• Por Raúl Picazo
  • 25 Enero 2013
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Por: Raúl Picazo

Si algo obtuve al leer Matamoscas de Fernando Paredes Milonás, fue engendrar una discusión interior sobre el quehacer del escritor. Y es que para dar comienzo a la lectura de un libro, uno tiene que empezar por sentarse y concentrarse. Al contrario que para escribir: alguien se sienta frente a la pantalla, se frota las  manos, hurga en la memoria, articula ideas y espera a que la chispa encienda el carro.

Leer un libro en dos horas me incomoda porque me pregunto ¿cuánto tiempo le llevó al escritor redactar cincuenta cuartillas? Quizá sentarse a escribir tenga mucho que ver con el ánimo. Se carga con el pensamiento de lo que se va a narrar todo el día, pero al momento en que nos encontramos ante la hoja, el pensamientos se desvanece. La mayoría de las veces escribimos sin tener nada que decir.

Supongo que para Fernando escribir era un rito. Antes necesitaba tomar café, encender un cigarro y escuchar música. A muchos les funciona, sólo así el texto fluye, sólo así se enfrentan ala hoja en blanco. Pero, ¿para qué escribir? Esta pregunta es el fantasma que recorre algunos de los cuentos de Matamoscas. Afán innecesario de rastrear la pulsión de la expresión literaria.

 

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