• Julio Glockner
  • 11 Noviembre 2015

Este texto fue presentado por su autor el viernes 7 de noviembre en el Foro  sobre Patrimonio Cultural organizado en el INAH-Puebla.

 

Disquisición en la que se intenta demostrar que tenemos en la presidencia de la República un filósofo que no ha sido debidamente comprendido.[1]

                                  

Les confieso que estoy un poco sorprendido por participar en un foro que critica la creación de una Secretaría de Cultura, cuando apenas hace un par de años firmé un desplegado criticando la desaparición de la Secretaría de Cultura en Puebla, que fue la primera ocurrencia que tuvo Rafael Moreno Valle al tomar posesión como gobernador. Sorprendido por la irresponsable ligereza con la que los políticos incultos desaparecen y crean secretarias de algo que ellos llaman cultura. Intentaré entender a qué se refieren. Pero antes debo señalar que el impulso que propicia estas apariciones y desapariciones de organismos oficiales no es otro que una obsesión casi enfermiza por al cambio. El cambio visto como un valor en sí mismo, como una garantía de progreso y mejoramiento en la delirante idea que la clase política tiene de la modernidad y que se expresa claramente en lemas vacuos que se han convertido en principios irrenunciables de sus políticas públicas: “Mover a México”, dice uno, “Acciones que transforman” dice el otro. Estas frases que revelan la entronización de la estulticia en nuestro país, las repiten por todos lados presidentes municipales, gobernadores, diputados y senadores.    

Podríamos decir que el mundo de la política en México es una subcultura de la incultura, es decir, un mundo inculto que vive de espaldas a las manifestaciones tanto de lo que se ha dado en llamar la alta cultura, que comprende aquellos sectores familiarizados con las artes plásticas, el teatro, la ópera y el ballet, la poesía y la literatura, como con las manifestaciones genuinas de la cultura popular, con su música, sus danzas, su literatura, sus creaciones artísticas y la compleja ritualidad de los pueblos indígenas y campesinos. Los políticos no pertenecen ni a una ni a otra expresión de la cultura, y sin embargo tienen la desfachatez, porque tienen el poder, de tomar decisiones en uno y otro ámbito. La cultura de los políticos, donde ellos se sienten a sus anchas, es en todo caso el mundo híbrido de la cultura popular urbana, la poderosa subcultura que irradia la pantalla de televisión. No es gratuito que, por ejemplo, la BUAP le haya otorgado el doctorado Honoris Causa a La India María durante el rectorado de Enrique Agüera, con la vergonzosa aprobación de todos los consejeros universitarios; ni que Vicente Fox y su distinguida esposa hayan descubierto dos autores: José Luis Borgues y Rabina Tagora; ni que el actual presidente haya sido incapaz de mencionar tres libros leídos en su vida. De ahí su afición a cualquier cosa que no tenga que ver con libros, salas de exposición o conciertos ni reflexiones que exijan cierta profundidad de análisis y discusión. Lo suyo lo suyo es la astucia para improvisar un discurso hueco, una declaración que ocupe los titulares de los diarios, que tenga un impacto en el imaginario colectivo, que despierte una esperanza y apuntale se presencia y la de su grupo en la gran expectativa social en periodos electorales. Para ello tienen como aliados a la prensa escrita y al periodismo por radio y televisión, plagado de mediocres y timoratos que apenas y saben expresar ya no digamos una crítica, sino un comentario cualquiera. Este es el mundo donde se mueven como pez en el agua los políticos, este es su verdadero ámbito cultural y desde ahí toman las decisiones. Habrá algunas excepciones, pero no están a la vista.

Con la certeza de quien se siente heredero de la larga tradición liberal del Estado mexicano, de quien en estos momentos se siente la encarnación misma de ese Estado (pareciera decirnos “el Estado soy yo” en cada uno de sus decretos) al estar instrumentando una vez más la restauración del viejo presidencialismo priísta, Peña Nieto hace un recuento de las instituciones de cultura más significativas como si de su propia obra se tratara. Entre el primer Museo Nacional fundado en 1825 y el CONACULTA fundado en 1988 hay una continuidad y una congruencia de la que él se siente el responsable. Es el Pastor de un viejo rebaño institucional que debe seguir conduciendo a las ovejas por el buen camino de la modernización y la promoción turística. He ahí el sentido de su iniciativa: adaptar a lo que él y los suyos suponen es la modernidad, lo que él y los suyos suponen es la cultura. Así nomás, por decreto, sin convocar a una reflexión y una discusión nacionales, que por algo es el Buen Pastor del Estado Neoliberal.

