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Por: Ramírez Rojo Daniel Alejandro/Taller de periodismo narrativo

La lluvia azota con gran fuerza la Angelópolis. Mientras mayor es la tormenta más tiemblan las manos de la anciana a mitad de la calle. Es miércoles  9 de octubre, toda la mañana ha estado nublada y las primeras gotas de agua caen alrededor de las cinco de la tarde. Un sepulcral viento acompaña la lluvia.

La vieja camina con lentitud, trepa a la banqueta y se detiene en la entrada de una zapatería; bajita, jorobada, sus arrugas alcanzan los extremos de su rostro y sus manos;  su cabello completamente cano y lo ha arreglado con dos elaboradas trenzas; usa sandalias ya muy desgastadas y un vestido humilde que no parece guardarla del frío.

Pero ha encontrado refugio bajo el toldo a la entrada de la zapatería. Arrecia la lluvia. Varias personas que pasan por la calle se acercan a la anciana,  no para hacerle compañía, sino para refugiarse bajo el mismo toldo. Tres robustas señoras aprovechan para ver los aparadores; dos hombres trajeados charlan con confianza mutua; cuatro estudiantes bromean entre si, todos reunidos ahí, alrededor de la anciana. Yo soy uno de ellos. Una sonrisa se pinta en el rostro de la longeva mujer. Felicidad por refugio hallado o tal vez por la mínima sensación de compañía. Las personas permanecerán sólo el tiempo que dure la lluvia. Gente que seguramente no se conoce y no volverá a reunirse en su vida.

Aumenta la fuerza del chubasco.  Dos jóvenes corren por la calle. Pasa un vendedor ambulante que ofrece sombrillas. Yo no sé de dónde salió y cómo en tan poco tiempo ya dispone de suficientes sombrillas para vender por el resto de la tarde. La rapidez con que imagino debió salir con su paragüero es como si hubiese tenido el tiempo planeado: huele la lluvia, se percata de las primeras gotas de lluvia y abandona lo que está haciendo para salir a vender.

Y la anciana sigue ahí, encorvada, inmóvil. Recuerdo haberla visto antes en alguna calle cercana: sentada en la banqueta de la calle, sus las piernas las cubría algún tipo de sarape pequeño. Su voz era rasposa y cada que pasaba alguien murmuraba “una ayuda por favor.”  Me pregunto dónde vivirá y cómo habrá llegado a esta situación.

 

Y recuerdo algo que he leído: en Puebla se cuenta con el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores (INAPAM), que se encarga de capacitación laboral, servicio cultural y educación para la salud. ¿Cuál será el motivo que ha impedido la ayuda del INAPAM a una señora que pide ayuda desde el suelo de la banqueta?  Los recursos económicos posiblemente dificulten brindar apoyo. La ignorancia debe ser un factor. Lamentablemente la indigencia es la realidad a la que se deben enfrentar muchas personas.

Sigue lloviendo. Ya han pasado casi diez minutos desde que la mujer se resguardara bajo el toldo de la zapatería. La postura de la señora luce cada vez más forzada. En su rostro se nota una expresión de cansancio. Un intento de sentarse en la banqueta sería inútil debido al reducido espacio y el suelo húmedo. Resiste. Y al fin la lluvia disminuye. Ahora a medir el calibre de las lagunas entre las calles. Los charcos son trampas de agua que ocultan baches y coladeras abiertas.  Seguramente las calles inundadas serán un desafío para una mujer que no tiene buena condición física.

Poco a poco los resguardados de la zapatería emprenden nuevamente su camino, yo también. Una ligera briza acaricia la ciudad, un aroma a tierra húmeda impregna las calles y la mujer de edad avanzada comprende que es hora de volver por donde vino. A paso lento camina pegada al muro, lugar donde es menos probable que se moje.