• Sergio Mastretta
  • 13 Diciembre 2012
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Por: Sergio Mastretta


Dos manifestaciones de impacto ambiental rechazadas, una más en proceso de resolución, una cuarta no presentada y una quinta aprobada y con un proyecto ya en operación. Así podemos resumir la situación que prevalece en la región centro oriente de la Sierra Norte de Puebla con los proyectos hidroeléctricos que distintas empresas quieren llevar adelante en los ríos Ajajalpan, Zempoala-Ateno y afluentes del Apulco.


Y con el trasiego de oficios y resoluciones en torno a las manifestaciones de impacto ambiental (MIA) entre funcionarios federales que las autorizan o rechazan, exfuncionarios y consultores ambientales que las elaboran y justifican en innumerables leyes, normas y reglamentos, y resolutivos de trámites que se publican o no en línea según al ánimo que ronde en los escritorios de la SEMARNAT.


Ello para enmarcar un conflicto como el que se vive en la comunidad Ignacio Zaragoza, el en municipio de Olintla, por el que la semana pasada, a la entrada de la población, los pobladores cerraron el paso de la maquinaria con la que Grupo México, el tercer productor de cobre más grande del mundo, pretende abrir el camino al río Ajajalpan, cuatrocientos metros abajo.


Un pueblo, una corporación, un río.


Ignacio Zaragoza, una comunidad totonaca enclavada en una loma que se asoma a uno de los pocos ríos que guardan el bosque mesófilo sobreviviente en México, con no más de quinientos habitantes.


Una corporación con ventas de 8,033 millones de dólares en el último año, propietaria de la mina de cobre Cananea y de la empresa Ferromex, con cerca de 10 mil kilómetros de vías férreas y el control de los ocho puertos más importantes en el Golfo y el Pacífico y conexiones con cinco puntos fronterizos con Estados Unidos.


Y el Ajajalpan, de los ríos serranos el más empeñado en no salir a la costa, en ir y venir y darle la vuelta y romper contra los montes, como una Xochinauyaque, una nauyaca real que serpentea entre las piedras en busca de lagartijas, escurriéndose en tropel, revolviéndose sonriente entre el batir de las bandas de loros, atenta en su encierro de pueblos originarios que la endiosan desde tiempos milenarios.


Es una contienda la que se vive en la Sierra: el monte rural, el del maíz y los cafetales de la sobrevivencia humana que han batido a machetazos la selva antigua, y que ve venir el aluvión brutal de las corporaciones y sus finanzas aplicadas en proyectos industriales. Es una contienda que se documenta en el enredo burocrático de las leyes ambientales amarradas en oficios rigurosamente técnicos y legales que jamás leerán los campesinos.


Y en los que se juega el futuro de su tierra.

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