En lo que respecta a la cultura popular de raíces indígenas, lo que ha hecho la clase política es construir un florido simulacro con festivales como la Guelaguetza, el Atlixcáyotl y los cientos de festivales y concursos promovidos desde las instituciones oficiales para exaltar una tradición inventada por ellos. En cada fiesta pueblerina podemos ver desde hace mucho una duplicidad: en torno a la iglesia las actividades más genuinas, organizadas por los propios pobladores; en torno al palacio municipal, una feria o festival con concursos de belleza, jaripeo, juegos mecánicos, música estruendosa y un mundo de baratijas con el que se ha sustituido la calidad estética de las antiguas artesanías. Las primeras tienen una finalidad vinculada al ciclo agrícola y un destinatario bien definido, que es el santo patrón del pueblo y el conjunto de entidades espirituales que son invocadas para propiciar el bienestar en las comunidades; las segundas, organizadas por lo general por las autoridades municipales, estatales y los comerciantes y empresarios locales, tienen como objetivo la venta de productos y servicios turísticos y la consabida promoción política del funcionario en turno.  

En esta última lógica se inserta lo que Eric Hobsbawm ha llamado la invención de la tradición. Tradiciones que parecen o reclaman ser antiguas son a menudo bastante recientes en su origen, y muchas veces inventadas, aunque por lo general intentan conectarse con un pasado histórico que les sea adecuado. La tradición inventada implica un conjunto de prácticas, comúnmente organizada por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición. ¿Cuáles son esas normas y valores que se inculcan en cada fiesta y celebración oficial?: Que el tlatoani neoliberal sentado en el estrado, con un collar de flores oportunamente colocado en el cuello, nos representa a todos porque es la personificación misma de la Nación, de nuestra identidad, de nuestras tradiciones y símbolos patrios: por eso está aquí, compartiendo con nosotros, pequeños e insignificantes ciudadanos. Este es el mensaje simbólico que se envía en cada fiesta “tradicional”

En el caso de México la invención de la tradición tuvo en sus inicios un propósito legitimador de la condición criolla y mestiza, que necesitaba dotarse de un pasado indígena que la distinguiera del pasado ultramarino europeo. Se trata de una apropiación del pasado desde el Estado, es decir, de una apropiación político-ideológica que requiere depurar ese pasado de aquellos elementos que pudieran opacar el resplandor de una imagen noble y gloriosa que el Estado quiere obsequiarse a sí mismo a nombre de la nación entera. Se trata de una apropiación porque la invención de la tradición se lleva a cabo desde fuera de las tradiciones genuinas que pretende legitimar o, como ahora se dice, “dignificar”. Una apropiación políticamente interesada desde fuera de las costumbres reales que alimentan esa tradición, desde fuera de las formas de vida que le dan sustento histórico y social a la tradición popular.

De esta manera, la costumbre que sustenta una tradición genuina, será transformada para convertirla en un espectáculo de consumo ideológico y mercantil, utilizable para legitimar una red de intereses y poderes tejida en torno a ella como una telaraña. Esta legitimación consiste en el intento de resaltar los vínculos del poder con la población, y exhibir mediante discursos elogiosos, desplegados en los medios masivos de comunicación, el aprecio que los gobernantes dicen tener por las costumbres de esos pueblos y comunidades.

La élite gobernante, que en la vida real siente un profundo desprecio por las costumbres populares, debe mostrar una alta estima por ellas en ciertas fechas significativas, en las que se ostentará como representante legítimo de esa  multitud dispuesta a celebrar y a confirmar que esa élite, finalmente, comparte sus valores y sus gustos. Un acto de simulación completo, sin duda, desafortunadamente avalado una y otra vez por las víctimas de eso que  podríamos llamar, con toda propiedad, estafa cultural.   

