• Sergio Mastretta
  • 22 Mayo 2014

No es nueva la presión sobre la selva lacandona. En los últimos doscientos años ha corrido con la fuerza monumental con la que sus ríos arrastran las trozas de sus caobas y  cedros hasta el mar.

Es la historia de la ambición humana concentrada en la pata de un escritorio Chippendale de caoba mexicana muy bien lustrado y plantado en la esquina de un salón de alguna duquesa de Buckinham en el siglo XVIII. Una historia que termina trescientos años después en la desolación de un potrero reseco por el calor infernal en Benemérito de las Américas, en la línea imaginaria de la frontera chiapaneca con Guatemala, sin el menor atisbo de que en ese páramo un día la tierra caliza hubiera realizado el milagro de crecer uno de los bosques tropicales más densos de América.        

El acoso a la organización civil Natura Mexicana expresado con el secuestro de su directora la bióloga Julia Carabias el 29 de abril pasado --liberada unos días después--, es el capítulo último de una historia de depredación ambiental que ha reducido la selva contenida en la cuenca del río Usumacinta a una cuarta parte de su cobertura forestal original. Es una historia de doscientos años implacables en la devastación de la selva alta perennifolia, la “selva alta siempre verde” --de 1.8 millones de hectáreas a no más de 400 mil--, y que tiene en este movimiento de biólogos y activistas ambientales, impulsado por organizaciones civiles y campesinas, con organismos gubernamentales y empresas particulares, la línea primera de defensa de lo que queda de ella en México: la Reserva de la Biósfera Montes Azules.

La selva era un desierto inexpugnable. Pero un día --justo e los años en los que México se destrozaba en las guerras civiles de los años cincuenta y sesenta del siglo XIX--, los madereros de Tabasco  descubrieron la fuerza de los ríos. Probaron que los troncos arrojados a los ríos podían cruzar los rápidos del río Jantaté, formador del Lacantún con todas las aguas que escurren de las serranías de Ococingo, y el gran dique rocalloso en las proximidades de Tenosique, centenares de kilómetros río abajo.

Y por ahí flotaron sin freno entre 1860 y 1949 los cedros y las caobas de la selva lacandona. La cuenca entera del Usumacinta, la que contiene toda la carga fluvial de la región occidental y septentrional de Guatemala, el este y el noreste de Chiapas y la mitad oriental de Tabasco. Tres millones de hectáreas siempre verdes, desde las serranías de San Cristóbal de las Casas, formadoras del río Tzaconejá que corre por las cañadas de Ococingo; desde las nubosidades de los Cuchumatanes descargadas en río Chixuy que recorre el Quiché hasta su embocadura con el Lacantún; y más allá, desde el Petén insondable drenado por el Río de la Pasión guatemalteco.



Amanecer en la Sierra de los Cuchumatanes. Foto publicada por foto en Guate360.com.


La cuenca del río Usumacinta, generadora del 30 por ciento del agua potable en México. Ilustración tomada del libro Jan de Vos “Oro Verde, la conquista de la Selva Lacandona, 1822-1949, FCE, 1988”.

El oro verde, le llama el historiador Jan de Vos: “Una selva alta siempre verde”. El Lacandón, El Desierto, como la conocían al principio del siglo XIX. El Desierto de Ococingo. El Desierto de La Soledad, el Desierto de Tzendales.

Tres millones de hectárea despobladas a principios del siglo veinte, la mitad del territorio chiapaneco, perdidas por lo menos en cuatro quintas partes para este 2014.

Los acontecimientos de los últimos años --por ejemplo la creciente presión de los asentamientos campesinos desde en las Cañadas en la coyuntura histórica de la rebelión indígena zapatista--, forman parte de una trayectoria que arranca a mediados del siglo XIX y que, con la explotación comercial de las maderas tropicales finas (caoba y cedro) y los productos base para la industria (tintes y caucho) para el mercado internacional, corre a todo lo largo del siglo pasado, y se confirma con las políticas de colonización campesina impulsadas en múltiples formas por los gobiernos mexicanos en la selva de las últimas cinco décadas. 



