• Sergio Mastretta
  • 10 Enero 2013
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Por Sergio Mastretta

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Miércoles 9 de enero, cerca de la medianoche. La vida es corta, pero en el recorrido de su funicular se alcanza a ver que las sociedades cambian, y que un poder despótico en México ya no tan fácilmente impone su voluntad.

Porque cada uno a su manera, y desde hace ochenta años, los gobernadores en Puebla han sido igual dictatoriales, depredadores, criminales, populistas, fascistas, paralizantes, ignorantes y hasta ilustrados, pero todos déspotas. Tres cayeron por la insurrección popular y la mano obscura del presidente imperial (Nava Castillo, Moreno Valle y Bautista O´farril); a otro (Mario Marín) lo sostuvieron los equilibrios criminales de los grupos de poder; los demás se sostuvieron ante una sociedad más bien inerme e indiferente.

Ochenta años de gobernadores, funcionarios públicos, propietarios de casonas, comerciantes, arquitectos, inquilinos de vecindades, un espacio de tiempo ya no tan breve para la historia de la ciudad y su centro histórico. Ochenta años fatales para la conservación del patrimonio histórico y cultural guardado en la arquitectura y el arte que sobrevivió a los avatares de guerras y progresos de trescientos años.

Me he sentado a escribir esta crónica para Mundo Nuestro. Apenas terminé de leer la entrevista que le hiciera en el 2003 la historiadora Emma Yanes Rizo a Pablo Ramón Loreto, entonces de 91 años de edad, un hombre que contribuyó a salvar más de trescientas casonas del centro histórico de la desbocada idea de progreso que arrasó con los viejos centros de las ciudades en México. En 1952 crearon su comité de defensa del patrimonio arquitectónico.

Recojo un dato que me ha dado Rosalba Loreto: entre 1940 y 1960 se derruyeron hasta los cimientos 385 casas. Y ahí trabajaron los despachos de arquitectos: el de Alfredo Ribadeneyra tumbó 105 casonas; el de mi tío Marcos Mastretta y el arquitecto Pavón, 77; el de Rafael Ibáñez, 66; el de Felipe Spota, 59.

Pero en la historia de la depredación de la arquitectura urbana los gobernadores pusieron su granito de arena, algunos por omisión y otros por iniciativa de la modernización que va de la mano del negocio inmobiliario. No faltaron los favores a los compadres, por ejemplo el de Rafael Ávila Camacho, quien arremetió contra la Casa del Deán para que el expresidente Abelardo Rodríguez construyera el Cine Puebla a principios de los cincuenta. Una historia particular es la del río de San Francisco: entre 1962 y 1965 Fausto Ortega, Nava Castillo y Aarón Merino Fernández, con el pretexto de que estaba convertido en un albañal, lo entubaron y se cargaron la ribera desde el Puente Negro hasta mucho más allá de lo que hoy es Plaza Dorada, llevándose de por medio dos kilómetros de ciudad colonial; Manuel Bartlett expropió el territorio de San Francisco, justificó la causa de utilidad pública con la creación del Centro de Convenciones, creó un fideicomiso y todo terminó con casonas que cambiaron de manos hacia políticos y funcionarios que los traspasaron a los emporios comerciales. De poco sirvieron amparos y defensas legales de los propietarios afectados por la expropiación.

Esta es la historia de un proyecto de teleférico que está prácticamente terminado en la obra básica de infraestructura --las tres torres principales-- y con un importante avance en la estación de arranque, la del conflicto por la demolición total de una casona en el Barrio del Artista, cuando no cuenta con las licencias de construcción, demolición y cambio de uso de suelo otorgadas por el Ayuntamiento, y que no cuenta tampoco con el dictamen técnico por parte del INAH. Y que pone en abiertamente en tela de juicio las funciones y responsabilidades de esas instituciones.

Es la historia natural de Puebla: iniciativas desde el poder que se imponen sin más a los ciudadanos. Tú construye, porque si consultas, no se hace nada, es el argumento de la mano de aquel dicho: es mejor pedir perdón que pedir permiso. En el peor de los casos, les impondrán una multa que pagaremos los ciudadanos.

Sí, pregúntales a los ciudadanos, seguramente estarán felices. Con el funicular. Y con las instituciones del Estado. Porque los ciudadanos podemos ampararnos.

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