Sanborns no es una cafetería común y corriente. Tal vez porque lleva mucho tiempo de existir, tal vez porque sus diferentes sucursales están ubicados en lugares estratégicos de la ciudad de México, lo cierto es que ahí se han tejido muchas historias, reales y ficticias: ahí bebieron chocolate los zapatistas en 1914; (Sanborns de los azulejos) en sus mesas se han roto matrimonios, iniciado noviazgos, planeado bodas, ocurrido escenas de novelas como “Arráncame la vida”.
Fue en el Sanborns del ángel donde quedamos de vernos para la marcha al zócalo el jueves 20 de noviembre. Día histórico. Pero ahora nadie piensa en la vieja revolución. El reclamo, el enojo de la gente es de hoy.
El contingente de actores y la comunidad artística que salía del Ángel de la Independencia, se dio cita ahí; se parecía mucho a una cita amorosa. En ella obraba el sentimiento del secreto, el ansia de la incertidumbre y la urgencia de poder estar con otro. Al principio no nos encontrábamos. Nos buscábamos para poder unirnos a la marcha en protesta por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Alguien llevaba listones de dos colores amarillo y azul turquesa, los repartía para que nos identificáramos. ¿De dónde salían, quién los cortó, quién se tomó la molestia de comprarlos y ordenarlos? No lo supe, pero el nivel de organización de nuestro contingente y el de toda la marcha me dejó impactada: ¿de dónde salió toda esa logística que en cualquier evento se llevaría días de planeación y ensayos?, ¿de dónde salieron ese orden y ese rigor que nosotros pensamos solo los nórdicos poseen? Niños, personas con discapacidad, tercera, edad, jóvenes y no tan jóvenes. Ente ellos se encontraba el contingente de la comunidad artística, sí, los que han prestado su rostro a personajes históricos , a sufridas mujeres de telenovela, a villanos , protagonistas de películas y obras de teatro. Sin maquillaje y con los rostros limpios; Sara Maldonado vestía una sencilla camiseta negra. Llegué a escuchar como algunos de los marchistas comentaban. “Es mucho más bonita en persona”, “me la imaginaba más llenita”. Había muchos actores pero cerca estaban Emilio Guerrero, Sophie Alexander, Verónica Langer --quien acaba de recibir el premio a mejor actriz en el festival de Morelia--. Daniel Jiménez Cacho, el que diera vida al coronel Ascencio, en la película basada en la novela: “Arráncame la vida,” fue de los convocantes de los actores, y saludaba a las distintas personas que se le acercaban azoradas de verlo ahí convertido en un ciudadano más. Todos estábamos esperando con paciencia la hora de arranque. Cuidándonos unos a otros, encuentros de miradas, abrazos. Con la cara descubierta, a cielo abierto. Dando la cara a las cámaras y fotógrafos. A algunos la gente se les acercaba, les daban las gracias por estar ahí, les tomaban fotos, los felicitaban por sus trabajos en la televisión y en el cin. Los habían visto en Cadena Tres y en Televisión Azteca, otros, los menos, también en la programación actual de la empresa Televisa.
La consigna era ir con el rostro descubierto, sin máscaras ni capuchas, para evitar infiltrados y provocadores haciendo actos vandálicos. Nos desconcertó un hombre vestido de negro, encapuchado y con un casco azul; coordinaba el tráfico de algunos automóviles que aún pasaban antes de que cerraran Paseo de La Reforma. No sabíamos quién era, habría que vigilarlo, dice alguno. Daniel Jiménez Cacho le tocó la espalda, parecería que escondía algo que podía ser una macana. Luego el hombre se perdió entre el gentío.
Mientras esperábamos, entra la multitud vimos aparecer una especie de ángel sin alas, completamente desnudo; un gigante que medía más de dos metros de estatura, con el pelo largo y suelto al viento de noviembre. A manera de la hoja de parra que llevan las esculturas marmóreas de Miguel Ángel, una cartulina con la palabra justicia cubría sus nobles partes. Era imposible ignorarlo, a algunos nos dio frío, aunque la amenaza de lluvia empezaba dispersarse. “Lo que pasa es que seguro es sueco y para él este clima es la primavera”, se oyó decir. El “sueco” tenía dibujado el signo de amor y paz en la espalda. Iba solo, y con su monumental cuerpo caminaba de un lado a otro.
