• Ignacio Manuel Altamirano
  • 24 Diciembre 2015
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A 200 años del fusilamiento de Morelos esta memoria del gran cronista del siglo XIX mexicano, Ignacio Manuel Altamirano.

 

El gran río que con el nombre de Atoyac nace humilde en las vertientes de la sierra de Puebla, y que descendiendo de la mesa central de Anáhuac, se dirige al sudeste de México, recibiendo el tributo de cien arroyos y torrentes que aumentan el caudal de sus aguas, toma en los profundos valles de la tierra  caliente el nombre de Tlalcosauhtitlán, cuando pasa besando la orla de las montañas tlapanecas; después el de Mezcala cuando se abre paso entre las sierras auríferas que limitan por el norte los planíos de Iguala, y por el sur los templados oasis de Tixtla y Chilpantzingo; más tarde, cuando enriquecido con la confluencia  de veinte ríos salvajes, hijos de las sierras de México, sigue el rumbo del sudoeste y penetra en las ardentísimas honduras de la Sierra Madre, cadena ciclópea que enlaza los Estados de Guerrero y Michoacán, y cuando caldea sus aguas en aquellas gargantas como en enormes galerías volcánicas, toma el nombre de “río de las Balsas”. Por último, cuando después de recibir el último tributo, el más grande, el de los dos ríos tarascos, reyes de las comarcas michoacanas, el de Tepalcatepec y el de Marqués, se dirige lenta y majestuosamente hacia el sur, para desembocar en el Océano Pacífico, es conocido con el nombre de “río Zacatula”.

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