 

II

 

Lo primero que me salta a la vista en el espíritu de la iniciativa de Enrique Peña Nieto es la confirmación de una vieja idea sobre la relación del Estado con la cultura a través del nacionalismo mexicano. Peña Nieto se presenta a sí mismo como un benefactor de la cultura congruente con el nacimiento del Estado Nacional y su primera decisión en política cultural, que fue la creación del Museo Nacional en 1825 por el presidente Guadalupe Victoria.

Con la diferencia de que ese acto fundacional en los albores del siglo XIX tenía el propósito de fortalecer simbólicamente a la nación mexicana, mientras que la fundación de la Secretaría de Cultura en los albores del siglo XXI, es el símbolo de la entrega de la cultura mexicana a las frivolidades de la civilización del espectáculo. Las medidas administrativas a las que se reduce esta ley no son inocuas, tienen el claro propósito de fortalecer la industria turística que, a semejanza del rey Midas, banaliza todo lo que toca.

En Los argumentos que el presidente esgrime para justificar su decisión resaltan las cantidades, las estadísticas, las comparaciones numéricas. Siempre que hay un abuso de la aritmética en la argumentación de un funcionario se hace evidente la falta de pensamientos y la claridad de ideas.

Peña Nieto se enorgullece de sus números:

“México –dice- tiene una riqueza patrimonial de enormes dimensiones, profunda y extensa. Es el sexto lugar en Patrimonio Mundial, primero en América Latina y décimo segundo en Patrimonio Inmaterial, quinto por la diversidad lingüística y tercero en la lista de Ciudades Patrimonio de la Humanidad; cuenta con una de las infraestructuras culturales más grandes de América Latina y una comunidad artística vigorosa y participativa. Los datos de la Cuenta Satélite indican que el Producto Interno Bruto de la cultura es cercano a los 380 mil millones de pesos, lo que representa el 2.7 del PIB. Tiene una comunidad artística y cultural que día a día enriquece nuestro patrimonio con obras que forman parte del enorme acervo mexicano”.

Al contemplar este panorama sinóptico, desde su estatura intelectual, el presidente declara que su iniciativa “confirma que la cultura es prioridad nacional y que su fortalecimiento institucional es un impulso al bienestar y al desarrollo integral de los mexicanos”. Ni más ni menos.

Es decir, el gran negocio que se avizora al fortalecer la industria turística es convertido repentinamente en una prioridad nacional de la que dependerá, en buena medida, el bienestar y el desarrollo integral de los mexicanos. Esto no es verdad ni siquiera en el estricto sentido económico. Como si la industria turística no dependiera de las grandes transnacionales que planifican el ocio en la sociedad moderna, tejiendo redes entre las agencias de viajes, las compañías aéreas, las cadenas hoteleras y restauranteras, de manera que una buena cantidad del dinero que circula por el país, vuelve a salir de él por esos mismos conductos transnacionales.

Implicar en estos circuitos turísticos a la cultura tiene como efecto una mercantilización de sus valores que deriva en un empobrecimiento de sus contenidos. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con los voladores de Papantla, danza que ha quedado reducida a un espectáculo de acrobacia cuando se ejecuta fuera de su contexto cultural.

Pero no sólo esto, si la cultura (convertida por Peña Nieto en una especie de anticipo de algo milagroso), si la cultura tuviera estas cualidades casi mágicas que le atribuye, ¿por qué razón el presidente y dos de sus secretarías, la Sagarpa y la Semarnat, respaldan a Monsanto y al grupo de transnacionales de alimentos y herbicidas que encabeza, para atentar contra uno de los factores más relevantes de la cultura nacional como es el maíz? Si el presidente tuviera un mínimo de congruencia con sus propias palabras tendría que brindar un apoyo irrestricto a la economía campesina, abandonada a su suerte desde hace décadas y que alimentó a la población de este país durante siglos. Si fuera congruente con sus propias palabras no autorizaría la instalación de compañías mineras por todo el país, transnacionales que están devastando cientos de áreas naturales, agotando el agua, envenenando la tierra y extinguiendo comunidades indígenas y campesinas que ofrecen otras alternativas de desarrollo regional que apuntan a la conservación de la naturaleza y las culturas locales. ¿De qué habla Peña Nieto cuando menciona una y otra vez la palabra cultura?