El momento de arranque se dio en tal calma que parecía más una marcha nupcial. Los contingentes avanzaban y se seguían unos a otros rumbo al zócalo. Reforma era nuestra, tambores y música acompañaban la caminata. Del uno al cuarenta y tres contábamos todos a grito abierto. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
Con la fotos de cada uno de los normalistas, mostrándolos. Banderas blancas, banderas de México entintadas de negro. Los que podían se unían a nuestro contingente. Los marchistas nos mezclamos , la causa era la misma: “Justicia”. Sin un solo contratiempo hicimos el recorrido. “Gaviota , idiota de qué murió la otra”, “El que no brinque es Peña”, “Peña culero, privatízate el agujero”. (http://tinyurl.com/k37n782 )
Esta y más consignas se escuchaban. Cuando nos deteníamos levantábamos la mano, para que los de atrás hicieran lo mismo. Entramos a avenida Juárez, y en la Alameda el hemiciclo del oaxaqueño era ahora una ofrenda donde se veían las fotos y los nombres de los normalistas. Los negocios estaban cerrados, vallas de metal los protegían; se veían ridículos porque lo único que predominaba en esta marcha eran banderas blancas pidiendo paz y justicia Las esculturas se volvieron motivos de expresión; algunas tenían los rostros cubiertos con un pañuelo rojo, en demanda a las violaciones.
En la calle Cinco de Mayo, con el apretujón de la gente, la entrada al zócalo se fue haciendo cada vez más estrecha y cada vez era más difícil caminar. La plaza ya estaba repleta desde hacía más de cuarenta minutos, esos rumores nos llegaban. Esperamos, no empujamos, no agredimos, solo gritábamos unos más que otros. En el techo de un quiosco de periódicos cuatro músicos desafinados a ritmo de guitarra y güiro cantaban “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Palmas y aplausos generaban la música dolida de la demanda. http://tinyurl.com/k6m3azn
Cuando al fin entramos en el zócalo nos llegó el rumos de que habían detectado provocadores, había que informar a cada una de las caravanas, ¡cuidado!, decían las voces.
La bandera mexicana ondeaba al centro de la plaza y tras ella una figura enorme de Emiliano Zapata. El desfile de distintos sectores seguía. Y en las conversaciones los rumores sobre los padres de los normalista, que si estaban en algún lado, que si en otro. Imagino lo que habrán sentido al ver las fotografías de sus hijos acompañados de demandas exigiendo justicia. El no saberse solo siempre es un consuelo. Nada remedia su dolor pero tal vez si mengue su soledad. Todos somos ellos, lo vi claro como la misma noche, de ese veinte de noviembre en el que nos unió a todos una cita de amor.
El regreso fue largo pero en él también se sintió la calma y la solidaridad. Esperamos el metrobús. Un hombre en silla de ruedas se encontraba entre los viajeros. La gente solidaria le ofrecía ayuda. Eso era lo que se sentía, solidaridad, apoyo, fraternidad.
El sueño duró poco. Unos minutos después de mi retorno, en la plaza empezaron agredir a los marchistas. A Sonia Couh, actriz de la premiada película “Norteado”unos policías le arrebataron el celular y la empujaron; Gerardo Taracena (actor egresado del Centro Universitario del Teatro), intentó defenderla fueron perseguidos y lograron salvarse al refugiarse en el Sanborns de los Azulejos. Eso no lo dijeron las noticias, sino las redes sociales.
Leí al día siguiente la suerte de uno de los estudiantes del gremio de cineastas:
“Un compañero del Centro de Capacitación Cinematográfica ha sido detenido junto a otros estudiantes en la marcha pacífica del jueves 20 de noviembre por los desaparecidos de Ayotzinapa…”
Leo que han sido acusados de motín, e intento de homicidio.
Y que el nombre del estudiante es Carlos Pichardo, le dicen el Pichi.
Me vuelvo a ver en el metrobús con mis compañeros artistas. Fue en sueño breve, pero fue posible, aunque haya sido solo por unas horas.