• Ignacio Manuel Altamirano
  • 31 Octubre 2013
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Por: Ignacio Manuel Altamirano

 

Michoacán y tu tierra caliente tienen una historia larga, entrañable, sin la que México no puede entenderse. Los acontecimientos recientes --el declarado levantamiento armado que sostienen los grupos del crimen organizado conocidos como La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, pueden comprenderse mejor si la mirada es larga.

Esta crónica de Ignacio Manuel Altamirano la ofrece. Es el recorrido que hace Morelos el guerrillero insurgente en su camino al mar, cuando ha iniciado su levantamiento armado. La presentamos aquí como ejemplo de crónica histórica que recupera un momento concreto de la historia nuestra.

Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893) fue, sin duda, de los novelistas de su generación, el mejor dotado. No obstante que las luchas políticas absorbieron  gran parte de su actividad, supo y pudo  encontrar el tiempo y el reposo necesario para dedicarse al cultivo de las letras. Su producción literaria cierra en México el ciclo romántico e inicia la corriente realista.


I

El gran río que con el nombre de Atoyac nace humilde en las vertientes de la sierra de Puebla, y que descendiendo de la mesa central de Anáhuac, se dirige al sudeste de México, recibiendo el tributo de cien arroyos y torrentes que aumentan el caudal de sus aguas, toma en los profundos valles de la tierra  caliente el nombre de Tlalcosauhtitlán, cuando pasa besando la orla de las montañas tlapanecas; después el de Mezcala cuando se abre paso entre las sierras auríferas que limitan por el norte los planíos de Iguala, y por el sur los templados oasis de Tixtla y Chilpantzingo; más tarde, cuando enriquecido con la confluencia  de veinte ríos salvajes, hijos de las sierras de México, sigue el rumbo del sudoeste y penetra en las ardentísimas honduras de la Sierra Madre, cadena ciclópea que enlaza los Estados de Guerrero y Michoacán, y cuando caldea sus aguas en aquellas gargantas como en enormes galerías  volcánicas, toma el nombre de “río de las Balsas”. Por último, cuando después de recibir el último tributo, el más grande, el de los dos ríos tarascos, reyes de las comarcas michoacanas, el de Tepalcatepec y el de Marqués,  se dirige lenta y majestuosamente  hacia el sur, para desembocar en el Océano Pacífico, es conocido con el nombre de “río Zacatula”.                                                                                    Todavía después de la unión de los dos ríos tarascos, el padre de las aguas del sur  se hunde entre las altísimas rocas basálticas de la Sierra Madre, que se dilatan hasta la costa  y suelen bañar sus últimos crestones  en las ondas del mar, todavía arranca en sus crecientes los árboles gigantescos de las obstinadas selvas que revisten las arrugas de la gran cordillera; todavía arrastra en sus poderosas corrientes  los restos de cien edades de la tierra, sepultados en el corazón de la montaña. Ese río es el zapador constante de los bosques vírgenes del sur, y el compañero de la Sierra Madre hasta la costa.                    

Al llegar a ella, cesa la lucha con las dificultades  y las barreras; las colinas se deprimen, se suavizan; las dos enormes y ásperas  cadenas de montañas que han ido flaqueando  el río se bifurcan, se apartan en ángulo recto; la del oeste  va serpenteando a formar la sierra de Maquilí, y la del oriente sigue a lo largo de la costa sumergiéndose a veces en el mar o arremolinándose en torno de las alturas de Coahuayutla.

El río, al salir del intrincado  laberinto de la sierra, desciende al hermosísimo aunque estrecho planío de la costa. Allí desaparecen como por encanto el carácter rocalloso de las márgenes y la vegetación de las grandes selvas que ha recorrido.                                                                              La tierra ondula suavemente tapizada por una yerba siempre verde, espesa y salpicada de flores. En las alturas, los mangles de la montaña más corpulentos, aunque menos bellos que los mangles de las marismas, son los únicos que elevan  su enhiesta copa, enlazándose con los nazarenos, y dominando los bosquecillos  de ébanos que esconden  en la sombra sus torcidos  ramajes y sus hojas menudas. Los arrayanes inclinan al sol su espesa frente que enguirnalda con dorados hilos, el “choromo” perfumado la atmósfera con su aroma sin rival. 

La vegetación de la costa, hija del rocío, del sol y de las brisas del mar, más bien que de la lluvia, recibe al rey de los surianos sobre una alfombra de flores y bajo un dosel de luz y de perfumes.                     

