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No voy de página en página hasta llegar a la última, repasando con la vista líneas negras, delgadas, formas que la instrucción escolar sembrara hace tanto dentro de mi cerebro, con tal profundidad que parecen haber nacido ahí dentro, al mismo tiempo que yo.

No leo, lo repito. Camino. Y las hojas no están hechas de celulosa industrializada, de tinta y esfuerzos para traer al castellano un conjunto de confidencias hechas al papel en un idioma remoto. Las conforman calles, billetes para viajar en tren, direcciones de sitios físicos, fantasmales sin embargo para quien los recorre tanto fuera como al interior de esos párrafos compuestos durante los años veinte, o eso supongo desde mi lejanía.

En esos lugares la delgada silueta de Fumiko Hayashi, la autora de este diario hecho libro, es pequeña y leve, apenas se adivina su timidez entre tantas otras más negras, más anchas, más afortunadas. Pero pese a ser tan diminuta, se nos presenta inoculada con una semilla de lucha, de una búsqueda por subsistir constante, semilla esta que la lleva de un punto a otro de los mapas del Japón como empujada por un viento a veces suave, a veces intenso.

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