• Ramón Meza Rosales
  • 20 Marzo 2014
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Segunda parte

 

La información que presentan los medios de comunicación masivos está sobrevalorada. Dan demasiada importancia a lo que los políticos, empresarios y otras figuras de poder dicen; en pocas ocasiones son presentadas en sus páginas, emisiones y pantallas voces que contrasten esa versión de las cosas.

De igual modo, esos mismos medios prestan poca atención a la vida cotidiana, a lo que la gente siente y experimenta “a ras de suelo”.  La infravaloración de esas situaciones tiene que ver con la propuesta de vida (consumista) y el estilo de vida (glamoroso y tecnológico) manifiesto en los dichos medios masivos, que están muy por encima de las posibilidades de la gente del sueldo quincenal —o la raya semanal—, pero que les sirve como distractor permanente de sus duras circunstancias.

En este conjunto de entregas se han desdibujado la realidad y la ficción, para hacer más digerible la primera y para dejar en el limbo algunos elementos que ahí deben quedarse para “cuidar a las fuentes”, como se dice en el argot periodístico. A fin de cuentas se trata de un texto sobre el pueblo de Tlaxcalancingo, atrapado (literalmente) entre las vías de un progreso al que difícilmente se está incorporando, y una tradición y riqueza culturales que, aparte de darle una identidad singular, le han permitido subsistir desde tiempos remotos. La pregunta sobre su futuro, como la de muchas partes de nuestro país, todavía está por resolverse. RMR

 

 

Como un chorizo que estuviera desmoronándose es este pueblo. Se extiende a lo largo de la carretera federal por unos dos kilómetros; a la izquierda, si va uno para Atlixco. Del otro lado, las colonias nuevas; mas allá, otro pueblo y otro más, esparcidos en el verdor de los campos. Salvo por la iglesia principal, pintada de blanco, que se ve al pie de la carretera, Tlaxcalancingo yace agazapado y a espaldas del tráfico interregional.

            A ese lugar donde se encuentran los poderes civil y religioso, así como el mercado, todos le llaman “el seis” porque se ubica en el sexto kilómetro de asfalto contando desde el centro de Puebla. En el último cruce de calles está el kilómetro ocho, al cual atraviesa una terracería: el antiguo camino a San Andrés Cholula.

            Volviendo a la iglesia principal de blancas torres, ésta tiene a su costado izquierdo un pequeño zocalito con su kiosco y sus laureles chaparros. En esa plancha practican acrobacias los jóvenes skatos, amos de la patineta, de día o de noche, sin importar los fríos, los soles o las caídas al suelo.

            El edificio de la presidencia auxiliar está del lado sur de la placita, pintado de amarillo y custodiado por un par de policías con moto. Enfrente, de mucho mayor tamaño y pintado de un amarillo más chillón está el edificio anexo al templo, donde se encuentran las oficinas parroquiales, un auditorio, las oficinas de los fiscales de la iglesia.

            Diego —que así se llama nuestro personaje— recorre a veces el zocalito, admirando la decoración de estilo barroco popular, mucho menos ostentosa y conocida que la de Tonantzintla. En las columnas de ese edificio, conocido como La Portada, alternando con los blancos ángeles hay unas cabezas extrañas: vistas desde cierto ángulo parecen arrugados rostros de viejitos que te sacan la lengua, pero mirándolas con más detalle se aprecian unas pequeñas orejas por encima, como de animal salvaje.

            —Lo que pasa es que son los ocelotes —le dice Matías, todavía joven, aunque mayor que él, dueño de un taller de bicicletas donde acude Diego en caso de necesitar reparación—. Algunos dicen que representan a los guerreros; si te fijas bien, en el arranque de la escalera, junto a las oficinas de los fiscales está también un leoncito de piedra. Antes, cuando uno de los mayordomos no cumplía bien con su encargo, lo amarraban a una de las columnas de los viejitos y lo azotaban; luego lo dejaban ahí por un rato... son símbolos del respeto y la importancia con la que debe tomarse un cargo.