Trozas dañadas por una creciente en 1946. Foto tomada del libro Jan de Vos “Oro Verde, la conquista de la Selva Lacandona, 1822-1949, FCE, 1988”.

 

2,500 árboles de caoba y cedro se cortaron en tan sólo dos años, 1879-1880, se talaron en doce monterías establecidas en la ribera del río Lacantún en su confluencia con el Usumacinta. 4,914 toneladas que fueron a dar a los muelles de Londres y Liverpool.

44 mil hectáreas por año se talaron para la ganadería entre 1976 y 1991 en las áreas naturales protegidas en la selva lacandona.

Quiero entender el significado histórico de este ataque a Natura.

Quiero entender a Natura Mexicana en lo que propone y realiza en los últimos veinte años, y en lo que confronta y contiene.

 

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17 de diciembre del 2009

 

Las chajuleras, como se dicen a sí mismas las jóvenes biólogas del equipo de Natura, han levantado cinco tiendas de campaña en el descampado que hace de plaza en la comunidad Flor de Marqués, con sus familias ejidatarias involucradas en el primer proyecto ecoturístico que se propone desarrollar en la región de Marqués de Comillas, en la ribera sur del río Lacantún.

Flor de Marqués es un caserío con una treintena de casas ubicado a poco menos de cuatro kilómetros del río, con un denso manchón de bosque al pie, y una cuadrícula innumerable de potreros que se comparten con Playón de Gloria y La Galaxia, dos comunidades que también se han involucrado con los proyectos de manejo de ecosistemas naturales, restauración ambiental y fortalecimiento de las capacidades económicas campesinas a partir de una relación sustentable con la selva.

Los ocupantes de las tiendas somos los primeros turistas de la experiencia que pretende contribuir como proyecto económico alterno a las actividades campesinas en la conservación de 672 hectáreas de selva. Y por lo pronto nos cae un aguacero torrencial.

“Son 25 familias las que se han involucrado en el proyecto a través de una Sociedad de Producción Rural y se generarán 15 empleos fijos --dice una de las chajuleras, estudiante de Biología en la UNAM--. El objetivo es la de conservar el remanente de selva que tiene el ejido, más de 670 hectáreas. La idea es asegurar que no se pierdan los corredores que hay entre estos espacios que han sobrevivido a la tala para abrirlos a la ganadería.”

De otras cosas me entero en medio de la borrasca que no cesa: el campamento proyecta diez módulos para cuatro personas cada uno, un salón multiusos, baños y regaderas colectivas. Y luego todo tipo de atracciones ecoturísticas que girarán en torno a caminatas guiadas a la selva.

Y es una alternativa a las actividades campesinas, que aquí se remiten a la apertura de potreros para la engorda de ganado vacuno. La explotación es extensiva, pues apenas se busca introducir sistemas intensivos que impedirían la tala y permitirían una mayor rentabilidad a los ganaderos. Con la tesis de Elisa Castro, otra estudiante chajulera del equipo de Natura se da una idea del resultado concreto de esta colonización campesina de la selva: la ganadería bovina en los campos abiertos contra la selva se lleva a cabo con grandes carencias técnicas y financieras; los suelos se erosionan, las pasturas se degradan y los ingresos económicos son mínimos (la relación costo/beneficio para la región de Marqués de Comillas en la venta de borregos como pies de cría es de 0.56 a 99 centavos. Se calculan las pérdidas en 10 mil pesos por hectárea, que van a dar en buena medida a los coyotes habituales en el mercado de la carne en México. Como buenos campesinos temporaleros, los ejidatarios no hacen cuentas de su trabajo invertido. Y se refugian en los programas gubernamentales que en esta región de selva tropical les otorga 600 pesos por vientre bovino a través del Programa de Producción Pecuaria Sustentable y Ordenamiento Ganadero y Apícola (PROGRAN). Con la consecuencia elemental: los campesinos buscan abrir nuevos potreros para aumentar la superficie de pastura.


Foto de Natura Mexicana.