 

III

Veamos lo que dice Peña Nieto [o quien le haya escrito el texto]:        

La diversidad cultural, signo fundamental de nuestra identidad, hace que cualquier espacio de la geografía nacional sea cuna de expresiones y tradiciones”.

La cultura es una actividad descentralizada por su propia naturaleza, y es  imperativo desplegar su acción en todo el país. La institución de cultura de la nación debe estar a la altura a la que nos obligan la herencia y la tradición, nuestros creadores y el liderazgo cultural de México en el contexto internacional. Este renovado impulso es un reconocimiento a la rica herencia de todos”.

La historia de la República se refleja en la historia de sus instituciones de cultura. En cada época, ellas materializan el proyecto de la Nación, condensan su significado, le dan símbolos y valores, expresan el alma de la colectividad”.

“El nacimiento del CONACULTA, el 7 de diciembre de 1988, expresaba la nueva conciencia que, después de la noción de cultura nacional que partió en el siglo XX de la diversidad en busca de la unidad, nos proponía, ya cerca del siglo XXI, entender a México como unidad en la diversidad”.

Tenemos expuesto aquí al nuevo Demiurgo platónico pisando los terrenos de la cultura, colocada ya en la condición de prioridad nacional. Sólo la imaginación de un político mexicano puede alcanzar tales vuelos. Lo que está proponiendo el presidente en turno es la creación de un monstruo de tales dimensiones y dotado de tales facultades, que será capaz de extender sus tentáculos institucionales y burocráticos por todos los rincones de la nación, obedeciendo el mandato de nuestra tradición y las exigencias del mercado internacional (en el que desde luego están en juego el prestigio, el amor propio y la vergüenza nacional).

Este inconmensurable esfuerzo renovador va como un reconocimiento a nuestra rica herencia, pero sobre todo tiene el propósito de demostrar un asunto metafísico, que consiste en que la historia de la República se refleja -como en un nítido espejo- en la historia de sus instituciones de cultura, puesto que en cada época ellas materializan el proyecto de nación, otorgando símbolos y valores que expresan el alma de la colectividad.

¿Debemos entender entonces que cuando Guadalupe Victoria inauguró aquél Museo Nacional, México era ya una “colectividad que expresaba su alma” en las piezas ahí expuestas? Nada más falso. El pasado prehispánico se reivindicaba como una necesidad política para dotar de un pasado y un sentido a la naciente historia de la nación recién nacida. Pero ese pasado era un gran enigma que había que descifrar y no un conjunto de elementos identitarios en los que la nación se contemplara a sí misma. Basta mencionar a la Coatlicue, que había sido desenterrada en 1790 y vuelta a enterrar poco después porque nadie comprendía su significado y había mucha inquietud en el clero por las manifestaciones de culto que provocó su presencia en el patio de la universidad. Más tarde se volvió a desenterrar para que Humboldt la mirara y finalmente se colocó en el Museo Nacional sin que nadie entendiera bien a bien el misterio cosmogónico que contenía. Sin embargo, según las palabras de Peña Nieto, en ese museo se expresaba ya el alma de la colectividad materializada en un proyecto de nación. Las mismas facultades sobrehumanas se le atribuyen al CONACULTA y, por supuesto, a la Secretaría de Cultura que propone crear.

Ni platón se atrevió a tanto en el Timeo, aunque la analogía es casi exacta. Recordemos que el Demiurgo platónico es el hacedor del mundo, un ser exento de toda maldad que realizó su obra a partir de un elemento dado, la materia (que en el caso de nuestro filósofo nacional es La Cultura) y tomando como modelo las ideas inmutables y eternas (que en el caso de Peña Nieto son “nuestras tradiciones”). Platón lo concibió como un organismo vivo, dotado de alma y cuerpo, que creó asimismo a los dioses menores encargados a su vez de crear a los restantes seres vivos. De modo similar nuestro filósofo concibió la Secretaría de Cultura, de la cual derivará todo ser burocrático dispuesto a servir al encomiable bien común, que consiste en reflejar su propia alma en el espejo del alma nacional, llamada por el metafísico mexicano, “alma de la colectividad”.

