• Verónica Mastretta
  • 12 Junio 2014
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Es un hecho que la expectativa  de vida de nuestros bisabuelos fue 35 años menor que la nuestra. Este dato lo da Jane Fonda en una pequeña conferencia que me llegó por internet. Ella habla de que entre las muchas revoluciones de los últimos cien años, es quizás la revolución de una mayor longevidad  la más grande de todas. En promedio estamos hablando de toda una segunda oportunidad de edad adulta después de los cincuenta años que permite volver a empezar cuando creíamos ya haber terminado con lo que nos tocaba hacer.  Busco algunas figuras de la historia a los que consideramos venerables ancianos en el momento de su muerte: Miguel Hidalgo fue fusilado antes de cumplir 58, Maximiliano era todo un señor de 35 cuando lo mataron en el cerro de las Campanas. La adusta Josefa Ortiz de Domínguez tenía poco más de 30 años cuando inició la independencia. Juárez murió de "viejo" a los 66.  En sus novelas, Dostoievski se refiere a una mujer de 37 años, madre de una joven de 16, como la "pobre anciana". Lógico pensar  eso cuando el promedio de vida era 45 años, no había dentistas, ni vacunas, ni antibióticos, ni anestesia. La gente se moría de "cólico miserere", alias vesícula o apéndice, de manera irremediable. El cólera, que hoy se cura con tres días de antibióticos, diezmaba ciudades enteras. Los que llegaban a los setenta años eran venerados como curiosidades. Hoy todo eso ha cambiado,  pero en nuestra mente aún tenemos injertado el modelo de la vejez como una etapa de vida decadente y atroz.

El modelo era que nacemos, ascendemos y finalmente declinamos, es decir, la vida considerada como un arco, basada en el concepto de entropía, la segunda ley de la termodinámica, en la que se establece que el universo todo decae. Las estrellas y nuestro sol radiante, algún día serán helados páramos, como la luna. Así vemos el último tercio de la vida. La noticia es que la etapa de la  cruda vejez  que hace cien años empezaba a los cincuenta años, hoy  se nos ofrece como una tercera ventana por la que podemos mirar hacia nosotros mismos de una manera totalmente distinta. Ahora el reto es cómo usar ese tiempo de rara libertad que la ciencia ha ganado para nosotros, una etapa en que los padres ya no están y los hijos ya son autónomos. Toda una segunda vida adulta en la que se nos plantea un dilema: tirarnos a la hamaca a decir que somos unos viejos, o un retador futuro en el que podemos recorrer el interesantísimo camino hacia nosotros mismos. No se trata de idealizar esta etapa, sino de darle un nuevo enfoque. De los tres tercios de adultos en esta situación, un tercio morirá antes por razones genéticas. Los otros dos tercios tendrán tiempo de calidad para vivir y repensar, para ver si de verdad somos quienes nos dijeron nuestros padres, maestros y abuelos que éramos, para ver si nos lo creímos y si esa creencia es correcta. En su plática, Jane Fonda nos dice que el único caso en el que la ley de la entropía no aplica es en el del espíritu humano. Se puede cambiar la visión de la vida del arco que declina al de una escalera ascendente.

Ella misma dice que hoy, a sus 76 años, se siente más feliz, plena, tolerante, tranquila y con un sentimiento de gran poder sobre sí misma que nunca sintió cuando tenía 30 años menos. Los patrones de su cerebro seguían funcionando entonces de acuerdo a lo que se esperaba de ella y no de acuerdo a quien realmente era. Ella viene de una familia de depresivos altamente exigentes. Desde hace más de veinte años se dedicó a estudiar esta nueva segunda edad adulta que se nos ofrece, y ha sido capaz de crear nuevos patrones en su cerebro que han borrado las viejos caminos neuronales que la llevaban a la depresión, las falsas expectativas, la intolerancia y la insatisfacción.  La tercera ventana, como me gusta llamarla a mí, nos permite mirarnos y concluirnos a nosotros mismos de una mejor manera. Mi madre, que enviudó a los 46 años, silenciosamente hizo exactamente eso: cambiar su paradigma de arco a escalera. En su niñez la metieron en el rígido marco de ser buena, correcta y  bonita.

Ella quería ser mucho más que eso. Y lo logró. A los cincuenta y tantos  estudió la prepa, inició sus estudios de antropología a los sesenta años, se graduó, hizo una interesantísima tesis sobre mujeres, fue amiga de sus nietos y se hizo amiga de sus hijas y sobrinas, se brincó a la generación de abajo de una manera natural y su escalera llegó a un cálido cielo en el que se re encontró a sí misma. Nos dijo sin el menor recato que el día más feliz de su vida fue el día en que se recibió de antropóloga y se organizó un fiestón con mariachis, algo totalmente inesperado en ella. A los 70 años dedicó mucho de su tiempo a trabajar a favor de la democracia y trabajó activamente cuidando un parque trece años más. Es obvio que con la edad perdemos muchos atributos físicos, pero los perderemos más tarde y además tenemos la opción y la libertad de responder a las pérdidas de la vida con una buena actitud y con la claridad de que hay otras cosas para nosotros, la principal es la del tiempo que se nos regala para reconciliarnos con nuestro pasado , reconstruir nuestro espíritu minado por los aconteceres de la vida y reencontrar nuestra esencia y disfrutarla; podemos recuperar nuestra voz aunque ya hablemos más quedito, escuchar más aunque oigamos menos, ser fuertes aunque nuestros músculos sean más débiles, ser generosos aunque tengamos menos. Yo me pasé la infancia oyendo la frase: "niña, estate quieta". Ahora estoy en la edad en la que mis hijos me dicen: "mamá, no llegues tarde, no hables con extraños, no hables mientras manejas, no hagas imprudencias, no chatees mientras caminas, y un largo etc." ¡OK! Lo acepto por la seguridad de los demás, pero  quiero mi segunda edad adulta en perpetua búsqueda y movimiento, por lo menos mental. Quiero recorrer completos los caminos del cerebro que aún no he recorrido. Quiero dejar el arco y treparme a la escalera que permite el ascenso del espíritu.

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