 

Tan elemental como que aquí llueve gran parte del año. Como esta noche en que se inunda la cancha de futbol donde las chajuleras han establecido las tiendas que inauguran este campamento ecoturístico.

Mayo de 2014, portal web del campamento ecoturístico Tamandua, en Flor de Marqués. http://www.tamandua.com.mx/

 

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15 de Mayo de 2014

 

Quiero ver el largo plazo de la devastación de la selva lacandona.

Por ejemplo con la colonización promovida por los gobiernos desde los años setenta.

Lo han estudiado con mucho cuidado investigadores mexicanos como los que trabajan en el Colegio de la Frontera Sur. Encuentro en internet el estudio de Ignacio J. March Mifsut y Alejandro Flamenco Sandoval, Evaluación rápida de la deforestación en las áreas naturales protegidas de Chiapas (1970-1993), publicado en 1996.

Estas son las cifras chiapanecas:

+ Área de la selva en 1976: 2,578,300 has.

+ Área de la selva en 1991: 1,917,072 has.

+ Pérdida: 661,228 has (44,082 has al año)

Y detallan lo ocurrido en las regiones ambientales protegidas:

“Se determinó que para 1990 al menos existían dentro de las poligonales de las ANP 31,315 habitantes distribuidos en 541 asentamientos, todos con menos de 1,800 habitantes. La tasa estimada de deforestación anual promedio entre 1970 y 1993 para todo el Estado de Chiapas, fue de 73,159 hectáreas/año, siendo las selvas las mayormente afectadas (53,498 Ha/año). Esta tasa de deforestación significa la pérdida cada año del 2.14 % de la superficie forestal existente, cifra que ubica a Chiapas muy por arriba de la tasa nacional calculada entre 1976 y 1990 por las cifras oficiales (1.2 % anual).”

Los autores identifican las principales causas proximales de la deforestación:

- Agricultura migratoria de tumba-roza y quema. Extracción forestal para la producción de leña y carbón. Conversión de áreas forestales a ganadería extensiva.

- Operaciones forestales comerciales ineficientes. Desarrollo de infraestructura en áreas naturales (carreteras, presas hidroeléctricas, etc.). Ocurrencia de extensos incendios forestales.

Y con los investigadores D. Mahar y R. Schneider (Incentives for tropical deforestation: some examples from Latin  America.1994) añaden diversos factores que actúan como incentivos a la deforestación:

a) La expansión de la frontera agrícola-ganadera para el incremento de la producción. b) La apertura de nuevos caminos y vías de comunicación a áreas antes inaccesibles. c) La indefinición en la tenencia de la tierra. d) Las colonizaciones dirigidas y la provisión de servicios e infraestructura pública en áreas destinadas a la atracción poblacional. e) El ofrecimiento de créditos e incentivos fiscales para promover la consolidación de actividades productivas en áreas de la frontera agrícola-ganadera. f) La falta de apoyo a las áreas naturales protegidas, parques nacionales y reservas.

Y concluyen con otro investigador (E. F. Lambin, Modelling deforestation processes. A Review. 1994) que las siguientes fuerzas conducen a la deforestación:

“g) Crecimiento poblacional. h) Marginación y desigualdad social. i) Políticas gubernamentales erróneas.  j) Tecnologías inapropiadas. k) Relaciones internacionales de intercambio. l) Presiones económicas por las deudas de los países en desarrollo. m) Corrupción en el sector forestal.”



Las herramientas modernas para talar las selvas. Foto de Greenpeace.

 

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19 de Diciembre del 2009

 

Hemos subido en lancha de motor por ese concierto de meandros que es el río Tzendales. En línea recta desde la desembocadura no son más de cuatro kilómetros. Pero la culebra va y viene, casi se toca en círculos en una aventura sin fin de las inundaciones milenarias, así que la lancha recorre medidos diez kilómetros. Y si siguiéramos hacia lo profundo de la selva los 15 kilómetros rectos se convierten en una enredadera de cincuenta. Allá, en ese oscuridad del río, existió una de las decenas de monterías que los finqueros tabasqueños instalaron para cortar las caobas de la lacandonia, como quedó relatado en las novelas de B. Traven Trozas y La rebelión de los colgados, ambas de 1936, y que en el cine el imprescindible Pedro Armendariz hace de Cándido, un indígena chamula enganchado vilmente por los finqueros que en plena revolución mexicana devastaban a fuerza de indios esclavizados, tiendas de raya, hachas, yuntas de bueyes y poderío de los ríos a todo lo largo de la selva.

