus relaciones con Estados Unidos.
En un gesto polémico y extremo, Diáspora(s) se definió como “grupo de escritura
alternativa”, no ya en relación al estado cubano sino a los usos literarios predominantes
en los años que siguieron a la caída del muro de Berlín. Frente a un imaginario que
percibían cautivo, como secuestrado por el lirismo y la “mala representación”, los
escritores de Diáspora(s) buscaron producir “líneas de fuga”: lecturas públicas,
conferencias y hasta performances fueron la cara más visible de ese forcejeo que ocurría,
en última instancia, en la soledad de la página en blanco. Más allá del espectáculo a plena
luz del día (aquellas conferencias sobre la posmodernidad en la Facultad de Artes y
Letras, satirizadas en el capítulo VII de El pájaro: pincel y tinta china, la novela de Ena Lucía
Portela), se escribe siempre de noche. En este caso, es escribía también en medio de la
noche, de la larga noche que había sido, que seguía siendo, la dictadura castrista.
No era tarea fácil; repasados hoy, a dos décadas de distancia, con la valiosísima ayuda
de la edición facsimilar de la revista Diáspora(s). Documentos preparada por Jorge Cabezas,
aquellos esfuerzos documentan un contexto tan opresivo como el de la enferma de
“Pabellones (I)”, el poema de Sánchez Mejías; ser de “ojitos de rata” y “pico sucio” que a
veces consigue levantar el vuelo y, aunque no podría llegar más allá del pabellón
contiguo, “representa un problema para la Institución”. ¿No refleja el ansia cosmopolita
de Diáspora(s) lo provinciano de aquella Habana en que se leía a Deleuze con la avidez
con que, un siglo atrás, Casal había leído los libros de Huysmans, traídos en el baúl
prodigioso del Conde Kostia? De los de Diáspora(s), podría decirse lo que Octavio Paz de
los modernistas: “no querían ser franceses, querían ser modernos”.
Sólo que, en vez de evasión a los paraísos artificiales, se trataba ahora de plantar
batalla conceptual. “Avanzadilla (sin)táctica de guerra”, para usar los términos de la
presentación del primer número de la revista. Según ese manifiesto-programa firmado
por Rolando Sánchez Mejías, el “Canon Nacional de las Letras” era “inflacionario hasta el
ridículo”, de modo que “un poquito de terror literario” resultaba saludable. Un puñado de
ensayos críticos, prólogos y reseñas escritos por el propio Rolando, Pedro Marqués de
Armas y Carlos A. Aguilera, insistían en señalar esa inflación o indigencia. La tradición
cubana resultaba, en palabras de Aguilera, “comatosa”, “ñoña”, “romantipobre”; los poetas
cubanos eran “marionetas del corazón”; los poemas en Cuba se escribían y se leían de
manera “mojigata y redentora”. Como las del gran Bernhard, estas palabras rezumaban
asco por el propio país, burla de su mediocridad, cinismo y humor negro. Pero el contexto
era muy distinto, no el filisteísmo complaciente de la burguesía austríaca, sino el rigor del
orden “revolucionario”, que mutaba ya desde el marxismo al nacionalismo.
En los noventa, había un centro; había instituciones, había una ideología; había un
Ministro de Cultura con quien polemizar. Hoy en Cuba es mucho más fácil leer a Deleuze
y a Derrida; La Habana es menos provinciana, pero también más vacía, más desierto
crecido. En tiempos de Diáspora(s), la ciudad letrada, con sus vacas sagradas y sus vacas
profanas, sus pequeñas escaramuzas y sus batallas mayores, aún estaba anclada allí. En
Unión y La gaceta de Cuba publicaron artículos y reseñas los autores de Diáspora(s), fueron
reseñados –a favor y en contra– muchos de sus libros, lo cual evidencia esa unidad, o ese
tejido, que hoy se ha perdido. Consumada la diáspora, esa desbandada que vio partir uno
a uno a casi todos los miembros del grupo y a muchos de los escritores más importantes
de su generación, todo se ha desplazado al exilio, pero el exilio no tiene centro. Y la
pérdida del centro, en Cuba, ha sido contemporánea del ascenso de los medios digitales
como Encuentro en la red y luego de la blogosfera. Diáspora(s), que después de todo era un
samizdat, pertenece a los tiempos del papel, como Encuentro de la cultura cubana, con cuya
mejor época coincidió. Pero con la que, desde luego, poco tenía en común.
Porque Encuentro quería ser revista de todos, y Diáspora(s) de grupo selecto; Encuentro
buscaba la reconciliación, y Diáspora(s) la patada de elefante. Diáspora(s) pretendió ser,
en una palabra, esa vanguardia que la literatura cubana no habría tenido hasta entonces.
