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Por: David L. Espinosa

Hace algún tiempo me llamaba mucho la atención toda historia representada con el particular estilo de dibujo del ánime. Me aventé muchas de las series supuestamente obligadas y encontré que las historias tienen muchos elementos compartidos, cosas fáciles de digerir con la particularidad de atrapar con facilidad al lector: colores extremadamente brillantes, trazos muy marcados y lineales que facilitan la comprensión de las figuras, chistes básicos (de esos gags que son efectivos para los simplones como yo), escenas con posturas forzadas, personajes con atuendos extraños o cuerpos voluptuosos, monstruos interesantísimos, personajes contrastantes, voces muy exageradas -en el caso de los ánimes- y una larga lista de elementos que hacen de este material algo muy atractivo. Pero no por ser atractivo tiene que ser buen material o una obra que merezca ser leída nada más porque se ha puesto empeño en la historia más allá del trazo.

 

Hay varios tipos de manga y ánime, tantos como uno pueda imaginarse: aquellos que están dedicados a “el amor extremadamente gay”, para quienes sólo buscan ver viejas (dibujadas) con pechos prominentes y traseros mortales, aquellos que quieren las clásicas historias de aventuras de un héroe (casi siempre un caballero) que busca a su princesa en un universo donde aparecen monstruos amigables y temibles bestias, aquellos que la mitad del tiempo se ve sangre, sangre, sangre y mucha sangre, aquellos para niñas amantes del rosa y los dulces empalagosos, para los que quieren peleas interminables que duran diez tomos y aquellos que combinan todo como una gran masa algunas veces interesante pero la mayoría de las veces ridícula.

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