 

*          *          *

 

El comienzo de la historia del pueblo coincide con la conquista. Los que se saben la historia local cuentan que Hernán Cortés dio a sus aliados tlaxcaltecas y de algunos otros pueblos estas tierras, en premio por haberle ayudado a derrotar a los tenochcas, pero también para tener vigilados a los cholultecas, de quienes al parecer no se fiaba mucho. Diego encuentra en la biblioteca de su escuela un libro de antropología, uno de cuyos capítulos está dedicado a Tlaxca, como le nombran los habitantes de sus barrios. Va leyendo y contrastando los datos asentados con lo que hay ahora. El estudio data de los años 60:

            “El pueblo está compactamente poblado. Tiene seis secciones administrativas que coinciden con los seis barrios religiosos (...) La mayoría de las casas son de adobe; la minoría, de tabique. Los techos de teja, con uno que otro de paja, y los pisos de tierra. No todas las casas tienen temazcal...”

            Ahora es al revés: predomina el bloc, del cual hay incluso un par de fábricas, y sobreviven muy pocas construcciones de adobe. Las calles lucen adoquín, gracias a esa manía de los alcaldes cholultecas por expandirlo hasta en los topes.

            “Los cultivos principales son maíz, frijol, nopal, calabaza y alfalfa (...) se cultivan algunos árboles frutales, especialmente duraznos y chabacanos (...) Algunos agricultores han comenzado a usar fertilizantes...”



 

            El nopal es ahora el rey, admite Diego. Sin este cultivo, Tlaxcalancingo hace mucho que hubiera desaparecido como pueblo campesino. Se cultiva en los alrededores y en huertos caseros: parece estar en cada metro de terreno disponible. En segundo lugar está el maíz, para autoconsumo. ¿Frutales? ¿En dónde? Y si, desgraciadamente la actividad nopalera está ahora rociada por agroquímicos.

            “No hay industria local.”

            Se hace bloc, se engordan y matan cerdos, hay talleres de carpintería, herrería y de reparación de autos; se produce pan, leche y tortillas de mano ¡buenísimas! Hay movimiento comercial como en cualquier pueblo de este tamaño.

            “Casi todas las mujeres visten el titixtle, pero son pocos los hombres que usan calzón (de manta). La mayoría de los hombres lleva huaraches y contadísimos calzan zapatos.”

            Bella estampa rural que la moda y la cultura de masas se pasaron a traer, comenta Diego para sí. Quedan las señoras mayores, que andan de rebozo, y algunos hombres que usan sombrero. Los jóvenes, muchos, de arracada y pelos parados.

            “Étnicamente el pueblo es esencialmente indio y toda la gente se considera macehual...”

            Quién sabe qué se consideran ahora. ¿Mexicanos? Conservan muchas costumbres y creencias, pero duda que se refieran a sí mismos como indios. El español entró de la mano de la escuela oficial en las épocas en que se hizo el estudio; los maestros no hablaban el náhuatl ni se preocupaban por aprenderlo. Avergonzaban y castigaban a los niños por hablar su lengua, y esta vergüenza fue pasando a las siguientes generaciones. Los viejos entienden el mexicano —así le dicen— y lo pueden hablar; los adultos de cierta edad sólo lo entienden, pero los jóvenes lo han olvidado.

            “Muy pocas de las creencias tan frecuentes en la región se encuentran en Tlaxcalancingo (lloronas, nahuales, brujas) que en ese aspecto está muy aculturado.” *

            Gringos ingenuos que confían en sus informantes: todos esos mitos y creencias continúan viviendo en lo profundo, cubiertos por el ropaje católico o protestante; mezclados, en el caso de los niños, con la imaginería de los ovnis y los monstruos de las películas.

 

*          *          *

 

Quedó fuera un actor social del cual nada se sospechaba hace cincuenta años: el migrante de la Sierra Norte. No sólo son una fuerza económica de magnitud, porque constituyen una buena parte de los que con sus manos están levantando los modernos edificios o las casas residenciales del corredor Atlixcáyotl, sino que han aportado una cultura indígena que viene a combinarse con la identidad local.

            Diego ve por las mañanas las largas filas de albañiles que bajan a la nueva zona, a pie, en bici o camionetas, y que sólo se pasean en el conjunto de viviendas que comparte los días domingo; viviendo acá pero pensando en allá, siempre con nostalgia, con un pie en la tierra que los expulsa y otro en la que los acoge y les da, si no lo justo, sí lo suficiente para irla pasando.

 

 

* Hugo Nutini y Barry Isaac. Los pueblos de habla náhuatl de la región de Tlaxcala y Puebla. Conaculta, 1989

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