• Ramón Meza Rosales
  • 14 Noviembre 2013
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Por: Ramón Meza Rosales

La primera manifestación en defensa del orgullo homosexual que vi fue en la ciudad de México, el último sábado de junio de 1993. En esa época la preferencia sexual y afectiva distinta a la impuesta por las “mayorías morales” era todavía mal vista; recuerdo en ese año varios asesinatos —crímenes de odio— que destacaron en las portadas de los diarios, ocurridos muchos de ellos en el estado de Chiapas.

“Tener un hijo maricón es lo peor que me podría pasar”, “pinche puto, das asco”, “tortilleras de mierda, que mal se ven fajando”, “los jotos son una desviación: están pecando contra la naturaleza y contra las leyes de Dios”. Cuando creces escuchando estas frases en casa y en la escuela, es difícil que te formes un criterio distinto al de esa “mayoría moral” que se respalda con citas la Biblia, los antiguos reglamentos municipales y la añeja extorsión policiaca por “faltas al pudor”.

Las cosas empezaban a cambiar en aquel año. Las parejas gay a quienes se les había prohibido besarse en una conocida cafetería de la avenida Reforma hicieron boicot contra el establecimiento, obligando a los dueños de la franquicia a “tolerarlos”; un amigo “muy machín” del bachillerato se había salido del clóset y se le veía muy feliz; Tito Vasconcelos tenía un programa de radio, Medianoche en Babilonia; en películas como la mexicana Danzón y la australiana Priscilla, la reina del desierto se veían parejas del mismo sexo libres, alegres, sin culpa, muy distintas del estereotipo del afeminado atormentado por su “errada” sexualidad.

Vuelvo a las imágenes de esa tarde. Si algo caracteriza a las marchas gay (ahora marchas LGBTTI: Lésbico-Gay-Bisexual-Transexual-Transgénero-Intersexual) es su vocación carnavalesca. Hay protesta pero también jolgorio. Un carro alegórico lleva a una quinceañera travesti, porque se celebran xv años de esta manifestación en el DF. Por ahí anda una huesuda en zancos y con guadaña, que representa la pandemia del sida: gente de Conasida regalando condones. Y lo más llamativo para los fotorreporteros del sensacionalismo: unos pocos transexuales, completamente drogados, que descubren sus senos esféricos a la menor provocación.

Por otro lado marcha el contingente de intelectuales y artistas, de saco, abrigo y corbata, caminando brazo con brazo. No, no están todos los que son: solo los que deciden proclamarlo con orgullo.

Y este reportero novato se siente confundido, cuando las miradas ávidas se dirigen a su (entonces) flaca personita. Y decepcionado cuando las miradas de las nenas marchistas se clavan en su compañera de trabajo. En el aire hay alegría, pero también un poco de ansiedad, desconcierto: acostumbrados a cubrir movimientos políticos, corretizas de los granaderos, bloqueos policiacos, esta protesta resulta inquietante, por su mezcla de desfile de adelitas y damiselas con las consignas de reivindicación.

 

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Estamos en el 2009. Mismo lugar: el cruce de las avenidas Reforma y Bucareli, en la Vieja Ciudad de Hierro. Cambian las consignas, lo carnavelesco permanece. Y se amplía: ahora hay mucha, mucha más gente, más de treinta mil. Más colorido, más imaginación en el vestuario: banderas arcoíris, sambeiras y hombres en calzoncillos. Batman y Robin, policías travestis, imitadores de Freddie Mercury: fantasía y alegría. Las camionetas alegóricas del 93 se han transformado en trailers donde van subidas decenas de personas, danzando y gritando. Hay besos de lengüita y fajes en la calle, sin ocultamiento ni culpa.

El contexto: la asamblea legislativa capitalina había aprobado en 2006 la ley de sociedades de convivencia (virtualmente parejas homosexuales que desearan vivir juntas podrían reclamar ante el estado ciertos derechos) En 2010 se aprobaría el matrimonio entre personas del mismo sexo para la capital mexicana.

 

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Estamos en Puebla y es el otoño de 2013. Sábado 9 de un noviembre inusualmente lluvioso. Tarda la manifestación en salir: una hora, hora y media, hora cuarenta y cinco. No vendrán, apostamos. No han juntado a quien, en esta hipócrita ciudad, se atreva a salir del clóset. Pero ya se oye el ruido, se adivinan las patrullas que cortan la circulación en el bulevar 5 de Mayo.

Abren la manifestación una china poblana y una adelita, con el escudo de Puebla impreso en su falda. Enseguida la primera manta: ¡Reforma Agnes Torres, ya! Es inescapable hablar de esta psicóloga, activista transexual, asesinada con toda vileza en marzo del año pasado. Abraham Torres dio paso a Agnes en un proceso de asumir la identidad, pero el Estado no estuvo abierto a reconocer que alguien nacido como “él” pudiera reconocerse como “ella”. En el calor de esa lucha por ser reconocida fue que la encontró la muerte.

Siguen otros dos contingentes portando sendas mantas, bastante separados entre sí. Luego el grueso de la marcha, muy apretaditos, saltando y bailoteando. Corean: “Ese bigotón, también es maricón”, dirigiéndose a los mirones. Y a los motopatrulleros que cuidan el tránsito: “De día policía; de noche vestida”. En una picup va la reina de la fiesta: la Doña, con un retoque barroco en sus enormes pestañas, su vestido quinceañero y su maquillaje; es el actor Darío T. Pie, rodeado de jóvenes que bailan a bordo de este mini-carro alegórico.

Pero esta manifestación no va de pura fiesta: también hay quejas contra la inacción del gobierno de Rafael Moreno Valle, por esquivar los temas que les preocupan y el esclarecimiento de los crímenes de odio —siete en lo que va del año—. “No hay un solo peso invertido en el combate a la discriminación. No hay un solo programa de combate y respuesta a la discriminación”, insisten (La Jornada de Oriente, 11/11/13).

Los cerca de tres mil marchistas van pasando. Es una protesta tranquila; le falta la algarabía de las demostraciones capitalinas; Puebla es ciudad silenciosa, hasta para manifestarse. Los contingentes se deslizan con rumbo al zócalo poblano. Hasta la luz del sol se va apagando. Así, no lucen los vestidos, las lentejuelas, los leotardos y los disfraces de aquellos y aquellas que van encima del tráiler, encima del turibús disfrazado de tranvía. La gente se toma fotos con dos chicos enormes, vestidos de teiboleras. “Mi amorrr, te va a dar frío”, les dicen con sorna cariñosa.

Cierran la marcha unas limusinas; desde ellas me reparten volantes donde me invitan a un antro. Espectáculo nocturno, dos por uno, ¿quieres venir? Se pone bueno. Se van alejando los gritos. A pesar de las consignas, de la enorme bandera arcoíris, del jolgorio, echo de menos los besos, los abrazos en la calle, la música, el desparpajo; siento que aún falta algo.

El aire frío de la noche que se cierne me recomienda ir a casa.

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