El momento necesario en que por fin la poesía, en palabras de Sánchez Mejías, “deja de
ser un movimiento del alma o de la responsabilidad pública: quiere ser, sólo, un
movimiento del pensar”. Ese movimiento, que en su radicalismo dejaba fuera incluso a un
tipo de poesía civil, más en la línea de Padilla, como la representada en estos años por la
obra de Juan Carlos Flores, es el que preside la obra más propiamente conceptual y
experimental de Diáspora(s), lo que podríamos llamar su núcleo duro: Escrituras y Cálculo
de lindes, de Sánchez Mejías; Das Kapital y Retrato de A. Hopper y su esposa, de Carlos A.
Aguilera; “Vater Pound” y “El pájaro de oro” de Rogelio Saunders; Nietzsche dibuja a Cósima
Wagner de Ricardo Alberto Pérez; y Cabezas de Pedro Marqués.
Si hubiera que escoger uno de estos libros para ilustrar la ruptura con la sensibilidad
de la generación de los ochenta, yo escogería el último. Alejándose de su anterior
poemario Los altos manicomios, Marqués daba allí un paso definitivo hacia una poesía
despojada de todo lirismo accesorio. “Escribir / erosionar”, según se lee en el primer
poema del libro. Desechado el paraguas del culturalismo, los amables interiores del
origenismo, la retórica del conversacionalismo, el poeta queda como a la intemperie, en
un paisaje desolado, casi mineral. Esta “escritura-intensidad” pone en escena un
pensamiento imperfecto, que se empeña en forzar la escritura, pero no a la manera del
artificio barroco, apegado a la sensualidad metafórica y al ingenio verbal. Todo es aquí
frío como un paisaje lunar, como el paisaje cerebral. Una y otra vez, aparece el cerebro no
ya como símbolo del intelecto sino en su sentido más elemental, orgánico, físico: “el
subsuelo de la mente en sí”, “el cerebro desenterrado”, “el corte sagital del cerebro”; “Animales
brotan de las celdillas / del cerebro, en ininterrumpida población”.
Como la revista argentina Literal, Diáspora(s) intentó cruzar literatura y teoría, para
producir escrituras más o menos experimentales, en las antípodas del realismo y del
sentimentalismo. En ese “pensar-escribiendo” no es difícil encontrar características de la
“literatura menor” según Deleuze y Guattari. Sobre todo la “articulación de lo individual
en lo inmediato político”; algo que, desde luego, no debe entenderse en el sentido de
representación sino más bien en el sentido contrario, nietzscheano: una escritura que
huye de la efusión sentimental pero no quisiera separarse del cuerpo mismo del poeta.
Literatura política, así como en Kafka y la literatura menor Deleuze y Guattari enarbolan un
Kafka que es, más que edípico o existencialista, político. Al imperativo deleuziano de
literatura menor –“escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su
madriguera…”, Diáspora(s) añadió: “Escribir como se cazan gorriones. No en la Casa del
Ser, sino en el Callejón de las Ratas.”
A pesar de la alusión al famoso verso de The Waste Land (“I think we are in rats’ alley”),
no se trata aquí tanto de ese prosaísmo que dentro de la tradición lírica cubana asumió en
su momento la generación de los cincuenta. La rata –el excremento, el esputo, el
menstruo, los desechos– preside en Diáspora(s) un ámbito decididamente antiestético,
más en la línea del “devenir-menor” de Deleuze y Guattari, y en general del pensamiento
post-estructuralista. Como refleja inequívocamente la obra de Paul de Man, el
postestructuralismo comporta una crítica a fondo de lo estético como ideología y una
celebración de la capacidad subversiva del lenguaje literario. La literatura sería lo que
deconstruye las mistificaciones ideológicas y la violencia sorda contenida en lo estético.
Un terror contra otro: Barthes presenta la obra literaria moderna como terrorismo
lingüístico frente al terror implícito en la ideología, los sistemas, las disciplinas. Contra
este terror callado, enmascarado, se exhibe un terror ostensible, ruidoso como las bombas
de los anarquistas, y que entraña, como ellas, un exceso de goce, más allá de los
mecanismos económicos de las transacciones comerciales y del cómodo placer que
garantizan las escrituras más convencionales.
Estos aires postestructuralistas condujeron a Diáspora(s), desde luego, a la crítica del
realismo. En un momento en que la retirada del realismo socialista dejaba el terreno libre
para la emergencia de nuevos realismos abocados a la crónica del “período especial” o del
pasado reciente –el “realismo sucio” de Zoé Valdés y Pedro Juan Gutiérrez, la abundante
cuentística que se desarrolla sobre temáticas como la identidad gay, los balseros, las
becas, la guerra de Angola, etc.–, Diáspora(s) toma distancia de toda esa literatura que
consideran, en general, poco sofisticada y demasiado típica, si no costumbrista. Con ello,
¿no extrapolaban de manera algo mimética la teoría postestructuralista? Una cosa es
criticar aquel realismo que hundía sus raíces en la ortodoxia de los setenta y la práctica
de los talleres literarios, y otra rechazar el realismo, todas sus posibilidades.
