• Verónica Mastretta
  • 01 Mayo 2014
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 En las guerras suele manifestarse los peor y lo mejor de los seres humanos. Personas que en épocas de paz parecieran normales, puedes resultar dentro de las extremas situaciones de los tiempos de guerra, personalidades violentas o espíritus altruistas más allá de lo común. En la guerra de independencia de nuestro país, muchos de nuestros héroes patrios tuvieron momentos brillantes y heroicos, pero pocos fueron capaces de sustraerse a la violencia en momentos claves. Dos personajes, Morelos y Bravo, tuvieron actitudes opuestas ante un mismo hecho. Los hermanos Bravo, Miguel, Víctor, Máximo, Casimiro  y  Leonardo, criollos ricos que tenían una hermosa hacienda en lo que hoy es Guerrero, fueron conminados por el gobierno realista a formar un grupo de resistencia al movimiento independentista. No solo se negaron estos criollos liberales, sino que  Don Leonardo, entonces de 46 años, involucró a sus hermanos y a su hijo Nicolás, entonces de 24 años, a unirse al movimiento independentista con gran convicción. Todos los Bravo, pero en particular, Don Miguel, Don Leonardo y su hijo Nicolás, resultaron excelentes y tenaces luchadores .Se unieron a las fuerzas de Morelos, que en 1812, muerto ya Hidalgo, era el líder militar indiscutible y victorioso del movimiento en la zona centro y sur de lo que hoy es México. Morelos tomó en 1812 el puerto de Acapulco, objetivo estratégico para cortar el comercio entre Asia y el gobierno virreinal. Lo logró después de una cruenta lucha, en la que, como en otras batallas, ambos bandos se distinguieron por su fiereza. Tomado el puerto, Morelos fusiló a muchos combatientes enemigos e hizo prisioneros a 300 españoles civiles. Poco después, Don Leonardo, huyendo del sitio de Cuautla, fue hecho prisionero por el ejército del general Calleja, hombre particularmente cruel y sanguinario con prisioneros y ciudades afines a los insurgentes. Don Leonardo fue juzgado en México y condenado a morir con una de las muertes más crueles que hay: el garrote vil. Cuando era pequeña yo creía que al señor lo habían matado a garrotazos. Ahora sé que ese tormento es peor aún y les evitaré el disgusto de describírselos. Enterado Morelos de la sentencia, mandó ofrecer al Virrey Venegas el canje de los civiles españoles presos en Acapulco a cambio de la vida de Leonardo Bravo. El virrey y Calleja se negaron y Don Leonardo fue ejecutado en la plaza pública  a la edad de 48 años. En represalia, Morelos condujo a 200 de los 300 españoles que tenía prisioneros en Acapulco, al despeñadero de la Quebrada; sí, la Quebrada, la de los clavadistas arriesgados. Pues ahí los soldados  fueron degollando y arrojando al mar desde las alturas  a los presos que no les habían querido canjear. Al mismo tiempo, Morelos mandó la orden a Nicolás, entonces un muchacho de 26 años, de matar a 300 de los rehenes que este tenía retenidos en San Agustín del Palmar, en Puebla. Nicolás sacó a los 300 prisioneros al patio, y ahí les dijo que su padre había sido ejecutado y de qué manera. Temblaron todos esperando lo peor. Sin embargo Nicolás les dijo que no se vengaría a través de ellos, ni  cobraría con sus vidas la de su padre. Acto seguido los dejó en libertad. Muchos se unieron a su causa, otros regresaron a sus vidas sin poder creer su buena suerte. Otros méritos tendría Morelos, pero los de la magnanimidad y la generosidad no fueron lo suyo. Tampoco por cierto lo fueron de Hidalgo, que en su momento de mayor poder, cometió y permitió actos de una crueldad inusitada, paralela a la crueldad de los realistas. Si de un concurso se tratara, aún no sabríamos quién sería el ganador.

Derrotado Morelos, el movimiento de independencia casi llegó a extinguirse. Bravo jamás se acogió a los indultos ofrecidos por los virreyes. Anduvo prófugo y no fue atrapado porque fue a refugiarse a los pantanos de Tabasco con lo que quedaba de su ejército: él, cinco soldados y tres machetes. En 1818  los realistas lo tomaron preso y le ofrecieron el indulto; se negó a aceptarlo y estuvo preso dos años. Fue liberado y después se adhirió al Plan de Iguala de Iturbide, participando en el sitio de Puebla. Tuvo el gusto de ver consumada la independencia. Su tío Miguel no corrió con esa suerte. En 1814 fue hecho prisionero, llevado a Puebla, fusilado, decapitado y su cabeza fue exhibida en lo que hoy es el mercado del parral. Un párroco bondadoso y valiente lo enterró en la parroquia de San Marcos, en donde aún hay una columna con una placa que lleva su nombre, aunque el cadáver desapareció en 1836.

Nicolás tuvo una larga y azarosa vida. A lo largo de los años sería, por cortos periodos, presidente de la república tres veces. Nunca abusó del poder y demostró inteligencia, prudencia y sensatez en su forma de gobernar. Vivió lo suficiente para desencantarse de algunos seres humanos, de Iturbide, de Santana y de las amarguras del quehacer político. En 1846 encabezó inútilmente la defensa del castillo de Chapultepec en contra de los americanos, convirtiéndose en un fuerte opositor a Santana. Larga vida llena de emociones y altibajos tuvo Nicolás Bravo, pero que yo sepa, ningún acto cruel mancha su nombre. El viernes pasado, en casa de un amigo, tuve el privilegio de ver la copia de un documento con su firma  original, en la que siendo presidente concede el título de ciudad a la entonces villa de Atlixco. Me emocionó ver y tocar su firma,  clara y sencilla, en la que su nombre y apellido son perfectamente legibles. Por curiosidad busqué la firma de Morelos: es encriptada e ilegible, como lo es para mí su compleja personalidad. Me alegro de haber pasado muchos de los felices días de mi infancia en el Paseo Bravo, jugando sin saberlo junto a su monumento, que más que honrar a un héroe,  honra la memoria de un hombre bueno y congruente hasta el final.    

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