• Emma Yanes
  • 27 Marzo 2013
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Por: Emma Yanes

     Mientras México pelea por un estado laico y por la no intervención extranjera y en el centenario del natalicio del Benemérito gobernadores y presidentes municipales buscan colocar en las plazas públicas estatuas cada vez más grandes en memoria del héroe nacional, su hijo Juárez Maza desea tan sólo salir de deudas e hipotecas y tener el archivo personal de su padre hasta entonces en manos de sus hermanas.  Como dicen por ahí: Así pasa, cuando sucede. ¿Pero quién, me pregunto yo, puede alcanzar alguna vez la grandeza de su padre o de su madre? y ¿quiénes somos nosotros los ciudadanos comunes para exigirlo? Sin embargo, Juárez Maza cayó en su propia trampa: era un hombre común, un político de los de hoy capaz de negociar con los de arriba y abrazar a los de abajo en defensa de sus propios intereses. Pero guardó un archivo meticuloso desde sus jóvenes años, sabiéndose  hijo del Benemérito, con cuyo apellido lucró, sin saber acaso que bastantes años después Esther Acevedo entendería y pondría a la luz sus limitaciones. Siempre hay un historiador al acecho.

        Es entonces también este libro una historia cultural, porque en el seguimiento de los pequeños detalles que se muestran en las fotografías Acevedo es implacable. La obra abre con una imagen del niño Juárez Maza  vestido con su traje de equitación. Dice Acevedo: “La escenificación del fondo nada concuerda con el atuendo de Juárez ni con un ambiente mexicano: el telón de la barandilla de una casa con un gran lago atrás. Al examinar su pose, Benito está sentado sobre un barandal, el pie izquierdo apenas toca el piso –era bajito—y el derecho se balancea; las botas federicas de montar lucen pulcras y brillantes. Porta un casco de terciopelo con bies de seda; sobre el barandal está el casco de montar forrado en fieltro. El punto que me llama la atención es la forma en que sostiene el fuete y sus delicadas manos”. No se trata pues, ya no digamos, de una vestimenta campesina, no aspiran los Juárez siquiera a ser chinacos, al traje de charro, sino a uno de los gustos que distingue a la aristocracia europea: la equitación. Pero el muchacho posee todavía en esa foto el rostro indígena, moreno. Otra imagen, de 1876, muestra a Juárez Maza ya más blanco, como respetable hombre de ciudad, con el bigote, el  bastón, el anillo dorado, el sombrero  y sus delicadas manos indicando su jerarquía, pero sus zapatos aún llevan polvo, lo que señala   todavía su andar por las terrosas calles de la ciudad de México. No volverá a ser así, las demás son fotos formales. Algunas de ellas conmovedoras: por ejemplo, en una de éstas a la entrada de su casa  en la ciudad de México (1907), Juárez Maza carga dos perritos chihuahueños, en un gesto que recuerda a los presidentes norteamericanos de hoy, aunque el aspaviento provenga más bien del gusto de los Habsburgo por las mascotas. Y luego lo inevitable: de nuevo el roce con los indígenas como candidato a la gubernatura de Oaxaca y después ya como gobernador, en los primeros años de la revolución mexicana. Y ahí están, un hombre muy parecido a él pero de manta y huarache que le da la mano u otro que comete la osadía de abrazarlo hasta levantarlo del piso, ante la sorpresa y casi vergüenza de su propio sequito. Y la siempre fiel María Kleiran que  pasa de la foto vestida a la última moda parisina a acompañar al candidato a pie y a caballo por la sierra mixteca. Benito Juárez Maza vestido a la manera occidental, siempre marcando distancia con los indios de México que buscan sin embargo reconocerse en el mandatario. Y María Kleiran, la francesa, vestida ahora de charra y de tehuana, recorriendo bajo el sol la alebrestada tierra mexicana, en busca de aceptación social cuando empezaban ya a aparecer asesinados en la región los extranjeros dueños de haciendas. El matrimonio Maza-Kleiran no lleva vigilancia alguna en sus recorridos por la sierra (o la guardia armada no aparece en la foto); en cambio los acompaña por los pueblos una humilde banda de música.

      Ese triunfo, el del matrimonio y lealtad de María Kleiran (y “vaya que era bonita”, como diría un amigo mío), discreto y por las buenas, en estos festejos multitudinarios por los 150 años de la batalla del 5 de mayo, sí debemos reconocérselo a Juárez Meza, que la dejó, sin embargo, endeudada. María  es un personaje secundario del libro que a la manera de una novela o película, va cobrando fuerza en las imágenes, quizás por el misterioso mundo personal que vivió. Es en ella en quien Juárez Meza deposita al final de su vida toda su confianza: la nombra en su testamento heredera universal y le pide que por ningún motivo asistan a su entierro representantes religiosos, ni haya entre los oficios rezo alguno, ya que se debe respetar a su persona como libre pensador. María Kleiran, la francesa, hizo respetar esa voluntad, previo al litigio testamentario posterior, que ya es otra historia.       

     El libro de Esther Acevedo no sólo debe ser leído, también merece ser mirado, bajo la meticulosa guía de Acevedo que nos regresa una y otra vez a las imágenes, para ofrecernos una lectura múltiple y  crítica sobre la historia de México. 


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