Ya cerca de la playa, el río también se bifurca, como el Nilo, y sus dos brazos majestuosos, transparentes, tranquilos, se deslizan por un plano inclinado imperceptible, con sus márgenes cubiertas de grandes y espesos árboles hasta el mar, en donde  uno de ellos produce la Barra de Petacalco.                                                                                                    Esta bifurcación del río forma un delta que es una maravilla de hermosura vegetal, un sueño de poeta. Un bosque espeso y sombrío lo termina a orillas del mar, un bosque en el que son incontables los árboles que se encadenan y confunden millares de lianas gigantescas, y en el que apenas se distinguen los palmeros por la esbeltez de sus troncos y la gallardía de sus copas, y los bananos por lo compacto de sus grupos y por la anchura de sus frescas hojas. La luz solar penetra tenue y temblorosa en aquella mansión en que moran la frescura, el silencio y la muerte.         

El río parece entregar con sus dos brazos este paraíso al mar, que lo recibe con sus ondas de esmeralda.                                  

Así entra el Zacatula en el Océano Pacífico.

 

II

 

Una tarde del mes de octubre de 1810, ya al declinar el sol, descendía por el camino que serpenteaba entre las colinas boscosas de la sierra que blanquea por el lado de oriente al río de Zacatula un grupo como de veinte jinetes.                                                            Dintinguíanse apenas en los claros del camino volviendo a ocultarse entre la arboleda que revestía las últimas vertientes de la montaña, pero cuando bajaron a la llanura, cuando al seguir del camino que costea la marguen izquierda del río antes de dividirse, fueron bañados de lleno por la luz del sol poniente, pudieron ser observados con exactitud.         

Parecían campesinos de Michoacán y montaban magníficos caballos, algo estropeados seguramente por las fatigas de un viaje penoso y largo.                                             El que parecía ser el jefe caminaba a alguna distancia del grupo y sólo acompañado de un mozo e iba a la sazón sumergido en una meditación profunda de la que no lo distraían, y la belleza admirable del paisaje, ni la singular perspectiva que presentaba el gran río convertido en una corriente de púrpura y de fuego, a causa de los rayos del sol, ni el concierto de las aves de la costa, ni el aspecto del cielo en esa tarde tibia y apacible.                        Este personaje era un hombre robusto, moreno, de regular estatura, de ojos de águila, cuya mirada profunda y altiva era irresistible. Su boca tenía ese pliegue que marca en los caracteres pensadores el hábito de la reflexión y en los grandes de la tierra el hábito del mando. Su traje y aspecto no revelaban a qué estado pertenecía. No era un jefe militar, porque en ese tiempo ningún criollo lo era, siendo este rango reservado solamente a los españoles. No era un eclesiástico, porque su barba negra y crecida, su gallardía para montar a caballo, su aspecto varonil y atrevido lo desmentían; pero no era tampoco un simple arriero, ni un pobre campesino, porque esa mirada, ese continente y esa comitiva proclaman muy alto que ese hombre estaba sobre el nivel de los demás y que ese cuerpo encerraba un espíritu poco avenido con las faenas de la servidumbre o con las tareas obscuras del campo. Por otra parte, su traje era raro, inusitado en aquellas comarcas.

Cubríase con una especie de alquicel blanco para guarecerse del sol, y cuyos embozos le cubrían parte de la barba. Llevaba un sombrero finísimo del Perú, y debajo de él, un gran pañuelo de seda, blanco también, cuyos extremos anudados flotaban sobre el cuello, abrigaba la cabeza, a la usanza de los rancheros ricos de esa época. Calzaba botas de campana, y bajo sus armas de pelo guardaba un par de pistolas. El negro caballo que montaba era soberbio, y a pesar de viaje, mostraba su brío avanzando a paso largo, por la pradera que limitaba la ribera del rio.

El traje de su compañero y de los demás jinetes de la comitiva, en nada se distinguía del que usaban los campesinos acomodados del sur de Michoacán. Chaqueta obscura de paño o de cuero, adornada de agujetas de plata, calzón corto de lo mismo, con botas atadas con ligas bordadas, y mangas dragonas azules con las bocas adornadas con flecos de plata o de oro, sombreros de las alas anchas de color obscuro: tal era el traje de esos, al parecer campesinos cuyo aspecto se convertía en marcial por las escopetas, sables y pistolas que cada uno traía. Caballos y mulas de mano y otras con equipajes, completaban el cortejo de aquel notable personaje.            

