• Raúl Picazo
  • 07 Febrero 2013
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Por: Raúl Picazo

Cuando tenía diez años, mi padre mercó con Clemente un terreno (fruto de una herencia) por un automóvil usado. Mi madre dio la idea de vender el terreno y ocupar el dinero para comprar un coche que pudiera convertir con el tiempo en taxi. Papá siguió su consejo, pero hizo el negocio por debajo del agua. Un día, después de llegar de su trabajo, me llevó a ver el auto y al chofer que lo manejaría. Tanto el auto como el chofer eran viejos y anticuados. El chofer se llamaba Rufino y el auto, no lo recuerdo. La tarde del suceso, mi madre, mi abuela y yo salimos de paseo. Camino hacia el sitio de taxis, vi a lo lejos una canoa deslizarse lentamente por la avenida principal. Dentro venía Rufino, mirando de un lado a otro, concentrado. Rufino sabía que mi madre estaba enferma y que no podía recorrer grandes distancias, ya que al vernos, no tuvo más opción que ir a nuestro encuentro, orillarse y ofrecer a las dos señoras y al niño el servicio de taxi pirata. Mi madre miró al chofer con detenimiento, sopesó la oportunidad de tomarlo, pero yo me subí por la confianza que tenía, era el auto de la familia. En ese momento moría por decirle a mi madre que era el auto que papá había comprado. Pero nadie habló. Cuando llegamos a nuestro destino, el taxista nos cobró el pasaje: quince pesos. No podía creerlo. ¡Era nuestro auto! Bajamos. Mi madre molesta porque le habían cobrado de más, me reprimió fuertemente porque me subí al primer carro, cuando ella quería esperar un taxi de verdad.

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