• Juan Carlos Canales/Mínima Moralia
  • 03 Febrero 2015
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La memoria no consiste tanto en recordar el pasado en cuanto pasado como en reivindicar esa historia "passionis" como parte de la realidad. Dejar hablar al sufrimiento es el principio de toda verdad. La memoria tiene una una pretensión de verdad, es decir, es una forma de razón que pretende llegar al núcleo oculto de realidad inaccesible a la razón. T.W. Adorno

 

Más allá de su circunspección a un tiempo y espacio, lo que el caso de la Normal Isidro Burgos nos ha dejado ver es la dimensión más siniestra de la sociedad mexicana, en el sentido que Freud dio al concepto "unheimlich", como aquello que creemos como lo más distante y se revela lo más próximo a nosotros. Por suerte, no toda la sociedad mexicana puede reducirse a esa condición siniestra. Sin embargo, hay que reconocer la multitud de elementos que incidieron para que el 26 de septiembre secuestraran y asesinaran a los normalistas de Ayotzinapa: el matrimonio perverso entre instituciones del Estado con los poderes invisibles de México, la omisión o frivolidad del Gobierno Federal, los modos de operación de los partidos políticos, y las propias condiciones de los normalistas y el Magisterio mexicano. Y también, la falta de confianza de la sociedad mexicana hacia sus autoridades. Sí, sobre todo falta de confianza, entendida ésta como la capacidad de un Estado para disminuir o refuncionalizar los elementos que amenazan el equilibrio social .Como lo señaló Alejandro Guillén en un programa del Territorio del nómada, " lo que Ayotzinapa nos ha dejado ver es que la corrupción mata." ¿Abremos aprendido la lección? No lo sé.

 

Estoy convencido de que esos muchachos están muertos; acaso, lo que haya que investigar ahora es si todos fueron asesinados por el narco en las condiciones que se han establecido oficialmente, o bien, pudieron haber sido masacrados en días posteriores a la trifulca de Iguala y en otros lugares distintos al basurero de Cocula, e incluso, si participaron directamente en los hechos fuerzas federales, o por lo menos los toleraron. Abrir estas líneas de investigación permitiría esclarecer la situación, demanda principal de la sociedad mexicana.

Lo que es inadmisible es que desde el Poder Ejecutivo se declare el caso como cerrado, igual que lo hiciera en su momento el gobernador Moreno Valle respecto al asesinato de Karla  López Albert en Puebla, aunque por supuesto, no se pueden confundir ninguno de los dos hechos en una sola lógica.

Si bien el caso Ayotzinapa no es propiamente un crimen de Estado, tampoco se puede aliviar el peso moral que recae sobre él, al menos como garante último de la seguridad de los ciudadanos.

Amén del pragmatismo político que revelan, las declaraciones tanto del presidente Peña Nieto como del procurador Murillo Karam parecen sustentarse en el fundamento biopolítico del poder, imperante en el mundo contemporáneo, y cuya característica principal es la de reducir la vida del sujeto a su pura condición biológica. De suerte que, sin posibilidad de encontrar las pistas materiales de las víctimas, éstas deben desaparecer, también, del horizonte político. Desde una perspectiva jurídica, a muchos les parecerá obvio y necesario dar por concluido el caso ante los resultados infructuosos de la investigación, pero no así desde una perspectiva ética, lo que a su vez nos plantea la inmensa fractura entre el orden jurídico y el orden ético; el límite de las pesquisas técnicas no agota ni resuelve la dimensión moral del caso. La mayor falla del Estado mexicano no estriba en la competencia técnico- jurídica, sino en su competencia comunicativa: tardar, la Presidencia de la República. casi tres semanas en enfrentar el problema es la mejor muestra de ello.

 

La demanda " vivos se los llevaron, vivos los queremos" sólo puede ser entendida como una exigencia moral y una metáfora en su dimensión simbólica e imaginaria, gracias a la cuales se reclama el lugar de esas vidas, cortadas de tajo, en el espacio público y en el orden de la memoria, al tiempo que el reclamo por su aparición es la reivindicación misma del espacio político. “Aparecer”  según H. Arendt es la condición sine qua non del de la vida política  y, desde una perspectiva antropológica,   permitirá a los deudos  cerrar el circuito de esas vidas, ofreciéndoles una sepultura. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” no encierra otra cosa que el reclamo ciudadano por la rendición de cuentas de sus autoridades; hacer verdaderamente transparente nuestra vida pública.

 

No hay fórmula para el olvido o el perdón. Nadie puede decretar el tiempo y la validez de un duelo. A nadie se le puede pedir “caminar hacia adelante” cuando todos los caminos se han cerrado; a nadie se le puede pedir “superar el dolor” cuando no hay instrumentos para paliarlo. Nada más misterioso que el modo en que las sociedades se recomponen de los escarnios sufridos. Seguramente hay resentimiento en muchas de las reacciones que el caso de los estudiantes desaparecidos ha provocado, solamente hay que recordar que el resentimiento es consecuencia de un sinfín de afrentas no tramitadas ni resueltas. Max Scheler, en su clásico El resentimiento en la moral definió a éste como una autointoxicación psíquica  con causas y consecuencias bien definidas. Es una actitud psíquica permanente, que surge al reprimir sistemáticamente la descarga de ciertas emociones y afectos, los cuales son en sí normales y pertenecen al fondo de la naturaleza humana. (El subrayado es mío).

 

Ahora lo que está en juego es otra forma de justicia que no es la retributiva; nada devolverá a esos muchachos a la vida; no hay equivalente material que pague esas mismas vidas. La justicia se desplaza, entonces, a un parámetro simbólico, el del reconocimiento de responsabilidades, ni siquiera, quizá, al del  castigo por esas responsabilidades, porque en el ámbito de la justicia no siempre sirven las equivalencias. Está en juego hacer transparente nuestra vida pública, hacer visible los poderes opáceos que la atraviesan debilitando todavía más nuestra ya endeble condición democrática. Y sobre todo, reconocer que cada uno de esos muchachos tuvo una vida irrepetible, inalienable,  y  su muerte no puede reducirse a una estadística, ni a la categoría de "daño colateral". Dar por terminado  el caso sólo puede tener la pretensión  de ocultar una parte esencial de nuestra historia. No será cerrando los ojos ante la realidad como podamos recomponerla. La autocomplacencia y la falta de autocrítica acaban por convertirse en dos de los males que más amenazan la vida política.

 

Yo no soy Ayotzinapa. No necesito mimetizarme con el otro para reconocer su dolor, para saber que, en otras condiciones, soy igualmente susceptible ante los poderes de facto que imperan en este país. Reivindico la diferencia, sólo desde ella es que puedo reconocer al otro como otro y trazar- por difícil que sea- un puente hacia él.

Vivos se los llevaron, vivos los queremos.

 

En algún lugar de Puebla, a 26 de enero del 2015.

(Foto de portadilla tomada de http://www.proyectodiez.mx/)

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