El sol se había puesto ya, y la humedad, tan sensible en aquellos lugares y que comienza en el crepúsculo, hizo que todos los jinetes se abrigasen en sus mangas.                  –Señor --dijo uno de los jinetes, dirigiéndose al personaje de que hemos hablado -, ¿llegaremos a buena hora a Zacatula?                                                                                           El hombre misterioso pareció, al oír esta pregunta, que salía de su honda cavilación. Interrogó a su vez el horizonte y respondió con voz breve y metálica:                  --No estamos lejos del pueblo, y llegaremos al obscurecer. Adelántate y avisa de mi llegada a Martínez.                                                                                                                       El jinete se adelantó, y un minuto después se perdió entre las altas yerbas del camino.

III

Aquel hombre que así caminaba por aquellas soledades del sur, aún no perturbadas por los ruidos de la guerra, era algo más que un jefe militar, era más que un eclesiástico, mucho más que un grande de la tierra, era algo más que un caudillo… era el gigante de la Independencia de México… era el genio de la guerra… ¡DON JOSÉ MARÍA MORELOS!    

Inspirado por su patriotismo y animado por su espíritu extraordinario, este hombre, “el más notable que hubo entre los insurgentes”, se había dirigido a Valladolid cuando supo el paso de las huestes de Hidalgo por aquella ciudad, dirigiéndose a la de México, capital del Virreynato, y no encontrándolas ya allí, las había alcanzado en la hacienda de Charo, en donde después de hablar con Hidalgo, recibió del padre de la Independencia, el nombramiento de lugarteniente, la misión de conquistar la fortaleza y el puerto de Acapulco.

Sólo el nombramiento y la misión, “papel y rumbo”, como dijeron después los insurgentes. Ni un elemento de la guerra, ni un soldado, ni una arma, ni un cartucho. Morelos no necesitaba de nada de esto que exigen los generales del vulgo; él era genio, es decir, creador, y todo iba a ser creado con la eficacia de su palabra y por la magia de su voluntad.

Los que lo acompañaban eran amigos escogidos entre los feligreses de sus curatos de Carácuaro y Nucupétaro, ¡Apóstoles confiados de aquella propaganda de patriotismo, de sangre y gloria! Una vez resuelto a llevar a cabo su misión sublime, había salido con ellos de las áridas montañas en que se escondían esos dos pueblos miserables de su curato y los llevaba consigo para emprender la predicación de ese Evangelio armado de la Patria Libre, que iba a ser la epopeya más gloriosa de las que registran los anales de México. Tal era el hombre que se aparecía por la primera vez en el campo de la revolución, y en aquel valle de Zacatula, bajo las apariencias de un guerrero del Atlas, envuelto en su blanco alquicel y relampagueando en los negros ojos el rayo de la guerra y el anuncio de la victoria.

Las sombras habían invadido por completo la llanura. El grupo de jinetes apresuró el paso. A lo lejos se distinguían entre un enjambre de luciérnagas que poblaban la yerba y los arbolados, las lejanas luces que se encendían en el pueblo de Zacatula, situado en la margen izquierda del río.

En 1810, toda la comarca que corre el Zacatula, desde Ajuchitlán, en la tierra caliente, hasta el mar, pertenecía a la provincia de Valladolid.                                                      En la margen izquierda del río se veía ya el pueblecillo de Zacatula que ha ido a menos, hasta ahora, a causa tal vez de la muchedumbre de barrios en que se ha divido, y de la formación del pueblo de la “Orilla” en la margen derecha y que pertenece hoy también al Estado de Guerrero.                                                                                                 La Intendencia de Valladolid dominaba allí y tenía de guarnición en Zacatula algunas tropas realistas, al mando de un jefe. Estas tropas se formaban de lo que se llamaba entonces “milicia”, que eran compuestos de “criollos” en su mayor parte.                 En Zacatula el jefe de estas tropas se llamaba don Marcos Martínez, y su milicia se componía de cincuenta hombres, vecinos del lugar, completamente inexpertos en el manejo de las armas, bisoños en el oficio militar, que, por otra parte, no habían tenido ocasión de poner en práctica.                                                                                                      Afectos al Rey, como casi todos los milicianos de Nueva España, pero residiendo en el extremo sur del país, apenas habían llegado a sus oídos los rumores de la invasión francesa en la península, la prisión de los Reyes y la instalación de las juntas de España. En cuanto al movimiento de Hidalgo en Dolores, no era conocido. Algún arriero de Morelia había dicho algo de motín en Guanajuato, de un Cura que había gritado contra el mal gobierno. Pero se creía que pronto un golilla y un alguacil darían buena cuenta de ese tumulto de pueblo. El Rey era invencible, el Rey era la imagen de Dios y el Virrey era el representante del Rey. La horca iba a trabajar un poco y eso era todo.

