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La tortuosa (y a menudo ridícula) historia de la blasfemia alcanzó cotas sublimes (es decir, grotescas) el día en que cinco sediciosas uniformadas con medias, chaquetas y peinados intolerables traspasaron las puertas de una catedral moscovita con el propósito de cantar sus discrepancias en el altar de la ortodoxia. Allí blandieron guitarras y allí (dónde si no) toparon con la Iglesia, cuyo brazo secular se abatió sobre ellas con todo el peso de la ley (que es mucho) para aplastarlas antes de que pudiesen entonar la segunda estrofa.

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