• Emma Yanes Rizo
  • 28 Febrero 2013
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Por: Emma Yanes Rizo

La novela,  Viejo siglo Nuevo, de Beatriz Gutiérrez  Müller, es un conjunto de historias de vida, narradas en primera persona, con las particulares emociones y contradicciones de los personajes, y que se enlazan entre sí en un momento específico: la revolución de 1910 y el asesinato del presidente Francisco I. Madero.

        Un relato donde los hoy personajes históricos: Francisco y Gustavo Madero, los Aquiles Serdán, Villa, Zapata, Bernardo Reyes, forman parte del devenir de los que se antojan protagonistas ficticios, pero no por ello imposibles: Orestes, un niño reclutado por los maderistas que muere asesinado en mayo de 1913; el chino Chew Zhu, que llega a México como trabajador ferroviario y es después un destacado comerciante; el matrimonio alemán de Kasper y Brigitte Haase, él hacendado y banquero, ella ama de casa y espírita, como el propio  Madero; Francisco Castillo, indio yaqui, al que le tocará en suerte disparar contra Bernardo Reyes.

           Pero a su vez, la vida de los actores ficticios dota de sentido el mundo de los personajes históricos, que en la novela aparecen como lo que fueron en su momento: actores sociales. Por ejemplo, sabemos de las injusticias del régimen a través de la narración del yaqui Fernando del Castillo, cuyos antepasados y su madre misma son asesinados y despojados de sus tierras, en las que  posteriormente tendrá que trabajar como peón el propio Fernando;  el dispendio de la oligarquía lo conoceremos a su vez, por el recuerdo de las fiestas  porfirianas que añora Kasper Haase. Y la sombra de la guerra en Asia y en Europa, o lo que los historiadores llamaríamos contexto internacional, aparece como telón de fondo en las vidas de Chew Zhu y Kasper Haase. Comenta el primero en marzo de 1913, desde la estación Ortiz, donde será asesinado por otro colega chino: “No preví la vorágine que se iba a presentar, tú, a saber: eres tú el que me va a matar. No la revolución ni la xenofobia, tú, mi hermano Wong-Pin-sei. Un villano. El primer ministro del imperio es Yuan Shikai, ¿qué ya no? Mi país está en bancarrota, las guerras intestinas, la revolución, es la segunda revolución, fue derrocada la monarquía y….No sé qué pasa en el mundo y porqué no triunfa la fraternidad. Mataron aquí al presidente Madero y allá, un mes después, a Song Jiaoren: fue baleado en una estación de tren, como estoy yo ahora”. Chew es entonces un personaje trágico, sin patria donde acogerse después de haber hecho fortuna en México.

Hasper Haase será a su vez un hombre de exilios: primero de Alemania, después de México, y lleva a cuestas su fortuna y sus derrotas emocionales. Dirá: “Seré alemán hasta la muerte y quiero que me entierren en Lubeca, pastor Hans”. Sin embargo, su banco le es expropiado como mexicano, aunque nunca se nacionalizó.

     El mundo de las ideas filosóficas que permearon la época, la teosofía, el espiritismo, el anarquismo, la masonería y el evolucionismo, se ofrecen también al lector en pinceladas que narran los personajes y que a su vez condicionan su actividad personal. Comenta por ejemplo Brigitte Hasse:

“Sabía que era alemana en un país extraño. Pero el tránsito se convirtió en permanencia…Pero mi vida cambió después del banquete a don Ramón Corral, cuando nadie sospechaba un levantamiento armado. Comencé a frecuentar al doctor Curtois y él me enseñó la teosofía. ¿Yo? No sabría decir en qué momento viré hacia el rosacrucismo  cristiano. Lo que sí es que aprendí a conocer en sentido de la vida.” Y el sentido de la vida la acerca más hacia los ideales de Francisco I. Madero, que a la vida al lado de su marido. No soportará, sin embargo, a los judíos. Manuel González Cosío, sucesor de Bernardo Reyes como ministro de Guerra, busca a su vez la explicación de la superioridad de las razas en la teoría de la evolución, y culpa al maíz del “atraso mental” del indio, mientras el consumo del trigo conduce, según él, hacia la civilización. Por su parte, Francisco I. Madero, se sabe ya, actúa motivado por la idea del bien común, con su raíces en el cristianismo y las ideas juaristas, que, recalca una y otra vez, no van contra la religión, sino contra el poder del clero.        

      Viejo siglo nuevo es un relato noble, donde Beatriz Gutiérrez Müeller no emite juicios de valor; deja que cada actor hable de sus contradicciones y emociones como ser humano, en una coyuntura social específica. Y quizás ese dejar fluir las emociones de los personajes, sea su gran aporte, que lo distingue de algunas investigaciones históricas esmeradas en buscar “la objetividad”, sin permitirle a los que hoy consideramos héroes moverse, como cualquiera de nosotros, en el mundo de la subjetividad, las contradicciones,  los amores, las flaquezas.