Por lo demás, ¿qué tenían que ver los pacíficos habitantes de Zacatula con todo eso? ¿Qué les importaba el tumulto de Dolores y el alzamiento de los indios? Ellos, los habitantes de Zacatula, eran mulatos y mestizos, hijos de españoles o de negros. En las costas del sur de las intendencias de México y de Valladolid, no había indios, y los residentes, que eran advenedizos en la tierra, no llevaban en el corazón los dolores de la antigua patria herida y subyugada. Ni aún habían soñado en la nueva; jamás habían pensado en que esta parte de mundo americano podía ser libre y en que ellos podían estar al nivel de los españoles, dueños de la tierra y del mar, de los campos y del comercio, de las armas y de las llaves del cielo.                                                                                 Esos pobres costeños vivían con la vida candorosa e inconciente de los salvajes subyugados.                                                                                                                                              El temor de la horca nos encadenaba; el terror del infierno los sometía. Eran un rebaño dominado por el subdelegado y el cura.

En la hora de que estamos hablando, no sentía ninguno de ellos germinar la idea de la Patria en su pobre espíritu, y sin embargo, la Patria iba a nacer en él, en transición, sin infancia, sin debilidad y sin lucha. La Patria nació en Zacatula, adolescente, briosa y hercúlea.

¿Quién iba a hacer ese milagro de magia y de genio? ¿Quién iba así a derramar la luz en un minuto, como la luz del Génesis?                                                                                        MORELOS, MORELOS, que al dar el toque de oración en la humilde iglesia de Zacatula, llegaba a las orillas del pueblo y hacia alto para orar y fortalecerse.

IV

Sí: se detuvo para orar y fortalecerse. Una de las cualidades que caracterizaban a los héroes de la independencia, era una profunda fe religiosa que solo era superada por la inmensa fe que tenían en la justicia de su causa. Casi, casi confundían una con otra. Para ellos la independencia era derecho divino, y tenían razón, dadas las ideas de aquellos tiempos.

Semejante convicción estaba tan arraigada en el espíritu de los hombres de 1810, que subordinaban a ella todas las demás creencias, todos los demás principios, ya se manifestasen en la forma de opiniones vulgares, o ya se proclamaran revestidos con el terrible disfraz de las excomuniones eclesiásticas. Y lo que es más grande aún, cuando solía levantarse en el fondo de su consciencia el espectro de la preocupación o del terror religioso, inmediatamente se desvanecía como una visión nocturna, ante la imagen de la patria, que como un sol, inundaba de luz la consciencia obscurecida un momento. Para ellos, Dios se ponía de lado del derecho: Dios quería la libertad y les ordenaba combatir por ella. En sus oídos resonaba, con más verdad, aquella palabra misteriosa que empujó en otra época a los soldados de una causa menos justa: “Dios los quiere”. Al oírla se sentían fuertes en la tremenda empresa que acometían.

Así se explica el por qué, ellos, educados en la obediencia del clero inferior o del creyente sumiso, no hacían caso de los anatemas que fulminaban en su contra.                                  No hay que olvidar que los obispos todos de la Nueva España y que el alto clero, fueron enemigos acérrimos de la Independencia de 1810, y que cuando la aceptaron en 1821fue en fuerza de las circunstancias.                                                                                    Así se explica, seguimos diciendo, el por qué se lanzaban al combate, animados de una fe viva en la causa de la Patria, y no por los ridículos de defender a los abyectos reyes españoles amenazados por los franceses en la metrópoli, ni la fe católica, que ningún peligro corría, ni la inmunidad de los bienes eclesiásticos, que administraba precisamente el alto clero, enemigo de la insurrección. Cuando se leen estas aseveraciones en ciertos escritores, como Alamán, apasionado o impotente enemigo de los héroes de 1810, no se puede menos que refutarlas como hijas de un mezquino criterio o de una triste y despreciable mala fe.