Los finqueros descubrieron muy entrado el siglo XIX que si se dejaban llevar por el río las trozas de caoba y cedro, desde los rincones más alejados de la selva, igual en la región de Ococingo, y por toda la cuenca del Lacantún, o desde los extremos guatemaltecos del Quiché y el Petén por los ríos Chixuy y río de la Pasión, no tardarían en aparecer cuatrocientos kilómetros río abajo por el Usumacinta hasta Tenosique o más allá, en el intrincado delta que desagua entre Frontera y la Laguna de Términos.



El río Tzendales, afluente del río Lacancún, en Montes Azules.

 

Y así lo hicieron.

No se comprende fácilmente lo sucedido. Pero hay muchísimo escrito. Por eso abruma que se sepa tan poco. En la mañana he leído en el arranque del libro  del historiador Jan de Vos, Oro verde. La conquista de la selva lacandona por los madereros tabasqueños, 1822-1949 (Fondo de Cultura Económica, 1988), lo que ha sido la historia moderna de la selva:

“Podemos caracterizarla como un nuevo enfrentamiento entre conquistadores y pobladores autóctonos. Esta vez los atacados ya no son comunidades indígenas, como en la época colonial. Desde hace tiempo la Selva Lacandona es un gran despoblado, donde los cuatro centenares de indios caribes apenas se perciben. Las víctimas indefensas son árboles, caobas y cedros poseedores de la madera más fina de América.”



“Trozas amontonadas en un tumbo, 1946”. Foto tomada del libro Jan de Vos “Oro Verde, la conquista de la Selva Lacandona, 1822-1949, FCE, 1988”.




“Tronco de caoba, 1930”. Foto tomada del libro Jan de Vos “Oro Verde, la conquista de la Selva Lacandona, 1822-1949, FCE, 1988”.



Fotograma de la película La rebelión de los colgados, de Arturo B. Crevenna, 1955. En el minuto 34, la filmación del derribo de una inmensa caoba que ha sido cortada por Cándido (Pedro Armendariz). http://www.youtube.com/watch?v=4PKyB0LhqdQ


Foto de Gayle Walker. Tomada del blog http://lagaleriadelcorazonabierto.blogspot.mx/

 

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En alguna montería, también en 1913

 

No ocurrió en una película. Como tampoco hubo revolución en Chiapas.

El testimonio es del soldado Mario Domínguez Vidal, y lo extrae Jan de Vos del libro Las selvas de Tabasco publicado en 1942:

“Al día siguiente, a las tres de la mañana, me desperté y comencé a escuchar lamentos de dolor y el ruido de un fuete con el daban azotes tal como los carreteros pegan a los bueyes. Con profundo asombro vi a una pobre india, amarrada de pies y manos, y embrocada sobre un cayuco, recibiendo del capataz terribles azotes. Los conté, fueron 25. Al terminar la flagelación, la desataron, y como estaba sin sentido, la arrastraron de un pie haciéndola caer, y ahí se quedó en el suelo, no como un ser humano sino como una cosa. Inmediatamente subió al suplicio un indito como de unos 18 años de edad, de aspecto enfermizo, pálido, amarillento. El capataz lo amarró en la misma forma en que había estado amarrada la india, y comenzó a azotarlo. No conté los azotes, hui de aquel lugar de crueldad, en el que esperaban su turno más d 30 hombreas enfermos y cadavéricos.”

 

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15 de noviembre del 2000

 

Quiero entender el corto plazo. Lo que ha reventado en estos años noventa, los de la rebelión zapatista. La revolución que sí fue.