      En la novela, en la coyuntura del inicio de la revolución mexicana, los protagonistas eligen, partiendo de su propia historia y de sus limitaciones, de qué lado quieren estar, cuando desde luego todavía no estaba claro lo que pasaría después. Esa decisión será un acto de libertad de los personajes, de la que la autora nos hace partícipes. Porque ninguna necesidad tenía Francisco I. Madero, un hombre acaudalado y respetuoso de la ley, de luchar por la causa democrática, salvo lo que le dictó su conciencia y también la de sus difuntos, porque como sabemos era espírita. Brigitte Hausse, educada en el racismo alemán, tampoco tenía porqué simpatizar con el chino Shaw, mal visto por los aristócratas por ser asiático, más que por su libertad de pensamiento que la llevará después al divorcio. “Qué es la vida, dirá este personaje, un tránsito casual, un pasaje de libertad, donde cada quien decide el curso de sus actos”.

       En la novela, ninguno de los personajes parece querer la guerra, pero la negativa de Porfirio Díaz de respetar el triunfo democrático de Francisco I. Madero provoca el descontento social, que como la lava de un volcán corre demasiado rápido en necesidades y demandas (como el inmediato reparto de la tierra que Emiliano Zapata exige al presidente Madero) y se canaliza por vericuetos y veredas antes no imaginadas, que manchan de sangre el suelo de México y lamismísima casa de los hermanos Serdán. Casi al final de la novela, en su monólogo o diálogo interno, Madero se dirige al Aquiles Serdán que ya había sido asesinado, dice: “Ahora me toca hablar contigo Aquiles. No sabes cuántas veces te he invocado, quiero hablar con tu espíritu descarnado que vela por todos nosotros y nuestra causa. Estuvimos juntos en San Antonio preparando el golpe final contra la dictadura del general y te volviste a Puebla a iniciar la revolución. Te asesinaron el 18 de noviembre de 1910. Te sentaron en una silla luego de apresarte en tu propia casa. Te resististe. Tiro de gracia. Aquiles, hermano de espíritu: tu muerte germinó  en suelo patrio, sabrás que no se puede esperar todo de un gobernante sino esperarlo de uno mismo: tú iniciaste la revolución. Tú y tus nobles hermanos Carmen y Máximo, y tu noble esposa  doña Filomena. En deuda quedaremos con ustedes…Yo, yo me cuidé lo más que pude porque tarde comprendí cuánta intolerancia hay en la sociedad hacia lo desconocido.” Y agrega más adelante: “Me fui a Puebla porque me avisaron de esta refriega entre porfiristas y nuestro ejército. Me dirigí hacia adonde habías vivido, Aquiles, donde te acribillaron: a la calle de Santa Clara. Desde tu balcón hablé con el pueblo bueno, pude detener el ataque del general Zapata porque logré convencerlo de aguantar. Carmen, tú y tus amigas Guadalupe y Rosa Narváez, mujeres valientes, ¿cómo les pagará la República? Los poblanos siempre han sabido ser patriotas”. Queda en nosotros buscar respuestas, o dejar que lo anterior sea  sólo una frase de  novela.

      Una novela, Viejo siglo Nuevo, que es a la vez muchas otras novelas, donde cada personaje, quizás como cada uno de nosotros, libra su propia guerra: la de su consciencia.

      Baste agregar, como comentario al margen de la novela, que Carmen Serdán y Guadalupe Narváez sobrevivieron  a la revolución. El testimonio de esta última, recogido por Martha Eva Rocha, en el libro De espacios domésticos y mundos públicos, es particularmente interesante, porque explica como las mujeres poblanas de la época, ocuparon un papel fundamental en la lucha revolucionaria. Primero, con la formaron el club femenil Josefa Ortiz de Domínguez, integrado básicamente por obreras de la fábrica Penichet. Después con la integración de la Primera Junta Revolucionaria, formada para continuar con la lucha insurrecta luego del asesinato de Aquiles y el encarcelamiento de Carmen Serdán. Está junta estuvo formada por el impresor Gilberto Carrillo, el mecánico Ignacio García y cinco mujeres, que llevaban la batuta: Celsa Magno, Cruz Mejía, Piedad García, Modesta González y Guadalupe Narváez. Fueron ellas luchadoras incansables contra el fraude electoral y por la apertura democrática, a pesar de que por entonces las mujeres no votábamos. Recordémoslas entonces intentando desde nuestra vida cotidiana, hacer un poco de patria.         

 

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