Más altas cusas que las que señala el venal escritor, amigo del Gobierno Colonial, eran las que movían a los grandes hombres de la insurrección, y se necesitaba ver las cosas muy superficialmente o interpretarlas con un interés bastardo, para no comprenderlas.

En cuanto a Morelos, él más que nadie era superior a las patrañas que los enemigos vulgares de la insurrección señalaban como influyendo en los eclesiásticos que tomaban parte en la lucha, y así lo demostró en todo el curso de su gloriosa carrera.                        Si acaso es cierto que publicó en su Parroquia de Carácuaro el edicto del Obispo y Abad y Queipo contra el ilustre Hidalgo, es seguro que en esto no hizo más que ejecutar un acto indiferente de obediencia y que le servía para ocultar los proyectos que iba a realizar dentro de breves días.                                                                                                          Lo que sí consta evidentemente, es que apenas supo por don Ignacio Guedea, dueño de la hacienda de Guadalupe, el movimiento del héroe de Dolores, cuando en el acto se dirigió a Valladolid para presentarse al caudillo y tomar parte en la guerra.              En vano pretendió disuadirlo en su intento el conde de Sierra Gorda, gobernador de la mitra, a quien comunicó Morelos sus proyectos, cuando al llegar a Valladolid no encontró allí al ejército insurgente, que había salido ya para México. Sin perder un instante se dirigió a Charo, obtuvo de Hidalgo la autorización para hacer la guerra en el sur, y con la rapidez de un hombre que conoce el valor del tiempo en las altas empresas, regresó a su cuarto, armó como pudo a algunos de sus feligreses, y antes de terminar el mes de octubre, ya estaba en Zacatula. Había andado y desandado un camino larguísimo, y salvado una enorme distancia, como un dios homérico. Es preciso conocer aquella comarca y aquellos caminos para apreciar esta actividad asombrosa. Por lo demás, la prontitud en los movimientos no fue la menor de las cualidades que adornaban a Morelos, como general.

Ya se ve, pues, por todo esto, que a pesar de las excomuniones de la Iglesia, y de la prohibición de su superior, como cura, Morelos había abrasado la causa de la Independencia nacional, y sin embargo, mantenía pura su fe religiosa.

V

Morelos al detenerse en las orillas del pueblo de Zacatula, esperaba también a su mensajero. Éste volvió, cambió algunas palabras con su jefe y tornó a internarse en el pueblo, a comunicar seguramente un nuevo recado.                                                                        Morelos ordenó a su comitiva  que permaneciese bajo los sauces del río, y dejando el pueblo a un costado se dirigió al paso de su caballo a una punta formada por la desembocadura del río y una curva de la ribera del mar.

El sordo y dulce rumor de las olas rosando la playa, comenzaba a acariciar los oídos del patriota, y las brisas de la noche venían a refrescar su enardecida frente.                                  La luna salía en ese momento e inundaba de luz el océano, que parecía como un inmenso espejo de plata, cubierto de una gasa leve.                                                                        Aquella alma grande se sintió conmovida ante este espectáculo maravilloso que pareció embargarla por completo algunos instantes. El caballo siguió avanzando hasta un bosque de palmeras que se alzaba en el lugar mismo de la punta. Eran esas grandes palmeras, que agrupadas, presentan la forma de un templo, cuyas columnas fingen sus gruesos y elevados troncos y cuyas bóvedas se construyen con sus anchos ramajes entrelazados. Vistos sobre el fondo del horizonte, lleno de luz, y teniendo en segundo término el mar, este templo sombrío y silencioso parecía un monumento gigantesco elevado a los númenes de la naturaleza americana. La luna había ascendido y brillaba con todo su esplendor en el centro de las arcadas del bosque. Era un momento solemne y magnífico y parecía que había llegado la hora de los misterios sublimes de una religión desconocida y grandiosa.

Morelos atraído, como lo era siempre por todo lo bello y lo grande, bajó de su caballo, lo ató a la entrada del bosque y penetró en él, en vuelto en su blanco y finísimo poncho como en un manto sacerdotal y cruzados los brazos sobre el pecho, como sobrecogido de sentimiento religioso. Así atravesó la galería majestuosa de aquel bosque, y sólo se detuvo, cuando las olas encrespadas por la marea que había subido, vinieron a depositar  a sus  pies una alfombra de blanca espuma.                                                                    Allí permaneció largo rato contemplando la magnificencia del mar Pacífico, iluminado por la luz de la luna, y escuchando el mugido de las corrientes de la barra, que cerca de ese lugar se abría por la entrada de Zacatula.                                                                   Alguna voces que resonaron entre el bosque, les sacaron de su contemplación.             Era el capitán don Marcos Martínez, jefe de la milicia de Zacatula, acompañado del mensajero.                                                                                                                              Acercóse respetuosamente a Morelos y le dijo, después de saludarlo:

̶ Tal vez he tardado en venir al llamado de usted, peor he tenido que reunir a mis oficiales, que nos esperan.