 

IV

 

Desde su nacimiento en los albores del siglo XIX el Estado mexicano se propuso como tarea primordial la consolidación de una nación. Esta tarea se ha llevado a cabo partiendo de un principio liberal que hasta la fecha ha sido inamovible (a pesar de las reformas constitucionales que reconocen la diversidad cultural del país), ese principio establece que la unidad nacional se construye a través de la unidad cultural.  Se trata de una idea que al ser traducida en políticas públicas se ha convertido en una poderosa fuerza homogeneizante que elimina, en los hechos, la diversidad cultural, aunque en el nivel discursivo sostenga una y otra vez el respeto y el orgullo por las tradiciones de los pueblos originarios y su interés en rescatarlas ¿cómo? renovándolas, modernizándolas, dignificándolas, adaptándolas a los nuevos tiempos, pero siempre desde fuera, nunca permitiendo que esto ocurra como resultado de una dinámica propia, interna, como decisión de las propias comunidades que encarnan esas tradiciones que expresan la diversidad cultural.

Una cultura es experiencia histórica acumulada –decía Guillermo Bonfil- y  se forja cotidianamente en la solución de los problemas grandes o pequeños que afronta una sociedad. En el caso de los pueblos indios esa experiencia histórica ha sido ignorada, subestimada, bloqueada, cancelando sus probables vías de desarrollo, y en consecuencia, frustrando toda posibilidad de construcción de un futuro propio. La cultura dominante en México ha manejado, irresponsable y torpemente, un proyecto que tiende a empobrecer la realidad pluricultural del país. Podemos decir que pasamos de un nacionalismo revolucionario a un transnacionalismo reaccionario en el que las culturas indígenas han salido perdiendo.

Las prácticas y conocimientos ancestrales de los pueblos indios y campesinos sobre sus campos de cultivo y su entorno ecológico han sido despreciados y combatidos como si se tratara de errores. Se ha desdeñado la medicina tradicional y los importantes conocimientos de herbolaria como si fuesen simples autoengaños. La Enciclopedia mexicana, por ejemplo, define al curandero como aquél que “hace de médico sin serlo”, ignorando por completo la filiación cultural de algunas enfermedades y el hecho de que desde hace muchos años la medicina tradicional debía figurar ya entre los principales programas de salud pública del país. La riqueza mitológica y ritual de las cosmovisiones indígenas sólo se aprecian en algunos ámbitos académicos; la inmensa variedad expresiva de sus lenguas y tradiciones orales sólo se conocen en pequeños círculos, y aunque es importante y vital que esto suceda, de ninguna manera es suficiente.

Paralelamente a este proceso de desprecio por la cultura popular indígena ha existido un proceso de impostura, más o menos acentuada, con la que el Estado Nacional ha construido la imagen de una indianidad aceptable, es decir, presentable como atracción turística o utilizable en eventos oficiales. Esta es la lógica de la simulación institucionalizada. La inteligencia perversa del autoengaño.

La idea de Patrimonio Cultural surge entonces como una política de Estado, presuponiendo una unidad cultural (desde luego inexistente) y apelando al sentimiento de unidad nacional. Como si identidad cultural e identidad nacional fuesen lo mismo. La idea de Patrimonio Cultural, con mayúsculas y en singular, da por supuesto que como todos somos mexicanos,  al serlo tenemos una herencia cultural común que preservar. Todo esto suena muy bien, como el final de una linda historia en que las hadas y la patria se confunden. Pero los hechos nos indican otra cosa. Por ejemplo, una persistente e insalvable contradicción entre tradición y modernidad que recorre todo el territorio y toda la historia del país desde que Cortés desembarcó con sus soldados.

Uno de los grandes temas que avivan la dicotomía y las contradicciones entre tradición y modernidad es la oposición entre lo sagrado y lo profano. Nuestra modernidad es heredera del pensamiento renacentista e ilustrado, del positivismo, el racionalismo científico, la vida urbana y el apabullante mundo de la tecnología. Nuestra tradición, en cambio, es heredera del pensamiento mágico religioso mesoamericano, del catolicismo español, la tradición oral,  la agricultura, la vida en el campo y el mundo mítico que genera. La primera ha sustituido desde hace mucho tiempo a Dios por la técnica y el dinero; la segunda rige su vida individual y colectiva en la fe en Dios y en un complejo santoral.  Estoy consciente de la excesiva polarización y simplificación que aquí planteo y sé que estoy saltando infinidad de matices, pero es necesario manejar estos claroscuros para ilustrar lo que quiero decir.

