Nuestro más viejo mexicano ha cumplido formalmente dos mil años de edad. Su sobrevivencia será la nuestra, pues algo sabe de raíces y de agua. Mientras, ve ir y venir a los viajeros subyugados a sus pies.
El 19 de septiembre de 1985, el mismo día de nuestro gran terremoto en la ciudad de México, murió Italo Calvino, uno de los más grandes escritores italianos del siglo XX. A quienes habíamos leído El Barón rampante, Las Cosmicómicas, Si una noche de invierno un viajero o Ciudades invisibles entre muchísimas obras más, no dejó de pesarnos su muerte. Algo escribió sobre México. En su memoria, esta crónica de su viaje a Oaxaca, admirable por la sensibilidad de su mirada crítica: “¿Quiere decir que el secreto del durar está en la redundancia? “, se pregunta ante la intrincada contundencia de la corteza del árbol del Tule.
Para leer en paz en esta también imperecedera semana santa.
En México, cerca de Oaxaca, hay un árbol que según dice tiene dos mil años. Se le conoce como “el árbol del Tule”. Al acercarme, después de bajar de un autobús de turistas, antes de que el ojo distinga, tengo como una sensación de amenaza; como si de aquella nube o montaña vegetal que se perfila en mi campo visual llegara la advertencia de que allí la naturaleza, a lentos pasos silenciosos, decidió poner en práctica un plan que no tiene nada que ver con las proporciones y dimensiones humanas.
Estoy por lanzar una exclamación de maravilla comparando mi visión con el concepto de árbol que hasta ahora se ha servido para unificar todos los árboles empíricos que he encontrado, cuando me doy cuenta de que lo que estoy mirando no es el árbol famoso, sino otro de su misma familia que ha crecido no lejos, aunque un poco más joven y un poco menos mastodóntico, dado que la guía no lo menciona. Me vuelvo: el árbol del Tule propiamente dicho me lo encuentro allí de improviso como si hubiese brotado en ese omento. Y es una impresión completamente diferente a la que esperaba. La extensión casi esférica de la copa que corona la desproporcionada amplitud del tronco, hace aparecer el árbol casi achaparrado. La mole se impone al ojo antes que la altura.
“El árbol del Tule” mide cuarenta metros de alto, dice la guía, cuarenta y dos metros de contorno. Su nombre botánico es Taxodium disticbum, el nombre mejicano sabino.
Pertenece a la familia de los cipreses pero en realidad no se parece a un ciprés; es un poco como una sequoia, si eso puede dar una idea. El árbol domina una iglesia de la época colonial, Santa María del Tule, con frisos geométricos rojos y azules, como de dibujo infantil. Las raíces del árbol amenazan con desmenuzar los cimientos de la iglesia
Al visitar México nos encontramos cada día interrogando ruinas, estatuas, bajorrelieves prehispánicos, testimonios de un “antes” inimaginable, de un mundo irreductiblemente “otro” frente al nuestro. Y ahora encontramos un testimonio todavía viviente que vivía antes de la Conquista, e incluso antes de que se sucedieran en los altiplanos los olmecas, zapotecas, mixtecas y aztecas.
En el Jardín des Plantes de París siempre he mirado con maravilla la sección de un tronco de sequoia aproximadamente de la misma edad, expuesto como un compendio de la historia universal: los grandes hechos históricos de dos mil años a esta parte están indicados en pequeñas placas de plomo clavadas en los círculos concéntricos de la madera fechables en las épocas correspondientes. Pero mientras aquello es el despojo de una planta muerta, esto, el árbol del Tule, es un ser vivo que apenas da señales de fatiga en la circulación de la linfa hasta las hojas. (Para suplir la aridez de la tierra lo alimentan inyectándole agua en las ráices.) Es, sin duda, el ser más viejo que me ha sido dado encontrar.
Me aparto de los turistas japoneses que retrocediendo o agachándose tratan de hacer entrar al coloso en sus objetivos, me acerco al tronco, doy vueltas a su alrededor para descubrir el secreto de una forma viviente que resiste al tiempo. Y a mi primera sensación es la de la ausencia de forma: es un monstruo que crece—se diría—sin plan alguno, el tronco es uno y múltiple, como envuelto en las columnas de otros troncos menores que surgen adosados al mastodóntico fuese central o separan de él casi como si quisieran hacerse pasar por raíces aéreas que hubiesen caído desde lo alto de las aramas como anclas para encontrar la tierra, cuando en realidad son proliferaciones de las raíces terrestres que crecen hacia arriba. El tronco parece unificar en su perímetro actual una larga historia de incertidumbres, acoplamientos, desviaciones. Como esquifes que no logran hacerse a la mar, surgen del tronco vigas horizontales cortadas hace mil años cuando estaban dando vida a una bifurcación de la planta y que han perdido toda memoria de su primera intención, para convertirse en cortas protuberancias gibosas. De los codos y rodillas de ramas que sobrevivieron al derrumbe en épocas remotas, continúan separándose ramas secundarias anquilosadas en una incómoda gesticulación. Nudos y heridas han seguido dilatándose proliferando unos en excrecencias y concreciones, proliferando los otros con sus bordes desgarrados, imponiendo su singularidad como el sol en torno al cual irradian las generaciones de células. Y sobre todo eso, espesada, encallecida, creciendo sobre sí misma, la continuidad de la corteza que revela toda su fatiga de piel decrépita y al mismo tiempo la eternidad de aquello que ha alcanzado una condición tan poco viviente que ya no puede morir.
¿Quiere decir que el secreto del durar está en la redundancia? No hay duda de que repitiendo innumerables veces sus propios mensajes el árbol se asegura contra la continua posibilidad de accidentes mortales en cada una de sus partes, y consigue imponer y perpetuar su estructura esencial, la interdependencia de raíces, tronco, copa. Peor aquí estamos más allá de la redundancia: lo que me preocupa mientras doy vueltas alrededor del árbol del Tule es la disponibilidad de la morfología para cambiar los propios papeles, y la perturbación de la sintaxis vegetal: raíces que crecen hacia arriba, segmentos de ramas convertidas en tronco, segmentos de tronco nacidos de la yema de una rama. Y sin embargo el resultado, visto a distancia, sigue siendo un árbol –un super árbol- con raíz, tronco, copa, en su justo lugar—super raíz, supertronco, supercopa--, como si la sintaxis perturbada se restableciera a un nivel superior.
¿A traves de un caótico despilfarro de materias y de formas consigue el árbol darse una forma y mantenerla? ¿Quiere decir que la transmisión de un sentido está asegurada por la inmoderación con que se manifiesta, por la profusión con que se expresa a sí mismo, por sacar brotes, salga como salga? Por temperamento y por educación siempre ha estado convencido de que sólo cuenta y resiste lo que se concentra hacia un fin. El árbol del Tule me desmiente, quiere convencerme de lo contrario.
La entrevista con el árbol debería empezar ahora, pero los turistas japoneses ya han disparado sus vanos fotogramas y han dejado de hormiguear en torno al gigante. Pero también yo debo volver a mi asiento en el autobús que arranca hacia las ruinas mixtecas de Mitla.