̶  ¿Está usted dispuesto, capitán, a seguirme? ¿Confía usted en la justicia de nuestra causa?  ̶  le preguntó Morelos con ese acento afectuoso y penetrante que lo hacía dueño de los corazones.

̶  Yo sí, señor; yo creo ciegamente, en que todo lo que usted hace es bueno. Yo le seguiré a todas partes, pero entre mis oficiales y soldados hay todavía vacilaciones. Temen que este alzamiento sea verdaderamente contra el rey, y no solamente contra el mal gobierno de la Nueva España; temen incurrir en un grave pecado contra la religión, temen…

̶  Y temen bien, capitán; todo eso es cierto y no seré yo quien los engañe y les oculte el verdadero objeto de nuestro movimiento. Vamos a pelear contra el rey, contra el gobierno español resueltamente, para fundar un gobierno sólo con criollos ¡para sacudir el yugo de España y ser libres! En cuanto a la religión, no tenemos necesidad de atacarla. Sin embrago, los obispos y los frailes españoles serán nuestros enemigos y nos excomulgarán; pero Dios estará  de nuestro lado; Dios no ha dicho nunca que es padre únicamente de los gachupines; también nosotros somos sus hijos.                                          Esta verdad, dicha con el tono ligeramente burlón que acostumbraba Morelos las más veces, convenció al Capitán.                                                                                                  ̶  Ya lo considero así, respondió; peor es necesario convencer a esos muchachos y hasta entonces contaremos con ellos.                                                                                              ̶  Pues procuraremos convencerlos  ̶  dijo Morelos, acercándose a su caballo, que ya tenía su mozo de la brida  ̶  .Vamos allá  ̶  añadió, montando con ligereza  ̶ . Guíeme usted, capitán, a la casa en que están reunidos los oficiales.                                                            El capitán se puso en marcha a pie, seguido de Morelos y de su mensajero, que también iba a caballo.                                                                                                              Salieron del bosque, y a poco andar entraron en el pueblo, en el que encontraron varios grupos de gentes que hablaban con animación, sabiendo la noticia de que se preparaba algún suceso extraordinario.                                                                                        Las casitas de Zacatula son humildes, en su mayor parte hechas de paja, y en esa época eran pocas las que tenían paredes de adobe y techos de tejado; sin embargo, eran más numerosas que hoy. No estaban entonces, ni están ahora, construidas en orden regular y formando calles, como en los pueblos del centro del país, sino desparramadas acá y acullá, agrupadas caprichosamente. Una especie de plazoleta donde estaba la “Casa de Comunidad”, convertida a la sazón en cuartel, y en donde se alzaba la pobre iglesia de paja también, era lo único que había más ordenado.

Morelos llegó a esa plazoleta, se apeó y entró en una gran pieza alumbrada con una lámpara de aceite de coco, entorno de la cual se agrupaba una veintena de oficiales y soldados bien armados de tercerolas y de sables. Eran milicianos de caballería, aquellos. Los caballos piafaban en el patio de la casa.                                                                                       Luego que Morelos se presentó algunos oficiales se quitaron el sombrero por respeto al carácter sacerdotal del recién llegado, pero otros permanecieron cubierto, reservados y taciturnos.                                                                                                                    Aquellos milicianos de la costa, ignorantes de las cosas de Nueva España, vecinos acomodados en su mayor parte, luego que vieron llegar a ese eclesiástico desconocido, luego que examinaron su aspecto raro, su barba que él había descuidado por la primera y única vez, a causa de su viaje apresurado y penoso; luego que sintieron aquella mirada magnética y dominadora, no habían podido substraerse a un sentimiento de temor instintivo, creyendo encontrarse frente a frente de un perseguido de la justicia, de un gran criminal, de un rebelde que venía a envolverlos en una terrible calamidad. Así es: que aunque preparados por el capitán Martínez a recibirlo, parecíales que estaban cometiendo una mala acción de que más tarde la justicia del rey les iba a pedir cuentas.