Barthes se opone al realismo porque lo comprende como superestructura del
capitalismo; la naturalización del signo que aquel pretende, sería la contraparte de la
naturalización liberal del orden capitalista; en las antípodas, la literatura moderna, el
“placer del texto”, lo “scriptible”, son celebrados como práctica intrínsecamente
revolucionaria. Se trata de una idea seminal del siglo XX que acaso podría rastrearse
hasta el formalismo y el futurismo rusos, pero el propio destino de la vanguardia
soviética, devastada por el estalinismo (Tretyakov muerto en la Gran Purga, Shklovski
convertido en autor de literatura infantil) dejó una valiosa lección al respecto. Tuvo que
ser Bajtín, durante su “exilio interior” en Kazajstán, quien mejor comprendiera el sentido
revolucionario que, más allá de la ortodoxia marxista-leninista, podía tener el realismo.
Como en el contexto estalinista, en el contexto cubano de los años noventa el realismo no
resultaba necesariamente conservador, ni tenía que derivar por fuerza en lo típico o lo
estereotípico.
También la premisa de que en la literatura cubana no hay vanguardia es bastante
cuestionable. Porque en Cuba no hubo un Vallejo, ni un Neruda, ni un Huidobro, ni un
Oliverio Girondo, pero vanguardia sí. ¿Qué es, si no, Motivos de son? Y algunos libros de
Boti y de Brull. Negar eso, criticar in toto la tradición nacional, son, por cierto, gestos muy
propios de la retórica de la vanguardia. Ya lo decíamos: en Diáspora(s) no sólo lo que se
dice, sino cómo se dice era grito de guerra, escaramuza guerrillera. Y esa guerrilla estaba
justificada, era necesaria. No porque fuera a conquistar la ciudad, que era poco menos
que inexpugnable, sino porque venía a sacudir un poco a una ciudad letrada que,
secuestrada por décadas de totalitarismo, intentaba salir de su forzoso letargo. Algunos
de los planteamientos de Diáspora(s) podían no tener razón, pero tenían sentido en aquel
contexto de los años noventa.
Ahora, en cambio, repetidos no tienen ni razón ni sentido. Cuando el propio Pedro
Marqués afirma, interrogado por Jorge Cabezas sobre Diáspora(s), que “No es un
movimiento hacia lo cubano pero tampoco es un desprecio de lo cubano. Es una zona
lateral, transversal de lo cubano” (Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas, p.363), ¿qué
sentido tiene reproducir postulados que para los escritores de Diáspora(s) pudieron ser
productivos entonces, pero que hoy no hacen más que desenfocar la crítica? ¿Es cierto
que la literatura cubana gira en torno a lo cubano? Y aun si fuera cierto, ¿sería eso, de
suyo, una limitación? Con un tema de crónica costumbrista –la cría de cerdos en
apartamentos urbanos, por ejemplo– se puede hacer excelente literatura, como algunos
relatos de Ronaldo Menéndez. El naturalismo produce allí una fuga: la antropofagia, lo
siniestro; forzado al límite, lo costumbrista termina en un delirio alucinatorio. ¿De qué
escriben, si no de Argentina, Piglia, Alan Pauls…? Quizás el problema de la literatura
cubana, si es que lo hay, no esté en lo que tiene de cubana, de temática cubana, sino en la
otra parte, la que atañe a la literatura, al arte mismo de escribir.
Lo mejor es entonces, a estas alturas, leer a Diáspora(s) olvidándose de la “literatura
menor”. A ello ayuda mucho una antología como la que ha preparado Jorge Cabezas, y
acaba de publicar la editorial mexicana CabezaPrusia.
1 Además del magnífico cuento de
José Manuel Prieto “Nunca antes habías visto el rojo”, se recogen aquí algunos de los
grandes poemas de los autores de Diáspora(s). De Rolando Sánchez Mejías, “Jardín zen
de Kyoto”. De Ricardo Alberto Pérez, “Geanot (el otro ruido de la noche)”. De Pedro
Marqués, “Claro de bosque (semiescrito)”. De Carlos A. Aguilera, “Mao”. De Rogelio
Saunders, “Égloga en el bosque”. Algunos textos de Radamés Molina, el menos conocido
de los escritores que se consideran parte del grupo, como el “Soneto”, son tan
1 Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas: grupo Diáspora(s). Antología (1993-2013), Jorge
Cabezas editor, Gabriel Wolfson, “Diáspora(s) en/desde México y, digamos, desde Latinoamérica”, Jorge
Cabezas Miranda, “Presentación: unas palabras desde la España incierta del siglo XXI”. Editorial
CabezaPrusia, Puebla, 2015.
conceptuales como “One and Three Chairs” del mismísimo Kosuth. Y mucho se agradece
la nota de “color local” que aportan los poemas de Ismael González Castañer, especie de
“vernáculo experimental” o “conceptualismo vernáculo”.