Son muchas las características que podemos enumerar para distinguir tradición de modernidad, pero hay una que es fundamental e irreductible, y es la noción de lo sagrado. Lo sagrado es la fuente que nutre a la tradición. Cuando lo sagrado desaparece como núcleo ordenador de la vida individual y colectiva, el mundo tradicional está expuesto a una gradual disolución.

La noción de patrimonio cultural es muy clara en algunos sentidos, pero en otros no lo es tanto. Si hablamos, por ejemplo, del rescate y la preservación del patrimonio cultural arquitectónico de la ciudad de Puebla, todos sabemos a qué nos estamos refiriendo y respaldamos cualquier iniciativa en su favor. Pero cuando se habla de preservar una fiesta como el Carnaval o el culto a las montañas surgen serias dudas sobre la conveniencia de la intervención del gobierno en estos asuntos, a no ser que se haga de un modo absolutamente desinteresado, es decir, proporcionando recursos pero sin intervenir en las decisiones, la organización y el contenido de la fiesta.

Lo que nosotros, en el mundo urbano, llamamos patrimonio cultural, en los pueblos se llama costumbre, y han tenido un interés auténtico en preservarla desde muchos siglos antes de que nosotros nos interesáramos, de un modo un tanto artificial y convenenciero, en conservarla. Las costumbres indígenas han sido juzgadas de muy diversas maneras por la cultura occidental. Primero se intentó extirparlas por considerarlas obra del demonio; luego, cuando la idea del progreso sustituyó a la del Dios Cristiano, las costumbres indígenas fueron vistas como un claro signo de atraso e ignorancia, como un persistente obstáculo al desarrollo y, en consecuencia, había que transformarlas: debían dejar de ser lo que eran para disolverse en una homogeneidad nacional, regida con criterios urbanos y modernizadores.

Cuando los políticos hablan de “nuestras tradiciones” y “nuestras raíces” quieren darnos a entender que hablan de la herencia cultural que compartimos todos los mexicanos. ¿Pero es que los mexicanos compartimos una herencia cultural? Un joven que vive en el DF, en Guadalajara o en cualquier gran ciudad tiene muy poco que ver con un joven totonaco, nahua, huichol o mazateco en términos de identidad cultural. Las fronteras nacionales que los hacen ser mexicanos NO los identifican culturalmente, pues un joven mexicano de la ciudad tiene más afinidades con un  madrileño, un neoyorkino, o un berlinés, que con un muchacho tarahumara o huasteco; Y un joven cora descubriría más afinidades con un maya de Guatemala, o un mapuche de Chile que con un estudiante del tecnológico de Monterrey o de la UNAM.  Para especificar más la diferencia que quiero ilustrar tajantemente pensemos en dos Marías mexicanas, que fueron contemporáneas, famosas por distintas razones y sin embargo radicalmente distintas: María Félix y María Sabina.  Decir que la actriz tiene una raíz cultural común con la chamana mazateca por ser también mexicana sería un disparate.  La distancia insalvable entre ambas reside en su manera de entender y vivir el mundo. Es aquí donde la noción de lo sagrado marca tajantemente las diferencias.

Podríamos decir que la categoría de identidad es caleidoscópica, que es una compleja y cambiante configuración reflejada en el ego cuyos elementos provienen de las más diversas condiciones y circunstancias, como el lenguaje, el sexo, la edad, la clase social, la escolaridad, la religión, la filiación política, las preferencias deportivas, estéticas y un largo etcétera. Cuando se habla de identidad cultural nos referimos a un universo bastante complejo de elementos que lejos de permanecer fijos están sujetos a las influencias cambiantes de la época.  Hay una identidad constitutiva en la que nos encontramos desde nuestro nacimiento: la herencia genética, el sexo, la lengua materna, la condición social en la que llegamos al mundo. Pero hay también una identidad constructiva que vamos creando a lo largo de nuestra vida al elegir entre las opciones que se nos presentan en campos limitados de posibilidades.

Cuando Peña nieto dice que la diversidad cultural es el signo fundamental de nuestra identidad está diciendo un disparate que pasa desapercibido en el flujo demagógico de su retórica.