Tal fue la primera impresión causada por Morelos en aquellos hombres sencillos y montaraces.                                                                                                                                          Pero comenzó a hablarles, comenzó a pintarles el estado del país, los horrores de la servidumbre colonial, las esperanzas de la revolución, el porvenir de la Patria; despertó en estas almas aletargadas, las punzantes emociones de la gloria, derramó en aquellas conciencias tenebrosas la luz del derecho; y eso, valiéndose, como era natural, de palabras sencillas, de imágenes familiares, de esa elocuencia poderosa del sentimiento y de la verdad, que es eficaz siempre entre las masas del pueblo. Rompió, en fin, las cadenas del terror, que entorpecían esos corazones… y una hora después todos los milicianos escuchaban al grande hombre descubiertos, estremeciéndose de entusiasmo, impacientes por interrumpirlo con un grito de adhesión.      

Morelos calló y el grupo de oficiales y de soldados estalló en un grito unánime y atronador.

̶  ¡Viva la Independencia! ¡Viva la América libre! ¡Viva Morelos!

El caudillo descubriéndose entonces, gritó con voz fuerte y vibrante:

̶  ¡Viva Don Miguel Hidalgo, Generalísimo de América!

El entusiasmo se comunicó a los demás soldados, a los habitantes de Zacatula, y hasta a las mujeres y a los niños.

Así, pues, la palabra evangélica del patriotismo había hecho germinar la Independencia del sur, y en una hora había nacido, no como planta débil y tierna, sino como un árbol joven, robusto, como los árboles de esa tierra, de fuerza y de savia.

El historiados don Luis Mora, dice que Morelos “se explicaba con dificultad, pero sus conceptos, aunque tardos, eran sólidos y profundos”.

Lo último es cierto, no así lo primero. Yo he recogido en el sur las últimas tradiciones que acerca de la elocuencia de Morelos me confiaron sus viejos tenientes, sus compañeros, sus soldados, que aún se repetían religiosamente las palabras del insigne caudillo y recordaban con delirio el efecto de sus arengas. Era tan elocuente, como gran general, como gran legislador, como gran administrador. Ese genio era completo. Y aunque las tradiciones vivas y fehacientes no lo acreditasen, bastaría para creer en el efecto mágico de su palabra, la manera con que inspiró en los espíritus de los surianos las grandes ideas y los firmes principios a que fueron siempre fieles y que construyeron la fuerza de la revolución.

Las respuestas breves, acertadas y profundas que dio en el interrogatorio de su causa y que con razón admira el mismo Alamán, son otra prueba de la rapidez de su percepción y de la facilidad de su palabra.

VI

Una vez convencidos los milicianos de Zacatula, Morelos hizo entrar en el pueblo a sus pocos acompañantes de Carácuaro y de Nucupétaro, en el acto fraternizaron con los costeños. El pueblecillo se animó como por encanto; las campanas de la pobre iglesia anunciaron con un repique a vuelo, la proclamación de la Independencia, los habitantes todos improvisaron vítores y serenatas con las grandes y dulces arpas de la costa a la luz de la luna, que iluminaba las cabañas, el mar y los bosques en aquella noche de otoño, fresca y hermosa. Morelos descansó de sus primeras fatigas, arrullado por los cantares del pueblo emancipado, por los vivas de sus primeros campeones y por los suaves murmullos del océano, que parecía también tomar parte en la fiesta de la Patria.

VII

Al día siguiente, Morelos convocó una junta de vecino y militares, y despojado ya de su barba de viajero y vestido con su mejor traje, fue a presidirla y a levantar el acta solemne de proclamación de la Independencia.

Entonces mostró la autorización que había recibido del caudillo de Dolores y que decía así:

“Por el presente comisiono en toda forma a, mi lugarteniente, el Pr. Don José María Morelos, Cura de Carácuaro, para que en la costa del sur levante tropas, procediendo con arreglo a las instrucciones verbales que le he comunicado. Firmado. MIGUEL HIDALGO, Generalísimo de América.”

Y “éste fue el principio que tuvo la revolución en la costa del Sur, que puso en el mayor peligro al dominio español en Nueva España”, como dice Alamán, y como lo afirma la historia.

La República, 12 – 15 de septiembre de 1880

 

 

Transcrito por Ednilma Durana Filisola/Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP

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