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Primera mitad del siglo XIX. Bienvenid@ al Departamento Ministerial de San Petersburgo.  Disculparás el trajín, pero es una oficina bulliciosa. Es cierto, hay empleados que se las ingenian para tomarse algún respiro. No habrás dejado de notar, por ejemplo, a aquellos jóvenes cancilleristas que se entretienen en lanzar bolas de papel contra el señor copista. Menos mal que él no se inmuta y prosigue absorto con su trabajo. Su nombre es Akaiky Akakievitch, gana poco más de un rublo diario -el salario mínimo de la época- gracias a que aún no existe Xerox y, a pesar de que no goza de la consideración de los demás tinterillos (ya que ninguno que aquí se gane el pan excede dicha dignidad), es el único personaje de este inmundo Departamento por el que podría ofrecerse más de un rublo. Si te le aproximas por detrás –mientras no le tapes la luz, no se percatará de tu presencia-, podrás comprobar, además de sus numerosas calvas,   el esmero con el que va delineando los caracteres cirílicos. Su caligrafía no tiembla ni cuando sus compañeros le azotan sobre el escritorio  más legajos para copiar. ¿Creerías que a veces lleva a casa algunos oficios importantes, para copiárselos por puro gusto? No sólo en el escritorio, sino en todo momento las cuarenta y siete letras despliegan un hipnótico ballet ante sus ojos. Una tarántula podría subirle por el pantalón mientras él sólo se percataría de una Zhe (Ж) levemente inquieta.  Lleva toda una vida en este puesto, cuya actividad encuentra tan deleitosa que no pretende otro. Es a la vez un oficinista sin ambición y un santo, en el mejor sentido de la palabra. Este hombre no tiene a nadie en la entera vastedad de las estepas terrestres.

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