Toda identidad se afirma en función de una otredad, de lo que no se es y que está ante nosotros como lo que no somos. La identidad se define a sí misma en sofisticados juegos de atracción y rechazo hacia el otro, siempre en un movimiento de polaridad complementaria. Hay desde luego procesos transitorios de una identidad a otra, está en la naturaleza misma de la vida identitaria este movimiento transformador, pero siempre apuntando hacia la afirmación de un algo ante otro. No es posible entonces, de acuerdo a este planteamiento, que la diversidad cultural sea el signo fundamental de nuestra identidad. Lo que equivaldría a decir que el fundamento de la identidad de María Félix reside en su identificación con María Sabina.

Se puede objetar este argumento diciendo que el presidente se refiere a la identidad nacional.

 

¿Qué quiere decir identidad nacional?

La identidad sólo existe como identidad personal, a partir de la cual se puede construir una identidad colectiva, pero ésta siempre será la suma de identidades individuales coincidentes que optan por compartir unos valores, unas preferencias o formas de vida.

La identidad nacional, a mi entender, es una figura nacida y cultivada en el discurso político. Se trata de una abstracción que dispone de unos cuántos símbolos, obtenidos de la historia y los mitos de una nación, con los cuales construye un sentimiento de pertenencia a una comunidad que imagina y quiere homogénea. Una comunidad, desde luego, inexistente.

Si Peña Nieto tuviera disposición para la lectura, un libro de Roger Bartra lo desencantaría al mostrarle que el mexicano no existe como identidad cultural, que no es sino una invención intelectual en la que tuvieron que ver, entre otros, Samuel Ramos y Octavio Paz.

La identidad nacional y “lo mexicano” se sustentan en el reconocimiento de que se vive en un territorio limitados por dos fronteras y dos océanos, que reconoce una bandera, un himno y hasta ahí. Ni siquiera la historia, como relato de los hechos acontecidos en ese territorio, es una historia identitaria en la que todos se reconozcan. Si comenzamos a ponerle carne a este esqueleto simbólico, comienzan a surgir por todos lados las otredades, las diferencias y las rupturas étnicas, de clase, regionales, de generación… diferencias que impiden hablar de identidad nacional. Ni siquiera las instituciones republicanas son reconocidas como tales por la totalidad de los habitantes de este territorio. Hay millones de mexicanos que no saben lo que quiere decir “República” ni los poderes constitucionales que la conforman, ni conocen del equilibrio que deberían guardar entre sí, ni muchas cosas más que tendrían que ver con la vida republicana, simplemente porque en doscientos años nadie se los ha explicado. Muchos de ellos están más enterados de lo que ocurre en el Génesis bíblico, gracias al Instituto Lingüístico de Verano, que de los tortuosos caminos de la democracia en su país.

A medida que descendemos de la abstracta identidad nacional a la concreta diversidad cultural se multiplican los elementos incompatibles. Incompatibles sobre todo en su conformación subjetiva, pues el yo individual se ve imposibilitado a reconocerse en todos ellos. Si así fuera se tendría que afirmar que cada uno es el otro y ninguno él mismo.

Pero si renunciamos al discurso demagógico de la unidad y la homogeneidad y apostamos a una convivencia respetuosa conservando las diferencias culturales, entonces entramos en otro terreno, el terreno de la democracia genuina, que por cierto fue el primer signo político de la modernidad y que nuestros supuestos modernizadores en el gobierno simplemente desprecian    

En suma, en un país multicultural como el nuestro, la identidad cultural y la identidad nacional no coinciden. Sin embargo, esta diferencia no tiene porqué ser un obstáculo, ni para la unidad nacional, ni para el desarrollo de la sociedad en su conjunto y para cada una de las unidades socioculturales que la componen. No tiene por qué serlo, siempre y cuando esta diferencia exista en una auténtica democracia que sea capaz de crear los espacios adecuados para la convivencia entre las distintas culturas. Una democracia donde sea posible la unidad en lo diverso. La construcción de esta democracia es, justamente, la gran tarea que tenemos pendiente.

 

[1] Texto leído en el Foro  sobre Patrimonio Cultural organizado en el INAH-Puebla. Algunas ideas aquí expresadas provienen del prólogo al libro de Anamaria Ashwell: Cholula en la modernidad, ICSyH-BUAP, 2015, México.



 

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