Desde el embarcadero de Estación Chajul observo el río Lacantún. Hacia la izquierda, río abajo, corre potente hacia su entronque con el Usumacinta. Rio arriba, sube hacia Ococingo por el río Jataté, y por el río Tzaconejá hasta las inmediaciones de San Cristóbal de las Casas, muy arriba en la montaña, en los Altos de Chiapas.



Foto tomada del diario La Jornada.

 

Extraigo de la computadora este resumen que hice para comprender lo sucedido en 1994, y que marca a la historia de México, pero también a la historia de la selva lacandona:

El llamado “Subcomandante Marcos”, una de las figuras mestizas de la rebelión indígena chiapaneca, identificado por el gobierno en febrero de 1995 como Sebastián Guillén, un estudiante egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México, describe en uno de sus más logrados textos —El sureste en dos vientos, escrito en agosto de 1992, meses antes del estallido de la revuelta —, las condiciones históricas que lo provocaron. “Es la región más pobre del estado más pobre del país”, dice. En ella viven 300 mil tzotziles, 120 mil choles, 90 mil zoques y 70 mil tojolabales.

País de extremos, Chiapas revela sin disimulos las desigualdades estructurales  de México: 3.5 millones de habitantes, la tercera parte indígena, 500 mil de ellos o analfabetos; dos tercios viven en el campo;  la mitad carece de agua potable; siete de cada diez no tiene drenaje en sus casas; uno de cada tres pueblos no tiene carretera pavimentada y 12 mil pequeñas comunidades sólo cuentan con brechas de montaña. 72 de cada cien niños no terminan el primero de primaria, más del a mitad de las escuela s no ofrecen más allá del tercer grado y en la mitad sólo trabaja un profesor;  de 16, 058 salones sólo 96 están ubicados en poblaciones indígenas. 1.5 millones de chiapanecos carecen de servicio médico; existen 0.2 clínicas por cada mil habitantes, cifra cinco veces menor al promedio nacional , y hay tan sólo una sala de operaciones para cada cien mil habitantes; para concluir, ocho de cada diez ciudadanos de la región de Los Altos y de la selva padece grados severos de desnutrición, con una dieta que no pasa de café, tortillas, frijoles y chiles.

En contraste, los recursos naturales del estado no son despreciables: produce petróleo (517 mil millones de pies cúbicos de gas y 92 mil barriles de crudo al día, extraídos de 86 pozos, más ocho grandes depósitos de crudo en exploración en la selva lacandona) y genera el 20 por ciento de la energía eléctrica que consume la nación, a pesar de que la mitad de los hogares chiapanecos carece de electricidad y el 40 por ciento de los establecimientos industrial está conformado por tortillerías, molinos de  mixtamal y pequeños aserraderos; carga con el 35 por ciento de la producción cafetera nacional; exporta anualmente más de 2,750 toneladas de miel a Estados Unidos y a Europa; explota la madera  razón de 2.5 millones de metros cúbicos cada ocho años; vende en el mercado nacional más de dos terceras partes de su producción de maíz, sorgo, tamarindo, plátano, mango, cacao, mamey y aguacate.  Y como sustento vital, sus regiones costera, montañosa y selvática difícilmente tienen paralelo en el mundo: Chiapas concentra el 40 por ciento de variedades de plantas mexicanas, el 36 por ciento de mamíferos, el 34 por ciento de los reptiles y anfibios, el 66 por ciento de las especies de aves, el 20 por ciento de los pescados de agua dulce y el 80 por ciento de las especies de mariposa.  Para no ir más lejos, con el 7.5 por ciento del territorio sus tierras se mojan con el 7 por ciento de la lluvia que baña el país cada año.