Pero hay bastante aquí que no cabe en la noción de “escritura conceptual”, ni
tampoco en la más amplia de literatura de vanguardia. “El mediodía del bufón” de
Saunders no “es un cuento que realmente cambia la forma de contar en Cuba” (Ratas,
líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas, p.368), como afirma Sánchez Mejías. Porque, de
hecho, nos damos cuenta al releerlo (se publicó, si no recuerdo mal, en el Anuario de
narrativa de 1994), este cuento no renueva nada; a diferencia de “Un gato llamado Adam
Smith”, que sí es un texto experimental, suerte de cruce alucinado de Becket y Camus,
aquel tiene más bien el aire clásico de ciertos relatos de Marguerite Yourcenar; antes que
a la vanguardia, remite a la retaguardia, a toda esa literatura que se mantuvo bastante al
margen de las revoluciones literarias del siglo. Se trata, eso sí, de un cuento excepcional, y
eso basta.
Hay una cierta verbosidad, un aliento declamatorio, como nerudiano, en la poesía de
Saunders. Junto a lo conceptual, una imaginación que yo diría incluso modernista: un
lujo, un cromatismo, un simbolismo, un trasfondo mitológico, un lirismo, en fin, que más
que con las ratas tiene que ver con el cisne, o con el buey bajo el sol resplandeciente del
trópico.
En el caso de Pedro Marqués, advertimos cierta apertura hacia una poesía menos
constreñida por el programa de Diáspora(s). Los poemas escritos en el exilio insinúan
una nueva solución de continuidad: el tránsito desde la ascesis de aquellas “piedras
mondas” y la “banalidad de los elementos” de Cabezas, hacia una historia llena de violencia
y de “gente sin historia”. Esa “zona lateral, transversal de lo cubano” que Marqués
mencionaba en su respuesta al cuestionario de Jorge Cabezas, emerge aquí, claramente en
las antípodas del origenismo. Como respondiendo al llamado de Casey a encontrar “otro
siglo XIX”, el que no salía en los papeles periódicos y fue excluido de las historias
nacionalistas, en la “crónica” de Pedro se rescatan ciertos personajes de la crónica roja,
“toda esa gente en aprieto / esa gente a la sombra / de qué” son rastros de una particular
violencia urbana, como aquellos que Piñera rescatara en “La gran puta”. Signos de una
historia que no procede ya del ramo de fuego en el mar registrado por el Almirante donde
Lezama quiso ver un destino poético para la isla, sino de aquellas leyes del oidor de
Santiago de Cuba que estipulaban el reparto de las tierras y la cría de cerdos. Pero esos
cerdos llegados en barcas de México y que parten hacia Guam son ya una fuga al sueño,
como en la “crónica” parece mostrarse lo que de onírico, pesadillesco, hay en una historia
real, demasiado real.
El desastre aparece, significativamente, en poemas como “Para que aprendas el valor
de cada época” y “Nociones de paternidad”. La nacionalización de los pequeños negocios
privados que aún quedaban en La Habana a finales de los años sesenta es vista aquí no
desde la perspectiva de los propietarios, sino de la de un empleadillo de escasa voluntad,
el padre a quien el poeta se refiere ora en tercera persona, ora en la segunda. No hay lugar,
así, para ninguna nostalgia de la grandeza perdida, al modo patricio de los origenistas
donde la ruina familiar corresponde a la decadencia nacional. Esta catástrofe, el
“derrumbe” presenciado en la infancia llega a adquirir, no obstante, en otro de los poemas
de Marqués la dimensión de un trauma, ese trauma fundamental que abre el espacio
simbólico del lenguaje.
La noche del 19 de febrero de 1969 se produjo un incendio en la sede del diario El
Mundo, en la calle Virtudes número 257. La biblioteca, los archivos con la colección
completa del periódico y los de la revista El Fígaro, fueron destruidos por el fuego. Luego
de enumerar sus recuerdos de aquel suceso ocurrido cerca de su casa, el poeta imagina
“unos cuantos columnistas atrapados y alguien que grita “Se está quemando El Mundo”.
Aquel incendio es, sí, un símbolo del Apocalipsis revolucionario, pero el último,
enigmático verso del poema viene a impedir el cierre de esta lectura, o más bien a
enriquecerla. “Desde entonces, me las arreglo con el lenguaje”. Para Lezama, la función
poética era “zurcir el espacio de la caída”, la poesía era arte de redención, de resurrección;
para Marqués, se trata más bien de un oficio, un uso, un trabajo de sobrevivencia.