No es  difícil seguirle entonces la pista a la rebelión de los indios en Chiapas.  Es una historia de hambre y migraciones a la selva provocadas por expropiaciones de tierras que arrastra la construcción de grandes presas hidroeléctricas, el despojo de los terrenos por la expansión ganadera y sus consecuentes conflictos agrarios, las guerras religiosas entré católicos tradicionales y protestantes en la región de San Juan Chamula, la corrupción gubernamental y la estupidez burocrática.  Único estado del país donde no hubo reforma agraria después de la revolución, la de Chiapas es la historia de un territorio viejo, el de los Altos que arroja  desde los años cincuenta a los indios a la selva, a grado tal, que el presidente Díaz Ordaz hace treinta años reconoció legalmente la existencia de cerca de cuarenta comunidades asentadas en la región de las cañadas.  Eran familias choles, tzeltales, tzotziles, tojolabales y zoques. Al arrancar los setentas, otro presidente, Luis Echeverría, en lo que llamaría “un acto de justicia”, rompe este proceso y dota a 66 familias de indios lacandones, no más, 600 mil hectáreas, la mitad de la selva y deja fuera de lugar, casi como “paracaidistas”, a los miles de indios que habitaban la región. En los siguientes diez años, políticos y madereros a través de la Compañía Forestal Lacandona, apoyados en la banca de inversión pública, Nacional Financiera, arrasan el bosque tropical a razón de 35 mil metros cúbicos al año.  A finales del sexenio del presidente López Portillo, al arrancar los años ochenta, la dinámica y  colonización  del territorio conocido como Las Cañadas y su extensión  oriental, la selva lacandona hasta la frontera con Guatemala, se vio frenada todavía más con el decreto presidencial  que declara reserva integral de la biósfera el área de Montes Azules. Lo que siguió en la pasada década se reseña en reubicaciones de pueblos, enfrentamientos interétnicos, crecimiento de guardias blancas y desarrollo de organizaciones campesinas  perseguidas a muerte por dos gobernantes déspotas, el general Absalón Castellanos y Patrocinio González Garrido, Secretario de Gobernación del régimen de Carlos Salinas de Gortari al estallar la guerra.  Esto es el caldo violento que cocinó el surgimiento de la base social del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Los aderezos de la teología de liberación y el sueño tardío por el socialismo llevado a la selva por grupos de izquierda radicales y clandestinos, simplemente dieron el tono para una insurrección indígena gestada en las últimas cuatro décadas de oprobio.

 

22 de mayo del 2014

 

La memoria me ayuda: voy a la deriva del río Tzendales que lleva sereno el kayak por el que regreso al Lacantún. Son diez kilómetros para escuchar a la selva. Imagino la propia serenidad con la que flotaban las trozas enviadas desde las monterías hasta los remansos del Usumacinta en Tenosique, unos doscientos kilómetros abajo. No se oye ningún ruido ajeno, ni siquiera el motor de la lancha que nos llevó río arriba, no hay un hachazo, ni la risa de un niño o el chiflido de algún montero. Sólo la selva. Derivo y corroboro mi ignorancia extrema en los asuntos de nombrar este mundo verde por el que desde siempre andan los ríos lacandones. Los biólogos sí lo hacen --para la caoba, en botánica refieren el apelativo Swietenia macrophylla King, derivado en un retrueque lingüístico de un famoso médico holandés del siglo XVIII, especializado en vampiros, que nunca puso un pie en estas selvas--, pero ahora prefiero el recuento del historiador Jan de Voz, en acuerdo con la memoria indígena: “Los árboles dominantes, por su número y su altura, son el canshan o cortés amarillo, el palo de chombo, el bayalté o chichí colorado, el chuchum o baqueta, el sacbalhlanté o barí, el cedro, y el rey de todos, la caoba.”

Pero no tengo idea desde cuál de ellos me miran sin simpatía los monos araña que cuelgan en la vuelta de uno de tantos meandros que adormilan el agua. Como quiera, he aprendido que en las cercanías de la ribera no se verá ninguna de las antiguas caobas. Hace más de cien años que las cortaron.

Detengo el kayak a la mitad del río, con esfuerzo encaro la corriente y pretendo inmovilizar la embarcación por un instante. Este es el espacio del mundo nuestro que Natura Mexicana defiende contra toda la historia pasada, en la primera línea de los ríos de la lacandonia.

Foto de Natura Mexicana.

 

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